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PANORAMA POLITICO
Por J. M. Pasquini Durán

Advertencias

La huelga de 36 horas fue maciza y contundente. No es un resultado sorpresivo, porque las encuestas previas ya anticipaban semejante adhesión, incluso en las que manejó la SIDE. Dado que las encuestas no gozan de la infalibilidad que antes les adjudicaban sus usuarios, menos después de las últimas elecciones en Estados Unidos, la huelga despejó las dudas de cualquier observador sin prejuicios: la mayoría popular está disconforme con la gestión gubernamental de los asuntos públicos. Tal vez ésta sea una de las pocas conclusiones unívocas para invocar en estos momentos, por encima de los discursos parcelados. A trece meses del pronunciamiento en las urnas que favoreció a la Alianza, la huelga general renovó el mismo mensaje cívico: basta de ajuste perpetuo que sólo atiende al interés de unos pocos.
Ya que los partidos con capacidad de decisión han renunciado a la facultad constitucional, aprobada por ellos mismos, de consultar a la ciudadanía (artículo 40 en “Nuevos derechos y garantías”) ni abren otros canales de participación social en los asuntos de interés colectivo, es obvio que las medidas de fuerza, desde el corte de rutas hasta la huelga nacional, son los únicos recursos legítimos a disposición de la demanda popular. También porque el Gobierno ha demostrado que hace caso a las presiones de los más fuertes o de los más violentos y que actúa sólo cuando no tiene más remedio.
Desde esa lógica, la protesta que acaba de terminar debería ser comprendida como otra expectativa abierta hacia el cambio, quizá la última antes de perder por completo la confianza de sus votantes. Si deja que llegue ese punto de quiebre, en adelante a la Alianza la esperan situaciones sin retorno, idénticas a las que atravesó Alfonsín en 1987 o Menem, diez años después, cuando quiso forzar la chance del tercer mandato. Para entonces, los “mercados” que ahora lo alientan también lo abandonarán como un instrumento inservible. Nada más ingrato que el capital ni nada más corrosivo que la desilusión popular. ¿Acaso los “mercados” les salvaron el pellejo a los dos partidos tradicionales de Venezuela o al nuevo movimiento de Fujimori en el Perú?
Norman Mailer, norteamericano y pesimista, ha declarado que las corporaciones multinacionales inventarán los presidentes y los sistemas que les convengan, porque la política será una herramienta más del sistema de mercado. El portugués José Saramago, Premio Nobel y optimista, reconoció que “vivimos en un mundo donde la explotación alcanzó fórmulas de una exquisitez diabólica, que estrecha la cultura y ensancha las desigualdades [...] El nuevo totalitarismo neoliberal infunde terror. No es el miedo antiguo a la policía, a la tortura o a la cárcel, que todavía existe en muchos lugares, sino el miedo a la inseguridad, al desempleo. Y ese miedo ¡paraliza!”. Hay un punto, sin embargo, en el que se pierde el efecto paralizante de ese miedo y es cuando el horizonte ya no se deja ver. La desgarradora sensación de ningún futuro prevalece hoy en el ánimo de los argentinos.
Hubo temores, por supuesto, antes del paro. De los que mencionó Saramago y además, sobre todo en las centrales sindicales, a la violencia descontrolada. Existían los precedentes del manifestante asesinado por bala en Salta y de las represiones policiales en Córdoba y Santa Fe. El Gobierno, a su vez, aunque guardaba recelos íntimos por el riesgo de sangre, trató de incentivar el miedo con diversas amenazas represivas, pero en definitiva unos y otros coincidieron en evitar los desbordes. No hay datos que indiquen, hasta el momento, que el muerto en el Chaco, un joven desocupado que participaba de un corte de ruta, haya sido víctima de otra causa que el infortunio. Puede ser que aquellas prevenciones hayan reducido el número de participantes en los centenares de mítines y actosdel jueves, pero no atenuaron la adhesión al paro. Tampoco el transporte urbano fue tan decisivo como quiso hacer creer el oficialismo, ya que en las primeras horas de la huelga funcionaron trenes y ómnibus pero escasearon los pasajeros. Por otra parte, las distancias pueden ser obstáculo en grandes centros urbanos, pero el ausentismo fue igual en las ciudades medianas y pequeñas.
El Presidente, lo mismo que algunos de sus ministros, seguía empecinado hasta ayer en negar las dimensiones de la protesta –“se hizo en contra de la gente”, opinó– y en mirar el conflicto social como un mero acto de hostilidad carente de toda razón. En esa línea de pensamiento, las voces oficiales terminaron por adjudicarles a las cúpulas sindicales una sobredosis de omnipotencia para manipular el descontento social, sin considerar que ofenden a los ciudadanos al considerarlos como manadas sin voluntad propia. En verdad, la mayor parte de las cúpulas sindicales sigue ubicada en los niveles más bajos de la credibilidad pública, desacreditada como tantos políticos por motivos muy parecidos, o sea, por pensar en el interés particular antes que en el bien común.
