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PANORAMA ECONOMICO
Por Julio Nudler

La trampa del piquete

El modelo de “comoditización” (la producción mecanizada de productos estándar) se ha impuesto a todo el país, condicionando la manera misma de pensar. Los piqueteros que cortan rutas suelen reclamar Planes Trabajar y bolsones de comida, que son dádivas vinculadas a este modelo de gran escala y exclusión masiva, que se complementa con el asistencialismo. Absurdamente, a provincianos que cortan una carretera se les provee de alimento en cajas, pero no se les ayuda para que produzcan (o vuelvan a producir) sus propios alimentos. Cada pueblo, cada municipio, debería darse un programa de seguridad alimentaria, con sus pequeños productores y su mercado local. En la Argentina, a diferencia de Brasil y con la sola excepción de los pueblos aborígenes, no hay demanda de tierras. Y no la hay porque aquí los campesinos no tienen la semilla, que es la llave de todo. Ni siquiera la tienen los que poseen su parcela. Hoy los dueños de la semilla son los pools de siembra, las multinacionales que proveen los insumos del paquete tecnológico, que incluye los transgénicos. La semilla es un insumo más, y el agricultor (que por algo ha pasado a llamarse “productor”) perdió la independencia que le daba poseer la semilla. Primero con los híbridos y luego con los transgénicos, el labriego ya no puede obtener la semilla de su propia cosecha.
Al aplacar a los piqueteros con paquetes de comida, los acostumbran a comer de la mano de los gobiernos (que ofician como intermediarios entre los grandes proveedores y los hambrientos), a tornarse cada vez más dependientes. Con lo cual cada piquete será peor que el anterior. Regalar alimentos en zonas rurales contribuye además a arruinar a los agricultores locales que aún sobreviven. Es algo similar a lo que hace el gobierno de Estados Unidos, cuando les compra a sus farmers los transgénicos que Europa rechaza y se los regala a países como Ecuador como ayuda alimentaria, enviando a la quiebra a la producción triguera de los ecuatorianos, que ahora dependen del trigo norteamericano. Esto también ha pasado con la soja. De la misma forma, aquí el modelo va dejando como única salida la violencia, la quema de cubiertas, el corte de rutas. En vez, la (re)introducción de una producción primaria local sería la base para desarrollar ulteriormente otros sectores y forjar una economía sustentable.
En torno de una vieja mesa, en una oficina perdida en un ala del château que ocupa Agricultura, cuatro miembros del Grupo de Reflexión Rural (Jorge Eduardo Rulli, Alfredo Galli, Néstor Carllinni y Mario Sánchez Proaño) van tirando estas ideas –y otras que no cabrán en esta columna– con valor ante todo testimonial: ninguna autoridad les lleva el apunte. Pero otros los escuchan. Ahora mismo están ayudando a un grupo de villeros que, convencidos de que en la gran ciudad no habrá salida para ellos ni para sus hijos, han decidido volver a la tierra.
Según el GRR, no hay una política para el pequeño productor. Cuando mucho, se le vende el mismo modelo del gran productor, lo cual equivale a condenarlo. Aquí nadie provee una tecnología adecuada para producir con veinte hectáreas, y tampoco hay mercados locales armados para que absorban esa producción, ni sellos de calidad de origen, y si los hay no están controlados y han caído en el desprestigio. Quizá la única excepción sea Misiones, donde hay autoridades que parecen haber comprendido que las soluciones hay que armarlas desde abajo y no esperar que lleguen de arriba, del BID o de Buenos Aires.
El Grupo se refiere también críticamente al presente de la agricultura ecológica u orgánica (que prescinde de agroquímicos y pone el acento en las sabias prácticas agrarias, teniendo siempre en la mira el ecosistema) porque en realidad se sumó al modelo agrario argentino, armado para la exportación de commodities. Ante todo, la agricultura ecológica existente (cuyo fuerte está en el aceite de oliva, los zumos de fruta, la miel y lascarnes pastoriles) debería hacerse para el consumo interno, y no específicamente para la exportación. Al convertirse en una agricultura de escala, que ya abarca un millón de hectáreas, se asemeja en ello a la agricultura industrial. En cambio, para el GRR, conectado al célebre aunque minoritario movimiento campesino