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Vivir y morir en el feudo de George W.

Texas es un Estado de hombres duros, mujeres dóciles, negocios rápidos, pena de muerte, gatillo fácil, petróleo, cowboys, contaminación, antiplanificación urbana e industrias de high-tech. También es el feudo del presidente electo de EE.UU. Aquí, un relato de viaje por Bushlandia.

Olor: �Todavía en los años ochenta, mucha gente de Houston te invitaba a olfatear el viento procedente de las refinerías y decía con satisfacción: `Este es el olor del dinero��.

Por Javier Valenzuela
Desde Texas

Si en vez de notas hubiera tomado fotos, este reportaje sobre Texas sería una sucesión de miradas directas a la cámara. En los polvorientos caminos de Waco, cuando, al volante de un coche alquilado, me perdí buscando el rancho de los davidianos, un abuelo sarmentoso bajó de la camioneta a la que yo había hecho señas para que se detuviera y, cargando en las manos un rifle Browning BL-22, me incrustó en los ojos una mirada que no era amenazadora, sino celeste, límpida y serena. El abuelo con el fusil en las manos preguntó con parquedad: “¿Necesita ayuda?”.

De un mundo a otro

Tardaré en olvidarme de aquella mirada y de muchas otras. En El Paso, donde el río Grande se convierte en un sucio hilo de agua, David Jackson se quitó las gafas ahumadas Sun Speed, las guardó en el bolsillo de la camisa de su uniforme de jefe de la Border Patrol, reposó su mano derecha en la pistolera, donde llevaba una Beretta del calibre 40, y, mirándome con infinito cansancio desde el azul de sus ojos, reflexionó: “Si yo estuviera del otro lado, también intentaría cruzar”. Y en su estudio de San Antonio, el publicista Lionel Sosa, que llevaba bolígrafos y plumas en vez de armas, me penetró con sus ojillos oscuros y chispeantes cuando dijo: “A los 12 años decidí que no quería aceptar mi destino de mexicano pobre, decidí que quería ser millonario”.
Pero si, en vez de notas, yo hubiera grabado música, este reportaje sonaría como Mis héroes siempre han sido cowboys, la canción de Willie Nelson. Emplearía su lacónico estilo vocal y su fluido rasgueo de guitarra para hablar de hombres duros y simples, mujeres bravas y hermosas, leyes escasas y severas, inmensas oportunidades, cielos velazqueños y tierras secas y erosionadas como el rostro del actor Tommy Lee Jones. Y si los olores pudieran transmitirse a través del papel, este reportaje tendría los tufos entremezclados de la cerveza Colt 45 derramada en la barra de madera de una cantina de Waco, la carne de vaca achicharrándose en una barbacoa de Austin y el humo de las refinerías petroleras que asfixian Houston.
Texas no es de esos lugares cuya esencia es difícil de captar, lugares que cuanto más los conocés, más se te escapan. Al contrario, es como las miradas de sus gentes, las canciones de Willie Nelson y sus fuertes olores: directo, traslúcido y penetrante. He aquí un sitio que no tiene nada que ocultar, que te da de inmediato lo que vas buscando. En un restaurante de la ribera del río San Antonio, Bob Rivard, el director del diario local, lo resumió en una perfecta fórmula periodística: “Texas es la frontera, y sus habitantes creen que éste es el último Estado que mantiene el espíritu de la verdadera América”. Texas es en El Paso la frontera entre un país insolentemente rico como Estados Unidos y otro que lucha por despegar de la pobreza como México, y en el Space Center de Houston, la frontera entre la Tierra y la Luna. Entre uno y otro extremo, Tejas mantiene el hálito del Salvaje Oeste: un individualismo a ultranza que rechaza las intromisiones del Gobierno, una callosidad de revólver atemperada por una dulzura de vivir meridional, una neta separación de roles tradicionales masculinos y femeninos, y una gran posibilidad de triunfo a partir de la nada. Uno puede discrepar mucho de lo que dijo su gobernador, George Bush, durante su batalla por la Casa Blanca, pero es estúpido discutirle la veracidad de este pronunciamiento: “Texas es una tierra donde los grandes sueños se hacen realidad”.
Con 692.400 kilómetros cuadrados de extensión y 1.500 kilómetros de distancia entre sus dos extremos más alejados, Texas es enorme, más grande que muchas naciones del planeta. Habitado por 20 millones de almas, un cuarto de ellas de raigambre hispana, dispone aún de mucho espacio, lo que se refleja en que incluso en Houston el suelo y la vivienda son baratos con relación a la media estadounidense. Pero los texanos tienen unairresistible tendencia a no compararse con el resto de los Estados norteamericanos, sino con el mundo. En mi viaje escuché una y otra vez fórmulas como “el quinto productor mundial del petróleo” o “la décima economía del planeta”.

