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el Kiosco de Página/12

Felicidad de los museos
Por Rodrigo Fresán desde Nueva York

UNO Supongo que las infancias pueden dividirse entre las que disfrutan el estatismo del se mira y no se toca de los templos del arte, y la ciencia o el alarido hiperkinético de parques y paseos y pelotas. Mi primer museo –el primer museo que recuerdo– es el edificio rosado de Bellas Artes y, después, los esqueletos antediluvianos de La Plata. Sí, me gustaban los museos y los museos me gustan cada vez más. Los museos –a medida que crecemos, que pasan los años, que volvemos a empequeñecernos– nos ofrecen la piedad de lo eterno, la amplitud del pasado como refugio de un futuro cada vez más breve. Los museos prolongan nuestro presente y ahí adentro el tiempo se detiene y jugamos un poco a ser más o menos inmortales. ¿Qué hora es? Las tres gracias y siete picassos.

DOS Este viaje a Nueva York toca museos. Pasearse por pasillos, subir y bajar escaleras, ver de cerca y mirar de lejos. Cuadros y esculturas y paseantes que –por un rato– se convierten en parte inseparable de lo que se expone o, tal vez, el síndrome de abstinencia presidencial los lanza en masa a la búsqueda de lo estable, lo catalogado. Así, los aspirantes a modelos que se desplazan por la pasarela curva que el Guggenheim le regaló a Armani y, en una habitación, el feto-maqueta del nuevo y tercer Guggenheim que el arquitecto Frank “Bilbao” Ghery alzará al sur de esta isla con 850 millones de dólares, piedra, titanio y cristal. El público siempre East Side del Whitney jugando a máquina del tiempo con el recorrido total por la obra de Edward Steichen. La foto de las gemelas de Dianne Arbus en la muestra colectiva Open Ends en el MoMa en proceso de remodelación. Warhol en el Guggenheim del SoHo. La feliz sorpresa de doblar un pasillo y encontrarse con “La montaña” de Balthus en una exposición temporal del Metropolitan. Afuera, claro, hay toda una ciudad museo que uno ha ido construyendo a lo largo de sucesivos viajes que van componiendo, sin prisa y sin pausa, la exposición de vidas que comenzaron siendo muestras de lo último para ir pareciéndose cada vez más a retrospectivas.

TRES Las galerías de Manhattan –las galerías importantes con artistas importantes– se parecen cada vez más a museos. Puestas en escena trascendentes para disimular la realidad de lo pasajero. Así, los homenajes a Damien Hirst, Cindy Sherman y Yoko Ono producen la inquietante impresión de buscar refugio en la postura de sacar pecho y mostrar los dientes. Vanguardistas, sí, pero con los huevos y las tetas bien puestas. David con ganas inconfesables de ser Goliat. Ahí, entonces, descubrimos que –aunque nos duela un poco– somos más galería que museo porque, con suerte, nos ascienden de rango una vez que nos cuelgan en las paredes de la memoria de los otros de las que, a veces, nos roban y nos desaparecen para siempre.

CUATRO Pensar en la muerte en los museos no deja de ser una buena manera y un buen lugar para adentrarnos en esas reflexiones acordonadas de alarmas sensibles. Pensar en el final comprando postales, hojeando catálogos, bebiendo un capuccino lento frente a un Hopper o de espaldas a un Pollock. Pensar en que falta un poco menos para que nos presten o nos donen –daigual– a ese museo donde siempre es domingo y donde nunca te cobran entrada porque ya no hay salida y es hora de cerrar y afuera hace tanto, tanto frío.


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