francés que lidera José Bové, el agricultor no debe buscar la escala sino diversificar su producción, abarcando del trigo al queso, entendiendo de qué manera una especie ayuda a la otra, cómo se complementan entre sí los cultivos y cómo rotarlos eficientemente. Pero la visión de las interacciones positivas está tapada por la obsesión por la competencia, en la que el colono, que ya no entiende la tierra ni la lluvia, pelea contra enemigos cada vez más grandes y poderosos. Los que irremediablemente vencen son los “traficantes de armas”, los proveedores de herbicidas y plaguicidas, que no son otra cosa que adaptaciones, realizadas por la industria química alemana, de los gases que usaron los nazis. Esta guerra prolongada la están perdiendo cada vez más agricultores y consumidores.
La agricultura orgánica argentina, haciéndose en escala, pierde calidad y sustentabilidad al desmedrar la tierra y utilizar insumos, aunque sean no contaminantes, como los pesticidas orgánicos, algunos de los cuales deben importarse. Esa producción obtiene diplomas de calidad expedidos por certificadoras, ¿pero quién controla a las certificadoras? Hay que revivir al pequeño productor: la agricultura orgánica debe ser local, y debe ir convirtiéndose a la agricultura local en orgánica, lo cual implica a su vez defender el arraigo del agricultor, el derecho del campesino a vivir y morir en su paraje.
En cuanto al consumo interno, la agricultura ecológica apunta al consumidor pudiente. La industrial va, en cambio, al masivo, bajando permanentemente la calidad, como sucede con la harina y ahora con la carne. Un buen ejemplo es el de la papa. La producida en Balcarce, que puede costar 5 centavos el kilo y se obtiene a pura maquinaria, es en realidad papa forrajera, que los europeos importan para engordar su ganado. En cambio, los papines cultivados en Jujuy, de muy superior calidad, llegan a precios excesivos, sólo pagables por los ricos.
De igual modo, Europa por ahora compra la producción sojera argentina, que es transgénica en su totalidad, pero sólo para alimentar ganado, y crece el peligro de que en pocos años desvíen su demanda a Brasil, que sigue teniendo una alta proporción de soja natural. Según el GRR, varias transnacionales lograron transgenizar la producción argentina mediante una hábil política de precios, proveyendo la semilla a muy bajo costo y también el herbicida asociado, como el Round Up de Monsanto, que acá, curiosamente, resulta mucho más barato que en Estados Unidos. Todo esto volcó la ecuación de costos en contra de la soja natural, que además requiere más trabajo. De todos modos, eliminar las malezas está requiriendo cada vez más pasadas de Round Up, e incluso el agregado de otros agrotóxicos, con lo cual los costos están subiendo. Hoy se están insumiendo 80 millones de litros de ese herbicida por campaña (a razón de 10 litros por hectárea cultivada) sin que ningún organismo estatal estudie el impacto ambiental.
El INTA, según los cuatro interlocutores del GRR, trabaja para las transnacionales. Sería mucho más honesto –dicen– que lo mantengan ellas, en lugar del Presupuesto nacional. De todas formas, con la plata del Estado sólo paga los sueldos, la luz y algo más. Por ende, el Instituto termina ofreciendo su capacidad tecnológica al mejor postor. Para poder investigar debe celebrar convenios con quienes están dispuestos a poner dinero, y los que lo ponen son quienes dictan las líneas de investigación. Así, el INTA es un cascarón que encubre la falta de una política oficial.
¿Qué ha hecho el INTA en el Chaco? Toda la genética de los algodones que había seleccionado durante veinte años se la vendieron a GenéticaMandiyú, que pertenece a Monsanto, asegura Rulli. Esto ocurrió en 1999. A principios de este año, todos esos funcionarios del INTA se acogieron al retiro voluntario. El Estado les pagó para que se fueran. Ahora, esos mismos son todos ejecutivos de Genética Mandiyú. Y aunque al frente del Instituto hay un hombre del Frepaso, no los denunció, pese a que, según el Convenio de Diversidad Biológica, esos patrimonios genéticos le pertenecen al pueblo argentino. El INTA –denuncia Rulli– se cree el dueño, y ha firmado un convenio con la Universidad de Arizona por las plantas medicinales de Río Negro, hecho por el cual lo denunció la provincia.


 

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