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Los alquimistas

Por Pablo Capanna

“¿Qué es la alquimia?”, me preguntó con timidez la panadera, mientras me embolsaba un cuarto de miñones y dos pebetes.
La pregunta era previsible, pero no esperaba escucharla en ese lugar: desde que me vieron en un programa de televisión, los vecinos creen que puedo opinar sobre cualquier cosa.
Tiempo atrás, dos hermanas de Villa Urquiza habían matado a su padre con un cuchillo de cocina durante un ritual para liberarlo de los demonios; estudiaban “alquimia” con un gurú que tenía título de antropólogo.
Paulo Coelho, el iniciado de turno, también escribió la novela El alquimista, que ha leído casi todo el mundo, panadera incluida. Harry Potter, el nuevo héroe infantil, anda con la piedra filosofal.
Es que si antes se suponía que el esoterismo, por definición, no estaba al alcance de cualquier inteligencia, en su versión light parece haberse convertido en lectura de fin de semana.
Tal como sospeché, mi respuesta dejó más confundidos que antes a los azorados clientes de la panadería. De tal modo, me veo obligado a volver sobre el tema.
La historia de la alquimia mezcla ciencia y magia en diversas medidas y en capas sucesivas. Si hoy la “alquimia” ha pasado a ser otro ítem del catálogo de saberes insólitos, su prehistoria científica está casi olvidada.

De la química a la magia
La alquimia floreció en Alejandría entre el siglo III a. C. y el II de nuestra era. Al comienzo, los alquimistas eran una suerte de químicos artesanales, que aplicaban recetas hechas en Egipto, donde la orfebrería era un arte sacerdotal. Con el tiempo, comenzaron a sistematizarlas en libros de oscuro lenguaje, indicado para proteger el secreto profesional.
Por intermedio de las traducciones sirias, el saber de los alquimistas griegos llegó a los árabes, que también conocían algo de la alquimia china e india, y se amplió considerablemente. Después de las Cruzadas, la alquimia volvió a Europa y tuvo su auge antes y durante el Renacimiento. Pero desde que se puso en marcha la química moderna –en lo que va de Boyle a Lavoisier– entró en una suerte de clandestinidad, y terminó por quedar irremediablemente ligada a la magia.
De este modo, lo que había nacido como un secreto de oficio se convirtió en saber esotérico, totalmente alejado de las modestas pretensiones que le habían dado origen. De la misma manera, la masonería (que tanto tomó de la alquimia) nació como un ritual para preservar los secretos de la arquitectura, y acabó convirtiéndose en un factor de poder.
En el proceso, la transmutación fue total, de manera que así como hoy a nadie se le ocurre encargarle los planos de una casa a un masón, tampoco busca a un alquimista para hacerse un análisis de orina. Ahora se les piden otras cosas.

Falsarios e investigadores
En su tiempo, los alquimistas alejandrinos se hicieron famosos como falsificadores de joyas. Practicaban el enchapado en oro y el coloreado de los metales mediante ácidos y barnices. También sabían rebajar el oro o aumentar su peso mediante aleaciones. Estas prácticas de falsificación estuvieron bastante difundidas. Recordemos que Arquímedes salió de la bañera gritando ¡Eureka!, justo cuando descubrió la forma de saber si la corona que había encargado el rey Hierón era de oro o de imitación. También se dice que Calígula contrató alquimistas para que fabricaran oro, y que Diocleciano mandó quemar todos los libros egipcios de alquimia para combatir las falsificaciones.
Sin embargo, en el gremio de los alquimistas también había auténticos investigadores, de quienes la química heredó muchas prácticas. Entre los más serios estuvieron gente como María y como Zósimo, que descubrió el ácido sulfúrico como disolvente de metales. Cuando hacemos un flan casero, lo sometemos al “baño de María”, una técnica inventada por la alquimista griega a quien llamaban “María la Judía” para identificarla con una supuesta hermana de Moisés. Los alquimistas les pusieron nombre a muchos frascos de laboratorio. Inventaron el alambique simple y el de varios picos, el llamado “trebejo”. También diseñaron distintos aparatos destinados a “cocinar” los elementos para transmutarlos, como el kerotakis de María, que era una suerte de condensador de vapores.
A los alquimistas árabes les debemos las “bebidas espirituosas” y las “esencias” de los perfumistas. Creían que el alcohol era el “espíritu” del vino y el perfume la “esencia” de la rosa. Para el siglo XIII los alquimistas cristianos ya habían descubierto varios ácidos y vitriolos, el “agua fuerte” (ácido nítrico) y el “agua regia” (mezcla de clorhídrico y nítrico). Van Helmont, que fue uno de ellos, nos dio la palabra “gas”; era el “espíritu” (geist) de los minerales.
En cuanto a la cultura literaria, los alquimistas nos legaron símbolos tan difundidos como la serpiente que se muerde la cola, el unicornio y el ave Fénix.

