Por 
          Juan Pablo Bermudez
        Todo 
          hecho tiene su historia. Todo, absolutamente todo empieza por algún 
          lado, tanto porque los momentos históricos y sociales lo requieren 
          como por la idea de alguien. Hay veces en las que son seres casi anónimos 
          los que construyen (y reconstruyen) la historia con el fin de legar 
          a las futuras generaciones la verdad sobre lo que pasó años 
          ha. Y precisamente son esas historias, las de gente como ésa, 
          las que merecen ser contadas.
          La Argentina tiene detrás de sí, en el pasado reciente, 
          una de las peores historias desde su creación. La dictadura militar, 
          que arrasó con decenas de miles de vidas de la manera más 
          perversa posible, utilizando el terror como el arma más poderosa, 
          creyó que el crimen perfecto existía, y que nadie podría 
          juzgarla sencillamente porque no tendrían con qué. Pero 
          no fue así. Tal vez por la necesidad de buscar justicia, tal 
          vez porque la historia merece que se busque y se encuentre la verdad, 
          un grupo de personas trabaja, utilizando la antropología y la 
          arqueología como herramienta, para que todo se sepa. 
        La 
          antropología forense
           Cuentan que a fines de la década del 30, un agente del FBI 
          miró por la ventana de su oficina en Washington y pensó 
          que tal vez enfrente, en el Smithsonian Institute, podrían orientarlo 
          sobre qué hacer cuando encontraban restos óseos sin identificar. 
          
          Este anónimo agente federal se encontró con un médico 
          antropólogo, Wilton Krogmen, que había publicado una guía 
          sobre cómo analizar estos restos, de modo que un nuevo punto 
          de vista se abrió ante sus ojos. E intuyó inmediatamente 
          que era mucho lo que se podía hacer, y que la ciencia podía 
          aportar bastante más de lo que él mismo creía. 
          Cruzó la calle para volver a su oficina feliz por el descubrimiento: 
          había encontrado lo que buscaba.
          A partir de ahí las agencias de seguridad empezaron poco a poco 
          a utilizar antropólogos en sus investigaciones. Al principio 
          fue una cosa aleatoria, casi como probando las posibilidades. Hasta 
          que en 1945, luego de la Segunda Guerra Mundial y merced a los muchos 
          soldados norteamericanos muertos que habían quedado sin identificar, 
          Estados Unidos estableció un laboratorio de investigaciones en 
          Japón y en Hawai para analizar los esqueletos. Después 
          de décadas de trabajo, en 1972 la Academia Americana de Ciencias 
          Forenses reconoció a la Antropología Forense como una 
          verdadera disciplina. 
          Sin embargo, hubo que esperar muchos años para su aplicación 
          por estos lados. Recién en 1984, con la llegada de un prestigioso 
          antropólogo norteamericano a la Argentina, se abrió este 
          campo para trabajar sobre casos de violaciones a los derechos humanos. 
          
        La 
          necesidad de buscar
          En 1984, una de las primeras cosas que se empezaron a hacer en Argentina 
          a partir de los trabajos de la Comisión Nacional sobre Desaparición 
          de Personas (Conadep) fueron exhumaciones en todos los cementerios del 
          país. Se presumía que en muchos de ellos podían 
          estar enterrados los cuerpos de personas desaparecidas sin identificar. 
          Al principio se les llamaban (con dudoso sentido periodístico) 
          el show del horror, porque se realizaban sin ningún 
          tipo de metodología científica, con palas mecánicas 
          que destruían las evidencias que podrían ser útiles. 
          
