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El negocio de gobernar

Por Luis Bruschtein

 

Alberdi decía que “gobernar es poblar” y Sarmiento, que “gobernar es educar”. La era menemista estableció como idea fuerza que la principal tarea de los gobiernos debe ser ayudar a hacer buenos negocios a las grandes empresas. Para esta concepción, gobernar es crear condiciones para la inversión, bajar costos y salarios, eximir de impuestos y asegurar grandes ganancias y todo lo demás se ordena en forma espontánea alrededor de este eje.
Julio Ramos, el director del diario Ambito Financiero, y el mismo Bernardo Neustadt han insistido con esta visión de la política, para la cual los hombres de mayor éxito son aquellos empresarios que han logrado mayor fortuna. Como la idea es que el Estado debe ser manejado como una gran empresa, ellos han dicho más de una vez que esos empresarios tendrían que ser llamados a colaborar como funcionarios, porque, aseguran, nadie que gane menos de diez mil pesos por mes habría demostrado capacidad en la vida para salir adelante. Pero como estos empresarios nunca aceptarían dejar sus ganancias para cobrar los salarios menos onerosos de la función pública, justifican los llamados gastos extraordinarios y secretos, los gastos de representación y demás, que permiten multiplicarlos.
En algo tienen razón, porque si la idea de la política es nada más facilitarles negocios millonarios a otras personas, el funcionario o el político a cargo de la tarea pasa a convertirse en una especie de empleado de esas empresas y ve circular millones de dólares de una mano a la otra gracias a sus esfuerzos. Pero como no es empleado de esas empresas, es lógico que se asuma entonces como socio o intermediario de esos negocios y reclame una parte proporcional de las grandes ganancias. Es lo que se llama la comisión.
Es difícil pensar en algún tipo de sociedad sin delito o sin corrupción; el problema es cuando esa sociedad no los considera como tales. Es lo que pasó durante la dictadura con las violaciones a los derechos humanos y durante el menemismo con la corrupción. Eso quiere decir que predomina en la sociedad una visión de la política que institucionaliza o consiente, de buena o mala gana, esas violaciones a los derechos humanos o la corrupción. No es que la gente sea sanguinaria o corrupta. Estas formas perversas de la política siempre fueron impuestas a través del temor, la desesperación, la confusión, o una combinación de ellas.
Las comisiones y los gastos secretos de los funcionarios han sido tolerados por la administración menemista porque se los consideraba parte de una acción de gobierno que se ordenaba a partir de la idea de que el Estado es una gran empresa cuya principal función es facilitar negocios millonarios a la actividad privada. Por eso, algunos de esos ex funcionarios ostentaban sin vergüenza sus flamantes riquezas y reaccionaron con sorpresa y despecho cuando se los acusó de corrupción. Desde su lugar, lo que hicieron fue promover grandes negocios que, en definitiva, favorecieron al país. Las comisiones y demás fueron los estímulos para la acción de esos funcionarios y todo el mundo sabía que existían.
Cuando el ex vicepresidente Chacho Alvarez arremetió contra las coimas en el Senado y la corrupción en general, se encontró con una sociedad que ya sabía todo lo que se denunciaba, pero que se resignaba a esa situación, aunque no le gustara, porque la consideraba inherente a la acción política y de gobierno, según esa concepción menemista del Estado y la política instalada en los últimos diez años.
El discurso del gobierno de la Alianza puso énfasis en la honestidad y en la transparencia, pero no combatió esa idea del Estado y la política, como si también la hubiera asumido. El Estado es muchísimo más complejo que una empresa, porque no actúa en función de una sola variable que es la de hacer grandes negocios. Una empresa funciona para sus dueños y, si no, la cierran o la venden. Y se supone que, en el caso del Estado, los dueños son todos los ciudadanos. Por eso, los empresarios con mentalidad política constituyen la excepción y no la regla.
Si Chacho Alvarez repite el discurso de la Alianza para convocar al movimiento ciudadano –o sea la lucha contra la corrupción sin cuestionar esa concepción menemista de la política y el Estado–, no llegará más lejos que este gobierno. Y si pone en el centro el tema social, el bien común, se va a encontrar con el malestar de los mercados, que tienden a reaccionar como los empresarios, que son los que lo manejan. Pero es la única forma de reivindicar la política.


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