A fuego lento
La física en que se apoyaba la alquimia era una adaptación de la “química” griega de Empédocles. Era la doctrina de los cuatro elementos (aire, agua, tierra y fuego), tal como había sido puesta a punto por Aristóteles.
Para Aristóteles, había una sola “materia”, totalmente amorfa y desprovista de cualidades, de la cual los cuatro “elementos” eran algo así como estados: gaseoso, líquido, sólido e ígneo.
Lo importante era la “forma”, la estructura impuesta a la materia que definía su esencia. El cuerpo que poseía la forma “caballo” no podía transformarse en “león”, salvo que el león se comiera al caballo. En ese caso se daba la destrucción de la forma equina y su trans-formación en carne de león.
Mediante una complicada serie de operaciones de laboratorio, los alquimistas intentaban efectuar la “putrefacción”, la “digestión” o la disolución de la forma. Ese era el paso previo para “trasmutarlos” en oro.
Creían que los metales crecían como las plantas en sus yacimientos. Quien poseyera la “semilla” del oro lograría hacer crecer el oro en su crisol, alimentándolo con materia proveniente de la descomposición de metales menos nobles.
La idea básica era que sometiendo distintas sustancias a un calor lento y prolongado, como el baño de María, la calcinación o la destilación, para incorporarle luego la semilla del oro (“la piedra de los filósofos”) lograrían transmutarlas. Buscaban una suerte de catalizador universal capaz de hacer germinar las semillas de oro presentes en los metales: lo llamaron piedra filosofal, elixir, polvo de proyección, tintura o alcaesto.
Las operaciones que practicaban para producir oro o plata tenían nombres como calcinación, putrefacción, sublimación (un concepto que heredaron tanto los químicos como Freud), disolución, destilación, coagulación, extracción, digestión y fermentación. Aplicadas básicamente a los metales, estas operaciones significaban algo muy distinto a lo que entendemos hoy.

La química mágica
Como era costumbre en la Antigüedad, los alquimistas griegos solían atribuir sus obras a algún antepasado ilustre o imaginario. Se decía que los tratados clásicos del oficio habían sido escritos por filósofos como Demócrito y Jámblico, y también por Moisés o Cleopatra. Gradualmente se extendió la creencia de que el padre de la alquimia era el inmortal Hermes Trismegisto (“el tres veces grande”). Hermes no era otro que el dios egipcio Toth.
En los primeros siglos de la era cristiana, durante la explosión del gnosticismo, hubo quien se ocupó de fraguar las obras de Hermes. La falsificación fue tan buena que duró más de mil años, y llegó a engañar a Copérnico, a Kepler y al mismo Newton.
Con el simbolismo hermético, los alquimistas adquirieron un lenguaje lo suficientemente oscuro como para que nadie pudiera entenderlos y se adjudicaron la prosapia filosófica que estaban necesitando. Dejaban de ser hombres que se ensuciaban las manos en el laboratorio, para ser sabios que buscaban la inmortalidad. Procuraban el oro, pero éste no era sólo la riqueza, sino la transformación espiritual y el enriquecimiento místico. Hacia el siglo IV, la influencia de la astrología, la magia y el ritualismo ya habían desplazado al núcleo químico que contenía la alquimia.
Bajo el influjo de la astrología, el oro pasó a representar al Sol, que era el principio divino. Producir el “oro soluble” o “elixir” significaba encontrar el elemento fundamental, el solvente universal, pero también lograr la inmortalidad.