La Oleogarquía

A los texanos les gustan tanto los superlativos, que tuve la impresión de que mucha gente en Houston es feliz con el hecho de que su ciudad haya desbancado a Los Angeles como la primera metrópoli estadounidense en contaminación atmosférica. En 1999 hubo 38 días en que los niveles de smog de Houston superaron el nivel declarado peligroso para la salud humana por las autoridades federales de la Agencia de Protección del Medio Ambiente. En el otoño electoral, los enemigos de Bush utilizaron este dato como símbolo del fracaso de la política medioambiental del gobernador de Texas, si es que su actitud de no poner el menor freno a las industrias contaminantes, y en particular la petrolera, puede calificarse de política.
Circulando por la ruta 225 en dirección al norte, hay un momento en que, desde lo alto de un nudo de autopistas, uno ve a la derecha los rascacielos diseñados por I.M. Pei y Philip Johnson en el centro de Houston, y a la izquierda, las humeantes chimeneas de la zona conocida como Pasadena, donde se levantan las refinerías de Mobil, Crown, Shell, Lyonde-Citgo y otras petroleras. Es un paisaje de película de Mad Max: panzudos tanques de combustible, mecanos ensortijados y chimeneas que vomitan densas columnas de humo blanco o apocalípticas lenguas de fuego. El olor es ácido, picante, insoportable. “Olor de la pólvora de los cohetes que truenan”, dijo Wilmer Andrade, el taxista que me había acercado allí. Andrade, inmigrante hondureño, me dio un nuevo dato que incluir en el capítulo de los despropósitos estadounidenses: Pasadena, donde no está prohibido contaminar, es un distrito seco, o sea que allí se castigan severamente la venta y el consumo público de alcohol.
Casi la mitad de la capacidad petroquímica de los Estados Unidos está concentrada en Houston, y se nota en la obscena exhibición de riqueza de esta ciudad de más de cuatro millones de almas, la más poblada del Estado y la cuarta de Estados Unidos. Si no fuera por una artificialidad obvia, sus flamantes rascacielos de cristal y acero, lujosos museos de arte contemporáneo y surtidos restaurantes étnicos superarían los de Nueva York, Chicago y San Francisco; por no hablar de su parque automovilístico, con un extraordinario porcentaje de Mercedes, BMW y Jaguar, los caballos pura-sangre de los nuevos cowboys. Descubierto en 1894, el oro negro sustituyó como primera fuente de riqueza tejana al ganado vacuno longhorn, aquellas reses de cuernos separados y descomunales que los vaqueros conducían a través de cientos de kilómetros. Con la película Gigante, interpretada en 1956 por James Dean y Elizabeth Taylor, Hollywood, que ya había hecho lo mismo con el cowboy en decenas de producciones, fijó en el folklore norteamericano el mito texano del petrolero.
“Todavía en los años ochenta, mucha gente de Houston te invitaba a olfatear el viento procedente de las refinerías y decía con satisfacción: `Este es el olor del dinero’”, me contó Surpik Angelini, directora de TransArt, una fundación privada de Houston consagrada a las relaciones entre el arte y la antropología. “Ahora –prosiguió– empieza a haber inquietud por la contaminación, pero la ciudad sigue regida por los dueños de los pozos y las refinerías, lo que yo llamo oleogarquía. Su filosofía es que las autoridades no deben inmiscuirse en los negocios, lo que explica también la incongruencia urbanística de Houston, la más disparatada de Estados Unidos”. Planificación urbana es una palabra tan ajena al vocabulario de Houston como piedad para los condenados a muerte al del gobernador Bush. Joven –poco fue construido antes de los años sesenta–, abierta, inmensa –en su término municipal caben Chicago,Filadelfia, Baltimore y Detroit– y destartalada, la capital petrolera está orgullosa de lo que llama “Houston Size”, el tamaño de Houston. Olivia Tallet, corresponsal de EFE en la ciudad, lo sintetizó así: “Pedís una ensalada y te sirven un jardín”.

