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PANORAMA ECONOMICO
Por Julio Nudler

Hoy el blindaje, mañana

Desdolarizar primero. Devaluar el peso acto seguido. Y dolarizar todo sin demora, aboliendo el peso. Este es el esqueleto del plan Triple D, que Página/12 reveló someramente el miércoles último y consiste en una extensión del plan D + D, que este diario diera a conocer meses atrás. No se trata, en el fondo, de una supresión de la Convertibilidad, ya que la dolarización implica su consumación, así como el comunismo es la etapa superior del socialismo. O, como lo expresa el consultor Gabriel Rubinstein, “dolarización es la parte faltante de la Convertibilidad”. Pero el problema de dolarizar sin rodeo previo es que la Convertibilidad, como Dorian Gray, vería de pronto su verdadero retrato en el espejo, con sus deformados precios relativos. Fue por ello que se creyó necesario anteponerle a la dolarización una devaluación, que serviría para bajar (en dólares) algunos precios de la economía, y particularmente los salarios (tratándose de los sueldos del sector público, ello reduciría drásticamente el déficit fiscal). Sería una manera de encarecer las importaciones y volver más competitivas las exportaciones, como hicieron tantos países, Brasil inclusive, en los últimos años.
Pero este ardid podía conducir a la quiebra de los bancos, que se manejan masivamente en los llamados argendólares. En el sistema financiero local hay depósitos en dólares por 50 mil millones, los cuales, deducidos los encajes y agregadas las líneas de crédito externas tomadas por los bancos y las Obligaciones Negociables colocadas por éstos en los mercados, les permiten tener otorgados préstamos en dólares, a particulares (hipotecas) y empresas, por unos 56 mil millones. En caso de una devaluación del peso, la banca se encontraría con un compromiso inamovible en dólares ante sus depositantes, pero con grandes dificultades de recuperar sus créditos en esa moneda, ya que buena parte de sus deudores (personas físicas y empresas volcadas al mercado interno), que reciben ingresos en pesos, se tornarían insolventes.
Aquí surge el artilugio de la desdolarización como forma de parcial repudio: todos los depósitos en dólares serían convertidos compulsivamente a pesos y éstos, devaluados inmediatamente en equis porcentaje. Suponiendo un 50 por ciento de devaluación, el dólar pasaría a valer 2 pesos. Por ende, al implantarse la subsiguiente dolarización general, quien poseía un plazo fijo de U$S 40.000 pasaría a tener un certificado por sólo 20 mil. Gracias a esa confiscación, similar en cierto modo a la del Plan Bónex de hace ya casi once años, el Gobierno salvaría a los bancos. Esto le daría margen para obligarlos a ofrecer quitas y reprogramaciones a parte o todos sus deudores en dólares.
Quienes estén endeudados en esta moneda, pero ante acreedores del exterior, no podrían contar con indulgencia alguna. Tratándose de empresas exportadoras (como Siderca o Aluar), el problema no sería tan grave porque parte de sus ingresos los obtienen en dólares. Tampoco habría que preocuparse por las multinacionales. Pero el Estado argentino se encontraría con que los servicios de la deuda pública externa devorarían una porción todavía más sustancial de sus recursos (hoy casi 25 por ciento). En síntesis, iría aún menos dinero para los empleados y aún más para los acreedores. Una incógnita crucial para la eventual situación del fisco es el impacto de la Triple D sobre dos variables clave. Una es la inflación: si hubiese un alza de los precios en dólares, crecería la recaudación. Otra es la coyuntura: si sobreviniera una depresión, la recaudación caería.
Para Mercedes Marcó del Pont, de FIDE, si la desdolarización fuera el vehículo para lograr una rebaja en las tarifas hasta hoy dolarizadas de los servicios públicos, ello atenuaría el impacto regresivo (por la poda salarial) de toda devaluación. Pero advierte que el Estado, a diferencia de lo que hizo en 1982, no debería asumir responsabilidad alguna respecto de la deuda externa del sector privado (aquella vez le brindó un seguro de cambio). De hecho, y a partir de la devaluación, incluso pensando con lalógica de la Convertibilidad, el Banco Central se encontraría con reservas en amplio exceso (dado que cada dólar equivaldría a más de un peso). Ese excedente podría usarlo para otorgar redescuentos a los bancos, destinados a que éstos liberen a determinados deudores en dólares de los efectos de la devaluación. Ni siquiera la dolarización eliminaría esta posibilidad, ya que la devaluación le permitiría al BCRA convertir todo el circulante en pesos usando sólo parte de sus reservas.
Marcó del Pont también espera que tras la devaluación baje la tasa de interés, aunque resulte paradójico, porque la Argentina empezaría a desembarazarse de la actual desconfianza cambiaria (las dudas de que pueda seguir sosteniendo el 1 a 1), fuerte componente del riesgo-país, y reduciría su dependencia del crédito externo, que la obliga a mantener tasas altas para atraer capitales. En la visión de FIDE, en lugar de pedirle al Fondo un blindaje para perpetuar la Convertibilidad, la Argentina debería obtener ese paraguas para facilitar un cambio de régimen. Ello permitiría aplicar todo un paquete de política económica: quitarles presión a las tasas, gracias a un Estado que dejara de acaparar la capacidad prestable interna, que asegurara la refinanciación de pasivos, que bajara aranceles de importación para frenar el encarecimiento en dólares de ciertos insumos oligopolizados, que aplicara propuestas como la de la CTA (un seguro de empleo y formación para jefes de hogar desocupados) y que eliminara las exenciones en el impuesto a las Ganancias.
No pocos vinculan a Domingo Cavallo con el plan Triple D por similitudes que guarda con el aplicado en Ecuador, país asesorado por la Fundación Mediterránea, aunque voceros cavallistas desvían la fuente de la iniciativa hacia el CEMA (Carlos Rodríguez, Roque Fernández, Pedro Pou): “Esos creen que el problema del país es que los salarios son muy altos en dólares”. Pero, en el fondo, aunque juren que el cordobés no está pensando en nada semejante, sino en cómo atraer capitales y abrir nuevas oportunidades de inversión (destapando, por ejemplo, las fuentes ocultas de renta), sugieren al mismo tiempo lo obvio: que aplicar un plan como el Triple D exige un gobierno muy fuerte detrás, mientras que el de la Alianza es “una bolsa de gatos”.
Así como Cavallo observó pacientemente desde la Cancillería, durante un año y medio, cómo se desangraban sucesivos ministros de Economía, desde los BB hasta Erman González, hasta estar seguro de la absoluta decisión política de Carlos Menem, hoy, con Fernando de la Rúa en la Rosada, no cree en la viabilidad práctica de un esquema tan ambicioso. ¿Esperará que la fruta madure? Con o sin Cavallo, la pregunta es la misma: aunque diversos economistas están garabateando variantes con dos o tres D para cuando el parche del blindaje se agote, nadie le ve a De la Rúa por ahora el puño político necesario para semejante golpe de timón.


 

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