El secreto de la inmortalidad
El elixir de la inmortalidad fue la obsesión de los alquimistas chinos, en este caso influidos por la magia taoísta. Needham, el historiador de la ciencia china, registra numerosos casos de emperadores que murieron envenenados con pócimas de “oro bebible” preparadas por alquimistas.
La creencia también se difundió durante el medioevo cristiano: se decía que Alain de Lille había muerto a los 110 años. A Nicolás Flamel, sin embargo, el elixir de la inmortalidad sólo le alcanzó para vivir 78 años.
El conde de Saint Germain, el más pintoresco de los alquimistas de salón, aseguraba tener dos mil años. Se dice que al pasar frente a un crucifijo observó: “Yo le avisé a ese judío, pero no me hizo caso...”. Cierta vez, estaba en la corte de Luis XV hablando de sus conversaciones con Ricardo Corazón de León, a quien había conocido en las Cruzadas. Como algunos se resistían a creerle, llamó a su criado para que ratificara sus palabras. “No podría asegurarlo, señor –contestó el lacayo–, recuerde que hace sólo cinco siglos que estoy a su servicio...”
Por lo que sabemos, Saint Germain murió en 1784, con más de noventa años encima, después de haberse paseado por las cortes francesa, alemana y rusa. Es probable que su longevidad se debiera a su estricto régimen alimentario y a sus metódicas costumbres.
La quimera del oro
La “transmutación” de un metal en otro, que obsesionó a los alquimistas, llegó a ser posible para la física del siglo XX, pero no tuvo consecuencias. Es que no sólo es costosa: las acciones y otros valores virtuales valen hoy más que el oro. La “piedra filosofal”, capaz de catalizar la reacción que debía transformar el plomo en oro se puso de moda en el siglo XV, y proliferaron los alquimistas que decían poseerla. En 1404, el Parlamento inglés estableció que la producción alquímica de oro y plata era delito, pero cincuenta años más tarde el rey Enrique VI autorizó a varios “caballeros, ciudadanos londinenses, químicos y monjes” a investigar la Piedra, con la explícita condición de que sirviera parapagar la abultada deuda pública. Se cree que Eduardo I había invitado a Inglaterra a Raimundo Lulio, que tenía fama de alquimista, también preocupado por el déficit presupuestario.
Boyle, quien rompió con la alquimia al publicar el Químico escéptico (1661), había practicado el Arte tanto como su amigo Sir Isaac Newton. No es casual que Newton dirigiera la Casa de la Moneda: un cargo algo insólito para un fisicomatemático, si no contamos con su fama de alquimista.
Los emperadores que más atención dedicaron al tema fueron Maximiliano II y Rodolfo II, que hicieron de Praga (la ciudad del Golem y los cabalistas) la capital de la alquimia. Rodolfo II, bajo cuyo reinado se conocieron Tycho y Kepler, practicó el Arte y se rodeó de alquimistas. Nos dejó una placa donde atestiguaba haber visto cómo Michael Sendivogius, un alquimista polaco, producía ante sus ojos grandes cantidades de oro usando un misterioso polvo negro.
La cosa llegó a ponerse tan difícil para Sendivogius que tuvo que viajar de incógnito y vivir escondido, porque no quería correr la suerte de su maestro, el escocés Alexander Seton, llamado El Cosmopolita. Seton había sido secuestrado y torturado durante meses por el elector de Sajonia, para obligarlo a revelar su secreto. Sendivogius lo rescató cuando estaba al borde de la muerte, pero sólo para casarse con su viuda.