          Era necesario cambiar el sistema. Ese mismo año, representantes 
          de la Conadep y de Abuelas de Plaza de Mayo viajaron a Estados Unidos 
          para sabersi había algún método científico 
          que permitiera establecer el vínculo sanguíneo entre los 
          niños desaparecidos y sus abuelos. Y llegaron a la Asociación 
          Americana para el Avance de la Ciencia, una de las instituciones más 
          prestigiosas y que cuenta con un departamento de derechos humanos. 
          Como primera medida, los norteamericanos mandaron a Argentina una delegación 
          de siete científicos forenses de distintas disciplinas. Unos 
          ayudaron a establecer el banco de datos genéticos (que aún 
          trabaja en el hospital Durán); por otra parte, un antropólogo 
          forense norteamericano, Clyde Snow, cuya especialidad era el análisis 
          de restos óseos para su identificación, pidió ayuda 
          al gobierno para armar un equipo de profesionales. Como no tuvo una 
          respuesta muy clara, decidió hacer el primer trabajo con estudiantes 
          de medicina, de antropología y de arqueología. La historia 
          se estaba gestando.
        Al 
          servicio de la historia
          Finalmente, en 1986 se creó el Equipo Argentino de Antropología 
          Forense (EAAF), el grupo de antropólogos reunidos originalmente 
          por Snow, que decidió dedicarse a esta rama novedosa de la ciencia 
          y que permitió la recuperación del pasado en muchos casos. 
          
          El trabajo tiene tres etapas. Es un tanto diferente al de la antropología 
          clásica, cuenta Luis Fondebrider, del EAAF. Primero 
          hacemos lo que se llama investigación preliminar: el análisis 
          de todo tipo de fuentes escritas y orales para tener una hipótesis 
          de en qué lugar puede estar la persona que buscamos. Eso implica 
          entrevistas con familiares de la víctima, testigos, sobrevivientes 
          y gente que trabaja en los cementerios. En algunas ocasiones muy puntuales 
          y muy especiales hablamos con gente del aparato represivo, aunque en 
          la mayoría de los casos no quieren hablar. 
          La otra parte es la fuente escrita: la causa judicial, hasta la 
          denuncia de los familiares en organismos de derechos humanos; los registros 
          de cementerios, los registros civiles donde están las partidas 
          de defunción, archivos periodísticos, libros de investigación. 
          Con todo eso construimos una hipótesis para intentar saber dónde 
          está enterrado.
          Después viene la etapa arqueológica. No es más 
          que aplicar la misma metodología que utiliza la arqueología 
          clásica en un contexto médico legal, forense. Se utiliza 
          la técnica con que los arqueólogos excavan: se emplean 
          pequeñas herramientas, pinceles, espátulas, para no dañar 
          nada; una vez extraídos se clasifican. Se usan los mismos tipos 
          de herramientas, con los mismos procedimientos, pero en un contexto 
          muy diferente. De esa manera, se recupera además del esqueleto 
          completo toda la evidencia asociada a él, como pueden ser proyectiles 
          de armas de fuego, ropa, efectos personales. Una vez recuperado esto, 
          se pasa a la tercera etapa que es la de laboratorio. Se analiza el material 
          tratando de identificar a la persona y determinar la causa y manera 
          de muerte. Se confronta lo que se encuentra con lo que se tiene de la 
          investigación.
        La 
          reconstrucción de la verdad
          Parte de esa investigación preliminar a la que alude Fondebrider 
          es la búsqueda de lo que se llama datos físicos o datos 
          pre mortem. Se les pide a los familiares, a los dentistas, a los 
          médicos, toda la información física sobre la persona 
          buscada. Desde cosas más generales como sexo, edad, estatura, 
          hasta cosas específicas en los dientes; huesos lastimados o enfermedades 
          que puedan haber dejado alguna secuela en ellos. 
          Se contrasta esa información con el análisis de los restos 
          encontrados. Si la información es suficiente, la identificación 
          es positiva. Si no es suficiente, se intentan otros métodos, 
          como la recuperación de ADN de loshuesos o de los dientes que 
          se contrasta con una muestra de saliva o de sangre o de cabello de los 
          supuestos familiares. 
          No lo hacemos nosotros, lo mandamos a genetistas. Es más 
          dificultoso porque es lo último que se trabajó. Recién 
          en 1991 se dio el primer caso, en Inglaterra. El problema principal 
          es que el material está más contaminado. Al perder esos 
          tejidos blandos, el hueso queda expuesto a bacterias, al medio ambiente. 
          Más aún cuando los cuerpos están enterrados. Al 
          genetista le cuesta reconstruir la cadena genética, los marcadores 
          genéticos de ese hueso o de ese diente.
          Hasta ahora, el EAAF logró identificar los restos de sesenta 
          personas, mientras que hay otros trescientos casos que continúan 
          investigando. Pero además trabajaron en casos específicos 
          como el de Miguel Bru y algunos otros de gatillo fácil. 
          
