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La historia puede estar hecha de idéntico material que los sueños

La notable puesta de �La tempestad� del catalán Lluís Pasqual deleita con el truco de relacionar aquella historia de Próspero, el tirano exiliado que jura venganza, con la realidad de hoy.

Por Hilda Cabrera

t.gif (862 bytes)  La obra comienza con una tempestad desatada en alta mar por el mago Próspero (duque desterrado de Milán) contra sus enemigos: su hermano Antonio, que le arrebató el ducado, y el cómplice de éste, Alonso, rey de Nápoles. Ellos fueron quienes, doce años atrás, ordenaron abandonar mar adentro a Próspero y a su pequeña hija Miranda en un destartalado barco del que habían huido hasta las ratas. Esta amarga peripecia se conocerá después, cuando el duque narre a su hija lo acontecido. Próspero, quien aparece aquí como un padre dispuesto a rodear a su hija de un entorno armonioso, libre de odios y crueldades, agradece el haberla tenido cerca. Ella le dio valor para hacer frente a cuanto pudiera ocurrir. Este deseo de subrayar el empuje que proporciona el afecto permite instalar la obra en una especie de “presente continuo”, característico en Shakespeare. Esto implica constatar una experiencia y trasladarla a tiempos y espacios diferentes, comprimir o ampliar situaciones y descubrir nuevos significados aun en las frases más simples, como aquella que pronuncia Miranda, ilusionada ante la existencia de un mundo ajeno a esa isla, habitado por personas tan maravillosas como lo son para ella Fernando, el joven hijo del rey Alonso (con quien se topa de manera casual), y los otros náufragos a los que, como al adolescente enamorado, Próspero somete a pruebas. En el imaginario del duque, la isla es un lugar de expiación, donde es posible sustituir odio por indulgencia y recuperar la dignidad perdida.
Las complicaciones de la trama son apenas un adorno en esta obra que pivotea sobre la personalidad de sus protagonistas. Próspero explota los miedos de los náufragos y espera que los malvados se arrepientan (lo mismo ocurre en Como gustéis, otra comedia de Shakespeare), sirviéndose en esta empresa de los buenos oficios de su esclavo, el genio Ariel, a quien promete liberar una vez que haya cumplido su tarea. Es cierto que existe la posibilidad del fracaso, y esto es algo que no pasa inadvertido en la puesta del catalán Lluís Pasqual. En el papel del duque, el actor Alfredo Alcón da cuenta de ese temor. Pero la elección está hecha, y su personaje se despoja resueltamente de los poderes mágicos. De ahí en adelante no influirá sobre amigos ni enemigos, quedando éstos sujetos a la propia conciencia. Como él mismo, dueño absoluto de sus fortalezas y debilidades, ahora sólo humanas.
Próspero es uno de los personajes más conciliadores de Shakespeare. Sus maldades no son más que sortilegio. Desata una tempestad sin provocar muertes y sabe cómo recomponer la nave del naufragio: ésta reaparece intacta para ser utilizada en el regreso. Como en otras piezas de este autor, el vengativo es un individuo paciente que tiene la “virtud” de aprovechar la ocasión, aunque ésta, como en La tempestad, demore doce años en hacerse presente. A la oportunidad (la aproximación de la nave enemigaa la isla) se le suma aquí la alianza con la naturaleza, cuyas fuerzas, desatadas, domestican al más despiadado. Todo sirve en esta historia, donde la isla acaso sólo sea una tierra imaginada por un Próspero que se impuso ser un sobreviviente y quiso construir para su hija (una destacable Eleonora Wexler) un mundo de ensoñaciones, ayudado por los buenos oficios del genio Ariel. De ahí tal vez el carácter melancólico que adquiere Próspero al despojarse deliberadamente de los ornamentos que lo acercaban a los enigmas de la naturaleza.
Darle vida presente a esta historia, contada como teatro dentro del teatro, es uno de los méritos del director, que viste a los usurpadores de militares y de guerrilleros a los genios encargados de intimidar a los náufragos. Abreviada respecto del original (esta puesta dura sólo cien minutos), la cuidada versión de Pasqual denota ambición por desentrañar significados. El Próspero de Alcón parece estar ceñido a una concepción teatral de la vida, lo que no equivale a mentirse sino a conocer los límites de la magia. El personaje, devenido aquí director de escena, no se engaña. Sabe que el hechizo tiene menos poder que el afecto (el real enamoramiento de Miranda y Fernando, por ejemplo), pero puede crear instantes poéticos, como el de algunas apariciones, o los cantos, entre otros, el referido a la liberación del genio Ariel. Secuencias que, como era habitual en el teatro isabelino, no impiden la irrupción de escenas de comicidad pueril. Es el caso de las interpretadas por Stéfano, Trínculo y Calibán, eficazmente personificados por Hernán Giménez, Eduardo Calvo y el excelente Carlos Belloso.
En el papel de Próspero, Alcón cierra esta historia con la intensidad propia del intérprete que sabe comunicarse con el público. De ahí que cuando se le escucha decir que estamos hechos del mismo material que los sueños, y nuestra corta vida se cierra con un sueño, apenas se piensa en la celebridad de esta frase. El actor le imprime nuevas tonalidades, recita sin declamar y emociona sin languidecer. Su desempeño es incluso creativamente contrapunteado por momentos con el de otros intérpretes: los que siguen una línea brillante, acorde a la escenografía de telas y el juego de luces de Pasqual, y los que se ajustan a un estilo neutro, aunque levemente irónico, como los Osvaldo Bonet, Néstor Sánchez, Tony Vilas y Horacio Peña, en el rol del usurpador Antonio.

 

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