De la muerte a la vida

Yo me había instalado en un hotel de Medical Center que me deprimía porque cada cuarto de hora salían de su puerta, en dirección a los múltiples hospitales de la zona, autobuses cargados con enfermos terminales de todo el mundo. Ese sentimiento había sido agudizado por una de mis excursiones fuera de la ciudad, una visita al gulag de Huntsville, a unos 100 kilómetros al norte. El día que fui a Huntsville, Ricky McGinn, violador y asesino de una chica de 12 años, se convirtió en el 145º preso ejecutado allí en los seis años de gobierno de Bush.
Con 12.000 reclusos en sus diversas prisiones, Huntsville vive de la privación de libertad y de la pena capital, y nadie lo oculta. La prisión donde el verdugo se hizo cargo de McGinn está en pleno centro, como lo está el Tejas Prision Museum, que exhibe los detritus del principal complejo carcelario de Estados Unidos. Su principal atracción es la siniestra Old Sparky, la silla eléctrica en la que fueron carbonizados 361 condenados hasta que Tejas incorporó el método de la inyección letal.
Así que comenzaba a pensar que Houston no sólo es desangelada, sino también desalmada, cuando Surpik Angelini me descubrió su vida underground, la de una ciudad multirracial y ya instalada en el siglo XXI. Una noche recorrimos West End, su barrio bohemio, empezando por una casa de Malone Street enteramente cubierta por latas de cerveza. Esa, contó Angelini, fue la predecesora de las llamadas “casas de metal” de West End, viviendas unifamiliares de muros de zinc habitadas por artistas, profesionales y jóvenes millonarios de las pujantes industrias informáticas de un Estado que también es la patria de Texas Instruments y Dell Computers. Sombreada por robles, la más llamativa era una pagoda metálica de Feagan Street, donde acampaba una comuna de gente de teatro. El terreno había sido cedido a la comuna por un prominente abogado mafioso.
Fuimos luego al centro, que, como tantos en Estados Unidos, era por la noche una desolación de aparcamientos y centelleantes y vacíos edificios de oficinas. Pero allí, en el 314 de Main Street, palpitaba Notsuh, el local de Jim Pirttle, el animador de la escena alternativa de Houston. Notsuh es un antiguo gran almacén popular convertido en bar, galería de arte y redacción del semanario Houston’s Other. Me recibieron una veintena de tipos de todas las razas que hacían sonar tambores cubanos, lo que no parecía perturbar a otra gente que jugaba al ajedrez. Y con hospitalidad meridional, Pirttle me hizo visitar las dos plantas del local y hasta subirme al tejado. Allí dijo: “En esta ciudad sin historia y sin monumentos, todo es posible. Hay quien dice que Houston es la ciudad posmoderna por excelencia, otros citan su Funeral Museum y dicen que es la verdadera capital del surrealismo, y usted puede decir lo que quiera, que nadie le va a contradecir”.
“On the road again”, como reza la canción de Willie Nelson, la curtida estrella del country texano, del que se cuenta que prefiere dormir en su autobús aunque esté estacionado delante de un hotel de cinco estrellas donde tiene reservada una lujosa suite. De nuevo en el camino, volando hacia San Antonio con South West, lo que ya es una aventura. En esta compañía, la tarjeta de embarque no garantiza asiento fijo, las azafatas van en pantalones cortos, los pilotos emiten aullidos de rodeo cuando aterrizan y, hace poco, la tripulación y el pasaje de uno de sus vuelos mataron a palos a un viajero que se había puesto nervioso.