La adhesión a la huelga no modificó esa percepción, de modo que los gremialistas se van a equivocar si piensan que desde hoy están habilitados para negociar esos intereses, privados o de sector, desde posiciones de fuerza. Si los obtienen no será porque puedan repetir estas jornadas cuando quieran sino, igual que en otras épocas, porque resultan funcionales al sistema vigente más que por lealtad a sus bases. Más aún: si las cúpulas desprestigiadas conservan los cargos se debe al amparo que recibieron de gobiernos civiles y militares, que los usaron a conveniencia. Del mismo modo lo hizo la actual administración cuando necesitó a la CGT para la foto celebratoria de la reforma laboral, obtenida mediante sobornos, denunciados en el Senado pero nunca esclarecidos. Para medir ese proteccionismo, basta con informarse sobre las dificultades que enfrentan militantes de la CTA y de otras fuerzas que intentan organizar las oposiciones internas en los sindicatos oficiales.
Mientras el Gobierno siga sin reconocer la demanda social, su mismo discurso global se debilita, contaminado por las contradicciones. Por un lado, cada día sus funcionarios machacan con cifras, estadísticas y argumentos sobre la gravedad de la recesión económica y piden comprensión y paciencia para la gestión que cumplen, agotada ya la cuarta parte de su mandato sin resultados positivos a la vista, al menos para la población. A cambio, rechazan las protestas por injustificadas, como si nadie sufriera las consecuencias de esa crisis que describen, excepto ellos mismos. Mediante esos disimulos retóricos pretenden que los demás, no importa si pasan hambre, frío o desesperanza, si están secos o con el agua al cuello, compartan la impotencia para encontrar caminos de recuperación.
En tanto el Poder Ejecutivo permanezca en el mismo rumbo, los intereses del mercado y los del pueblo serán opciones opuestas y excluyentes. No hay motivos, ni en la doctrina capitalista ni en la praxis de los países más ricos, que obliguen a la injusticia social en la magnitud que se aplica en la Argentina. En todo el mundo hay pobres y excluidos, pero las naciones más desarrolladas –es el caso de España, que suele citarse como referencia ejemplar en términos de macroeconomía– atienden a esas zonas más débiles con redes de protección social. Aquí, ni siquiera se las considera y, por el contrario, se intenta desmantelar toda norma protectora, como sucede ahora mismo con el régimen previsional que aumenta la edad para jubilarse de las mujeres, mientras en Europa quieren bajarla para desocupar plazas de empleo, y elimina la Prestación Básica Universal que expropia, a la fuerza, patrimonio que pertenece por derecho propio a los trabajadores. La seguridad jurídica es una obligación que el Estado cumple en favor de las grandes empresas, pero nunca para los simples ciudadanos.
El pacto con los gobernadores es otra muestra de esa indiferencia por la suerte de los gobernados, ya que el texto no incluye ningún objetivo de promoción social pero congela la inversión pública por cinco años, lo que presupone otro impedimento para crear empleos, desplegar obra pública y redistribuir la riqueza en términos de equidad y justicia. Todo lo que se les ocurre es el asistencialismo clientelar, corrompido por las avaricias burocráticas y las codicias de los distribuidores. A esta altura, por cierto, es cada vez más difícil distinguir las diferencias entre radicales y menemistas, pero resulta natural que Domingo Cavallo se ofrezca como vicepresidente, al lado de Fernando de la Rúa, o que operadores de Menem expliquen a quien quiera oírlos que, para beneficio de la relación con los mercados, lo que hace falta es un segundo Pacto de Olivos, mientras disminuye el volumen de quejas en el oficialismo contra cualquiera de esas posibilidades. Sólo falta que estos capítulos se incluyan en la letra chica del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), cuya delegación llegará la próxima semana para revisar el cuaderno de deberes de la administración nacional.
¿Podrá o querrá el Congreso atender a las demandas de sus votantes? Aunque no tenga el número para hacer mayoría propia, buena parte de esa responsabilidad recae sobre el Frepaso, no sólo por los compromisos que adquirió con sus bases en la última década sino porque, además, el rumbo actual terminará por desintegrarlo en múltiples fracciones, como si regresara al sitio anterior de su formación pero con la carga adicional de haber fracasado en sus propósitos fundacionales. ¿Seguirá doblándose el radicalismo sin romperse? ¿Hasta cuándo el peronismo soportará la multipolaridad en la conducción o contendrá sus apetitos de poder? Las repercusiones de la huelga cumplida todavía no han alcanzado su apogeo, por lo menos hasta que la lectura minuciosa de sus alcances no haya sido agotada por quienes aspiran al favor popular.


 

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