Por
Hilda Cabrera
La obra comienza con una tempestad desatada en alta mar por el mago
Próspero (duque desterrado de Milán) contra sus enemigos:
su hermano Antonio, que le arrebató el ducado, y el cómplice
de éste, Alonso, rey de Nápoles. Ellos fueron quienes, doce
años atrás, ordenaron abandonar mar adentro a Próspero
y a su pequeña hija Miranda en un destartalado barco del que habían
huido hasta las ratas. Esta amarga peripecia se conocerá después,
cuando el duque narre a su hija lo acontecido. Próspero, quien
aparece aquí como un padre dispuesto a rodear a su hija de un entorno
armonioso, libre de odios y crueldades, agradece el haberla tenido cerca.
Ella le dio valor para hacer frente a cuanto pudiera ocurrir. Este deseo
de subrayar el empuje que proporciona el afecto permite instalar la obra
en una especie de presente continuo, característico
en Shakespeare. Esto implica constatar una experiencia y trasladarla a
tiempos y espacios diferentes, comprimir o ampliar situaciones y descubrir
nuevos significados aun en las frases más simples, como aquella
que pronuncia Miranda, ilusionada ante la existencia de un mundo ajeno
a esa isla, habitado por personas tan maravillosas como lo son para ella
Fernando, el joven hijo del rey Alonso (con quien se topa de manera casual),
y los otros náufragos a los que, como al adolescente enamorado,
Próspero somete a pruebas. En el imaginario del duque, la isla
es un lugar de expiación, donde es posible sustituir odio por indulgencia
y recuperar la dignidad perdida.
Las complicaciones de la trama son apenas un adorno en esta obra que pivotea
sobre la personalidad de sus protagonistas. Próspero explota los
miedos de los náufragos y espera que los malvados se arrepientan
(lo mismo ocurre en Como gustéis, otra comedia de Shakespeare),
sirviéndose en esta empresa de los buenos oficios de su esclavo,
el genio Ariel, a quien promete liberar una vez que haya cumplido su tarea.
Es cierto que existe la posibilidad del fracaso, y esto es algo que no
pasa inadvertido en la puesta del catalán Lluís Pasqual.
En el papel del duque, el actor Alfredo Alcón da cuenta de ese
temor. Pero la elección está hecha, y su personaje se despoja
resueltamente de los poderes mágicos. De ahí en adelante
no influirá sobre amigos ni enemigos, quedando éstos sujetos
a la propia conciencia. Como él mismo, dueño absoluto de
sus fortalezas y debilidades, ahora sólo humanas.
Próspero es uno de los personajes más conciliadores de Shakespeare.
Sus maldades no son más que sortilegio. Desata una tempestad sin
provocar muertes y sabe cómo recomponer la nave del naufragio:
ésta reaparece intacta para ser utilizada en el regreso. Como en
otras piezas de este autor, el vengativo es un individuo paciente que
tiene la virtud de aprovechar la ocasión, aunque ésta,
como en La tempestad, demore doce años en hacerse presente. A la
oportunidad (la aproximación de la nave enemigaa la isla) se le
suma aquí la alianza con la naturaleza, cuyas fuerzas, desatadas,
domestican al más despiadado. Todo sirve en esta historia, donde
la isla acaso sólo sea una tierra imaginada por un Próspero
que se impuso ser un sobreviviente y quiso construir para su hija (una
destacable Eleonora Wexler) un mundo de ensoñaciones, ayudado por
los buenos oficios del genio Ariel. De ahí tal vez el carácter
melancólico que adquiere Próspero al despojarse deliberadamente
de los ornamentos que lo acercaban a los enigmas de la naturaleza.
Darle vida presente a esta historia, contada como teatro dentro del teatro,
es uno de los méritos del director, que viste a los usurpadores
de militares y de guerrilleros a los genios encargados de intimidar a
los náufragos. Abreviada respecto del original (esta puesta dura
sólo cien minutos), la cuidada versión de Pasqual denota
ambición por desentrañar significados. El Próspero
de Alcón parece estar ceñido a una concepción teatral
de la vida, lo que no equivale a mentirse sino a conocer los límites
de la magia. El personaje, devenido aquí director de escena, no
se engaña. Sabe que el hechizo tiene menos poder que el afecto
(el real enamoramiento de Miranda y Fernando, por ejemplo), pero puede
crear instantes poéticos, como el de algunas apariciones, o los
cantos, entre otros, el referido a la liberación del genio Ariel.
Secuencias que, como era habitual en el teatro isabelino, no impiden la
irrupción de escenas de comicidad pueril. Es el caso de las interpretadas
por Stéfano, Trínculo y Calibán, eficazmente personificados
por Hernán Giménez, Eduardo Calvo y el excelente Carlos
Belloso.
En el papel de Próspero, Alcón cierra esta historia con
la intensidad propia del intérprete que sabe comunicarse con el
público. De ahí que cuando se le escucha decir que estamos
hechos del mismo material que los sueños, y nuestra corta vida
se cierra con un sueño, apenas se piensa en la celebridad de esta
frase. El actor le imprime nuevas tonalidades, recita sin declamar y emociona
sin languidecer. Su desempeño es incluso creativamente contrapunteado
por momentos con el de otros intérpretes: los que siguen una línea
brillante, acorde a la escenografía de telas y el juego de luces
de Pasqual, y los que se ajustan a un estilo neutro, aunque levemente
irónico, como los Osvaldo Bonet, Néstor Sánchez,
Tony Vilas y Horacio Peña, en el rol del usurpador Antonio.
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