La segunda
transmutación
En 1616 apareció en las calles de París un manifiesto anónimo atribuido a una sociedad esotérica llamada Fraternidad de la Rosa Cruz. El manifiesto anunciaba “con trompetas doradas” el alumbramiento de una “nueva ciencia”; era el mismo estilo con el que cuatro siglos más tarde Marilyn Ferguson proclamaría la era de Acuario.
La “nueva ciencia” de los Rosacruces (que sedujo a Descartes y Leibniz) no era la nueva física sino la vieja alquimia. Pero ahora no operaba sobre los metales sino sobre las almas, para trasmutarlas mágicamente.
La influyente fraternidad terminó por canonizar a la alquimia como saber oculto e hizo aún más críptico el simbolismo: uno de los textos de esta época es el Libro Mudo, compuesto sólo por láminas alegóricas.
Los Rosacruces influyeron decididamente en la naciente masonería, que también andaba a la busca de una doctrina venerable, de manera que el simbolismo alquímico se incorporó al ritual masónico.
El triángulo equilátero (el “ojo divino” que está en el dorso de los billetes de un dólar) simboliza los tres principios alquímicos de Paracelso: Sal, Azufre y Mercurio.
En la iniciación masónica, el neófito es introducido en la Cámara de Reflexión, que simboliza el matraz del alquimista, bajo el letrero VITRIOL. El neófito se ve sometido a la “alquimia espiritual” y su alma se trasmuta pasando por tres etapas llamadas putrefacción, piedra blanca y piedra roja.

Los alquimistas de salón
Los tiempos habían comenzado a cambiar después que Paracelso –un personaje de transición– propusiera reemplazar los cuatro elementos griegos por tres principios: la sal, el azufre y el mercurio. Desde ellos, y por un tortuoso camino se llegaría al “flogisto”, el supuesto fuego elemental. Una vez desaparecido éste, se abrió paso el concepto de energía.
Después de Paracelso, los alquimistas prácticos (“espagíricos”) emigraron en masa hacia la farmacia, formando la “escuela iatroquímica”. Unos pasos más, y aparecería Lavoisier.
En cuanto a los fraudulentos, ya se habían desacreditado tras embarcarse en una verdadera “fiebre del oro”. Un informe de Geoffroy a la Academia deCiencias de París denunció las estratagemas a que recurrían para engañar a sus clientes, sacándoles oro con el pretexto de producir más oro.
Pero todavía faltaba el canto de cisne de esa alquimia especulativa que habían fundado los Rosacruces. Las cortes del siglo XVIII fueron invadidas por embaucadores como Cagliostro, Casanova o el conde de Saint Germain, que solían presentarse como alquimistas.
Saint Germain bien pudo ser el paradigma de muchos impostores de hoy, lo cual explica las innumerables ediciones de su Metafísica. El conde les hizo creer a todos que poseía la Piedra y que era inmortal. Puesto que vivía lujosamente, viajaba constantemente, derrochaba dinero y ofrecía un aspecto saludable, se creyó que su fortuna provenía de la Piedra.

El último paso sería la trivialización
“Fulcanelli” (seudónimo de un autor no desprovisto de erudición) se presentó en nuestro siglo como que el último alquimista y el heredero de los constructores de catedrales. Vivió en tiempos de Carl Gustav Jung, que reivindicó a la alquimia a la luz del psicoanálisis. Desde entonces, comenzó a manufacturarse el esoterismo de masas, que desembocaría en Coelho, Potter y los centros de transmutación barriales.
Curiosamente, una historia que comenzó con los falsificadores de joyas culmina con los falsificadores del espíritu. Del oro trucho a la mística trucha.