I

No me mueve, mi Diez, para quererte,
ni el gozo que nos diste por partido,
ni aquel gol, ni el ocaso tan temido,
ni el fantasma reciente de la muerte.

Nadie aspira a que zafes, ni perderte
será el triunfo previsto del olvido.
Ya nos alcanza con que hayas nacido
en Fiorito. Tenemos esa suerte.

No fue capricho de un destino ciego
–que a algunos sí y a otros no perdona–
que no naciste inglés, chileno o griego

sino hijo del caño y la rabona.
Amo el potrero, ese jardín sin riego
donde fuiste posible, Maradona.

II

Podrá cerrar mis ojos la postrera
sombra que me expulsare el negro día
con la roja final; podrá la Fría
apagarme la luz de la sesera.

Mas no de aquella tarde en La Ribera
borrará la memoria y la alegría:
vive la imagen, dura todavía
sin telebeam ni Fútbol de Primera.

Gatti atajaba en Boca y con el ego
agrandado más allá de su persona,
desdeñó al de Argentinos y su juego.

La prudencia no debe ser bocona:
cuatro veces se quemó con fuego
por tratar de gordito a Maradona.

III

Si pudiera elegir yo elegiría
–uso el verso de Gelman sin permiso–
la tarde más gloriosa del Petiso
que fue también la más hermosa mía.

Si supiera contar, yo contaría:
en el Azteca hizo lo que quiso
dejando cinco ingleses por el piso
y tocando cuando Shilton le salía.

El gambeteaba y un callado ruego
encolumnado detrás de su persona
no a la mano de Dios, al pie de Diego

le pedía que llegara hasta la zona
del área chica y la tocara luego:
el Mundo gritó el gol de Maradona.

IV

Vino la noche y no tenía los ojos
bellos, sombríos, de la de Pavese.
Era rubia y fue raro que tuviese
apuro por llevarse tus despojos.

Después, ya fueron vanos los enojos
e inútil la protesta que cupiese.
La suerte estaba echada: el frasco ese,
la negligencia y los controles flojos.

“Me cortaron las piernas, no me entrego
a la mafia” dijiste. No perdona
la FIFA, al que la embiste ciego.

Los torpes no encontraron Talentona
en el análisis del pis del Diego:
y con eso se daba Maradona.