Valores latinos

Texas, donde el 60 por ciento de los hogares disponen de un arma de fuego, es un bastión de ese Estados Unidos de la Biblia y el fusil que pone los pelos de punta a los europeos, y también a muchos norteamericanos de Nueva York y California. Como la estrella solitaria de su bandera, esta tierra es egoísta, rechaza la mayoría de las leyes dictadas por el hombre y sólo acepta las de Dios, sobre todo la del ojo por ojo y diente por diente. Con el espíritu de pocos impuestos, mano ancha para los negocios, horca para los cuatreros y espaldarazo viril para los amigos.
“El texano no espera que el Gobierno le resuelva sus problemas, los soluciona el mismo”, me dijo Lionel Sosa en su estudio de San Antonio, una antigua fábrica de pepinillos reconvertida a la alta tecnología. A los 61 años de edad, Sosa es el principal publicista hispano de Estados Unidos y un amigo íntimo del gobernador de Texas. Su agencia realizó los anuncios en castellano de la campaña del candidato presidencial republicano, subrayando que comparte con los latinos “los valores del trabajo, la familia y la religión”. De pelo corto y blanco como la nieve, ojos negros y vivaces tras unas gafas de ligero diseño italiano, rostro delgado y levemente picado de viruelas y movimientos elegantes de unas manos de pianista, Sosa me confirmó la veracidad de una historia que me habían contado sobre cómo decidió ser millonario.
“Era el año 1952 y mi padre, que trabajaba en una lavandería, acababa de traer a nuestra casa de San Antonio el primer televisor –dijo–. Lo encendimos y apareció la convención republicana, que elegía como candidato a la presidencia al general Eisenhower, un texano. Mi padre dijo: `Lionel, nosotros no podemos votar por Ike, nosotros somos pobres y los republicanos son el partido de los ricos. Nosotros siempre votaremos por los demócratas, que son el partido de los pobres’. Yo le dije: `Es que yo no quiero ser pobre, yo quiero ser rico y votar republicano’. Y con esa idea me lancé a la vida”.
Durante más de un siglo y medio, los mexicanos de San Antonio, más de la mitad de su millón de habitantes actuales, han vivido acobardados por el grito de guerra “Recordad El Alamo”. “Mi padres y mis abuelos –rememoró Sosa– tenían mentalidad de derrotados. No se les caían de la boca expresiones como `Mande usted’, `Para servirle’ y `Con su permiso’. Me decían: `Tenle mucho respeto a ese señor, que es americano’. `Pero ¡qué carajo!’, les respondía yo, `nosotros también somos americanos; nosotros también debemos decir: yo puedo, yo voy a ganar, yo voy a ser multimillonario’. Esos son los valores que Bush propone a los latinos, los valores del héroe americano de Texas”.
En Waco volví a visitar –ya había estado allí en 1998– Mount Carmel, el que fue rancho de la secta apocalíptica de los davidianos. Protagonizando un nuevo Alamo, los davidianos y su líder David Koresh resistieron a mano armada durante 51 días de 1993 el cerco de las fuerzas federales del FBI, que terminaron asaltando el lugar a sangre y fuego, con el resultado de 82 muertos. Mount Carmel volvió a entristecerme e inquietarme: sus calcinadas ruinas constituyen un lugar de peregrinación de esa constelación ultraderechista de sectas, iglesias, milicias y grupos de discusión en Internet que se prepara en Estados Unidos para librar la batalla final de Armagedón.