        La 
          metodología de la búsqueda 
          Como la mayoría de los desaparecidos en el país es 
          gente joven, de entre 20 y 35 años, que muchas veces no tuvieron 
          problemas serios y por lo tanto no tienen marcas, y como pasaron muchos 
          años y, bien porque los familiares no tienen muchos datos físicos 
          o bien porque los dentistas destruyeron archivos, en muchas ocasiones 
          no tienen datos con los que comparar.
          De todos modos, el crimen perfecto no existe. En cierta manera, 
          en criminalística siempre hay una huella, un rastro, sobre todo 
          en casos de violencia política donde todos los aparatos del Estado 
          están implicados y donde son crímenes masivos. Si hay 
          once mil casos, es muy difícil que nunca se hubiera descubierto 
          nada. Si se mata a una persona y se hace desaparecer el cuerpo, como 
          hay muchos casos comunes, se puede encubrir. Pero cuando son crímenes 
          masivos a gran escala y con muchos implicados es muy difícil 
          que no queden huellas. Lo que no quiere decir que inmediatamente se 
          va a resolver el caso, pero sí que hay indicios para seguir, 
          dice Fondebrider. 
          Nosotros hacemos algo como la criminalística, pero más 
          desde el punto de vista investigativo, de análisis de información 
          no sólo física sino también histórica. Es 
          como una mezcla de detective de homicidios con historiador.
        Cuando 
          se cumplen los objetivos
          Los 60 casos resueltos son acaso la prueba más contundente 
          del sentido del trabajo que el EAAF realiza. Son esas pequeñas 
          historias particulares las que conforman una más grande, más 
          reveladora. Y es en ellas en donde los abuelos y sus nietos, o los hermanos 
          se encuentran después de muchos años de desconocimiento 
          mutuo.
          Me acuerdo de que llegué a mi casa y me estaba esperando 
          Alejandro (Inchaurregui, médico e integrante del EAAF) con mi 
          mamá adoptiva. Y me contó todo, quiénes eran mis 
          viejos, que eran desaparecidos... Y supe también que tenía 
          un hermano, cuenta Claudio, hijo de Gastón Gonçalvez 
          y Ana Granada, ambos desaparecidos.
          El trabajo que permitió la resolución del caso había 
          empezado muchos años antes, en gran parte por la insistencia 
          incansable de su abuela Matilde. Después de muchos intentos, 
          en junio de 1996 una empleada del cementerio de Escobar denunció 
          la existencia de tumbas NN. La exhumación y el hallazgo de restos 
          fue el principio; lograron identificar a Gastón Gonçalvez 
          por una herida en su pierna, producto de un accidente de moto.
          Fue, tal vez, el trabajo más impactante de todos los realizados 
          por los antropólogos, pero no por importancia sino porque los 
          elementos lo hacían material sagrado para los medios: Claudio 
          era fanático del grupo Los Pericos, y su hermano era precisamente 
          el bajista. Pero más allá de los aditamentos mediáticos, 
          se supo la verdad y se recuperó la identidad de una familia; 
          nada más ni nada menos. 
          Incluso la historia del reciente reencuentro de Juan Gelman con su nieta 
          empezó en 1989, cuando el EAAF halló los restos de Marcelo, 
          el hijo del poeta, en el cementerio de San Fernando. Una denuncia anónima 
          que recibió la madre de una desaparecida permitió que 
          el EAAF realizara una exhumación. La identificación se 
          logró merced a las huellas digitales y los datos aportados por 
          el odontólogo de la familia. Marcelo Gelman había sido 
          asesinado en 1976, y el trabajo de los antropólogos fue el primer 
          paso de la búsqueda.
        La 
          historia verdadera
          Extraños designios los del destino. De alguna forma, la gente 
          del EAAF es testigo de la peor parte de la historia, tanto de Argentina 
          como del resto del mundo. Profesionales de la búsqueda de la 
          verdad han transitado también territorios devastados por guerras, 
          como Bosnia y Croacia, y muchos otros países. 
          Allí como aquí, los crímenes siempre, siempre, 
          siempre dejan un rastro. 
          Y aunque puedan eludir a la Justicia, a los arqueólogos y a los 
          antropólogos no se les escapa.