En la frontera

A lo largo de cientos de kilómetros, el río Grande separa Texas de los Estados mexicanos de Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas. Es lo que todo el mundo llama aquí, con una fórmula española, la frontera. En 1598, el vasco Juan de Oñate, que venía de México en busca de las Siete Ciudades de Cibola y la Gran Quivira, encontró un lugar para atravesar sin problemas la corriente de agua, y sin complicarse la vida, lo llamó El Paso del Río del Norte. Con 650.000 habitantes, la mayoría hispanos, El Paso es hoy la cuarta ciudad más grande de Tejas y el incandescente punto de atracción y repulsión entre dos universos tan distintos como Estados Unidos y México. Recorrí la frontera con el jefe de los 325 agentes de la Border Patrol de El Paso, David Jackson, al que sus hombres llamaban Baba Jackson. Trabajaba en la patrulla fronteriza desde 1971 y estaba a seis meses de la jubilación. Era un tipo de pelo y mostacho entrecanos, rostro sanguíneo y una gran panza. Su uniforme era verde oliva, y su pistola, una Beretta. Mascaba chicle mientras facilitaba datos con eficacia estadounidense. “Hace pocos años –dijo–, arrestábamos en El Paso hasta 1.000 inmigrantes ilegales al día; ahora son unos 80, la mayoría mexicanos, pero también hondureños, salvadoreños y hasta polacos que aterrizan en Ciudad Juárez y se vienen para aquí. Y es que hemos cambiadonuestra táctica, ahora mantenemos las posiciones, intentamos impedir que entre nadie, y por eso el flujo se está desplazando a Arizona”.
Nos detuvimos en un punto situado a un par de kilómetros de los puentes internacionales que aíslan y comunican las ciudades mellizas de El Paso y Ciudad Juárez. El río Grande no hacía allí honor a su nombre. Atravesar su medio metro de profundidad y 30 metros de ancho era casi juego de niños. El sol comenzaba a ponerse, coloreando aún más el rostro de Jackson, que se quitó las gafas de sol, me miró con ojos muy cansados y dijo: “Este es un trabajo duro. Sabemos que nos enfrentamos a pobre gente que sólo quiere ganar aquí el pan de sus familias. Si yo estuviera del otro lado, también intentaría cruzar. Pero la ley es la ley, y la ley dice que Estados Unidos no puede albergar a todos los pobres del mundo”.
Ni siquiera en ese punto tan fácil de cruzar tenían los estadounidenses levantada una muralla china. Aparentemente, el único obstáculo hasta la cercana autopista era una tela metálica de dos metros de altura, sin púas y muy remendada. Pero Jackson señaló enseguida el gran arma estadounidense en su nueva política de mantenimiento de posiciones: las cámaras de televisión y rayos infrarrojos que puntuaban la orilla septentrional de río Grande. Jackson me llevó luego al cuartel general de la border Patrol, en cuyas celdas intentaban hacerse invisibles media docena de latinoamericanos recién capturados, y me mostró la sala donde se controlaban las 29 cámaras de la zona de El Paso. Ya se había hecho de noche y los infrarrojos revelaban su diabólica eficacia. Funcionarios paralíticos escrutaban pantallas en las que el calor de los cuerpos dibujaba nítidamente las figuras de animales y personas. Aquello eran unas ratas; el bulto de más allá, un coyote, y aquello... sí, aquello era un hombre cruzando el río desde México. Desde la radio, Jackson ordenó que una patrulla motorizada se hiciera cargo del ilegal.
Recordé esa noche la visita de días atrás al Johnson Space Center de Houston. El Paso y Houston, dos extremos de Tejas y no sólo geográficos, dos confines bien distintos. Los guías del Space Center, el complejo donde se entrenan los astronautas de la NASA y desde donde se guían sus misiones espaciales, relataban con orgullo que Houston fue la primera palabra pronunciada desde la Luna por un ser humano. “Houston, aquí Tranquility Base. El Eagle ha aterrizado”, dijo en 1969 Neil Armstrong, el comandante de Apolo XI. Y desde múltiples pantallas aparecía en blanco y negro el presidente Kennedy proclamando en la visita que realizó al Space Center poco antes de su asesinato: “El que fue el más lejano puesto de avanzada de la vieja frontera del Oeste será ahora la más lejana avanzadilla en la nueva frontera de la ciencia y del espacio”.

El cruce

Pero Texas sigue siendo en El Paso una zona limítrofe como la humanidad lleva conociéndola desde hace milenios. Zona de cruce entre ricos y pobres, de contrabando de drogas y mercancías, de exportación de capitales e importación de trabajadores, zona abigarrada, canalla y violenta. Conocí a Agustín Guerrero en El Tiradero, el mercado popular de El Paseo, que no tiene nada de mall estadounidense y sí mucho de mercado callejero árabe o latinoamericano. Guerrero, un ilegal que vivía en la colonia de Sparks Addition, el Gaza tejano, había estado el día anterior cosechando chile en una plantación y hoy vendía camisetas en el puesto de un amigo. Podía sacarse 30 dólares al día, una fortuna en el otro lado, en la buñuelesca Ciudad Juárez.
Charlamos de esto y aquello y fuimos luego a refrescarnos a la cantina Popos, donde, muy a la mexicana, todos los parroquianos eran varones. Un letrero rezaba: “Aviso de felonía. Cargar armas aquí, con o sin licencia, es una felonía, con una pena mínima de 10 años de cárcel y una multa de hasta 10.000 dólares”. Sonaba una canción de Los Tigres del Norte que decía: “Mañana salgo, voy de regreso a nuestro país. Dime qué quieres a tus papás mandarles decir. No les dirás que soy cautivo en esta prisión.Diles que, cuando menos lo piensen, yo voy a ir. Tal vez con esa mentira les resulte más fácil vivir”. Guerrero, que andaba por los 30 años, suspiró y dijo: “Las cosas van mal, pero ahora mejorarán”. Salté de inmediato: “¿Ahora, por el nuevo presidente?” “No, hombre, por el presidente no –replicó mirándome por primera vez a los ojos y con fulgores de risa–. Porque hará más fresquito”.

De El País de Madrid, especial para Página/12.

 

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