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Escépticos, crédulos y críticos

Por Pablo Capanna

El padre del escepticismo fue el filósofo griego Pirrón de Elis.
La historia fue muy escéptica con él, ya que ignoramos casi todo de su vida, y lo poco que sabemos es dudoso.
Al igual que los sofistas, los escépticos ejercieron una crítica del discurso que contribuyó a echar las bases de la Lógica. Pero mientras aquéllos habían pretendido relativizar las creencias tradicionales, éstos vivían en una época en la cual el relativismo ya era una actitud bastante corriente, de manera que se propusieron eludir sus consecuencias indeseables mediante una drástica maniobra.
Si todo era relativo –pensaron–, lo mejor era renunciar a la pretensión de saber, para evitarse disgustos y vivir sin sobresaltos. Había que dejar de pensar. Al parecer, Pirrón había traído estas ideas de la India, donde anduvo siguiendo a las tropas de Alejandro.
Sin proponérselo, los escépticos griegos y sus continuadores que controlaron por un tiempo la Academia platónica nos legaron algunos términos de la jerga médica. Decían que al no tener certeza de nada, lo mejor era no hablar (“afasia”) y alejarse de las pasiones (“apatía”) para alcanzar el equilibrio espiritual (“ataraxia”).

Los nuevos escépticos
No deja de ser curioso que los defensores actuales del pensamiento científico y la racionalidad hayan terminado reivindicándose como “escépticos”. El responsable quizás haya sido Robert Merton, quien definió a la ciencia como “el escepticismo organizado”, tomando el sentido original de “skepsis”, que significa “examinar”.
No son muchos los que defienden el escepticismo radical, una actitud extrema que se niega a sí misma y desemboca en el absurdo. Sostener que cualquier enunciado es dudoso equivale casi a afirmar “lo que estoy diciendo es falso”. Después de eso, ya no se puede seguir hablando.
El rótulo “escéptico”, hoy asumido por las organizaciones que denuncian a las seudociencias, no ayuda demasiado a entender qué defienden. Hasta puede retrotraernos al estéril debate de ciencia vs. religión, tal como se planteaba en el marco del positivismo.
Por una ironía de la historia, es probable que las seudociencias hayan proliferado precisamente en el marco de una filosofía como el positivismo de Comte, que pretendió convertir a la ciencia en un dogma, para llegar al extremo de desalentar la investigación de temas como el átomo y de la cosmología. Al decretar que la única forma válida del conocimiento era la ciencia inductiva, el positivismo clásico logró que muchas doctrinas esotéricas (desde la teosofía hasta la New Age) adoptaran un maquillaje “científico”.
Ateos, agnósticos y creyentes pueden compartir una actitud escéptica en cuestiones de hecho, tales como la efectividad de ciertas terapias, la vida extraterrestre o la percepción extrasensorial. Pero tenderán a endurecerse cuando se internen en cuestiones filosóficas. Por eso, sería preferible rescatar un concepto algo manoseado por los planes de estudio, para volver a hablar de pensamiento “crítico”.

Creencia y credulidad
Con la posmodernidad, los hitos que demarcaban los campos de la ciencia, la filosofía y la religión parecen haberse desdibujado. Hay científicos que hacen filosofía (y hasta ciencia ficción) sin decirlo, fundamentalistas religiosos que interfieren con la ciencia, charlatanesque reniegan de la racionalidad para imponer sus dogmas, y figuras mediáticas que opinan de todo sólo para confundir.
En este estado de cosas, “escépticos” y “creyentes” corren el peligro de congelarse en posturas fijas y excluyentes, dejando a quienes aspiran a seguir siendo “críticos” a la intemperie.
Es así como en un reciente libro (Skeptics and True Believers, 1998) el escéptico Chet Raymo propone un cuestionario destinado a medir el “índice de credulidad” del lector. Para determinarlo formula preguntas donde se mezclan, sin discriminar, creencias seudocientíficas con otras religiosas o filosóficas. El resultado es que el propio autor, que como Einstein profesa una suerte de panteísmo, no alcanza a calificarse como un escéptico.
Al fin y al cabo, cuando hablamos de ética o de política todos aceptamos supuestos difíciles de probar o refutar, aunque sean inevitables cuando hay que tomar decisiones. Lo mejor que podemos hacer es ponerlos en claro y negociar el consenso.
De hecho, existen grados de “credulidad”. No es lo mismo interferir con la ciencia como hacen los fundamentalistas, que dialogar con ella, como hace la mejor especulación teológica de las grandes religiones monoteístas. Las posturas “escépticas” o relativistas a ultranza corren el riesgo de descalificar el diálogo y renunciar a la actitud crítica.
Todos confiamos en que el rigor metodológico y el control académico garantizan la validez de la información científica que recibimos. La comunidad de investigadores funciona como un mercado, donde las propuestas se someten al juicio de los pares.
Pero como el mercado libre y justo es una abstracción, y aquí también hay maniobras monopólicas (los paradigmas), no faltarán los escépticos radicales que descreerán tanto de la comunidad científica como de la racionalidad de sus métodos.
Para entender estas actitudes, evocaremos a dos grandes escépticos. El primero será Fort, un aficionado que desde los márgenes de la cultura ejerció una influencia pocas veces reconocida. El otro es Feyerabend, un filósofo que suele estar presente en cualquier curso de epistemología. Paradójicamente, sus posiciones serán las más extremistas.

El hombre que creía en los diarios
Charles Hoy Fort (1874-1932) fue un autodidacta que, en medio de la revolución científica de los años veinte, emprendió una estéril lucha contra lo que consideraba el “dogmatismo científico” de su tiempo. Los “escépticos” todavía lo reconocen como uno de los suyos. Pero a pesar de que su intención era provocar y cuestionar todo, incluso la ciencia, no pudo evitar convertirse en el más crédulo de los crédulos, dando aliento a muchas creencias seudocientíficas.
Fort no era el típico chiflado que cree haber descubierto el movimiento perpetuo, ni tampoco era un ignorante. Tenía un gran sentido del humor y era capaz de afirmar “No creo en nada de lo que he escrito”. De haber sido francés, habría fundado algo similar a la Patafísica.
Nació y murió en Albany (Nueva York), y vivió en el Bronx, cuando todavía era un apacible barrio de inmigrantes judíos e italianos. Fue un periodista pobre que se pasó la vida hurgando papeles en las bibliotecas y los archivos de los periódicos. A los veinticinco años, ya se sentía en condiciones de escribir su autobiografía. Compuso diez novelas y reunió casi cien mil notas, aunque periódicamente solía quemarlas, cada vez que caía en la depresión.
Una pequeña herencia que recibió a los cuarenta le permitió publicar varios libros con los cuales pretendía desmitificar a la ciencia y revelar los hechos que el “clero científico” escondía: El Libro de los Malditos (1919), Nuevas tierras (1923), ¡Miren! (1931) y Talentos salvajes (1932). Entre sus adeptos estuvieron el dramaturgo Theodore Dreiser, Ben Hetch y Oliver Wendell Holmes. Pero H.G. Wells siempre se negó a tomarlo en serio.
Fort creía en todo lo que dicen los diarios. Pensaba que las noticias insólitas que cada tanto aparecen (repollos gigantes, terneros de dos cabezas, monstruos lacustres, etc.) eran otras tantas pruebas de que los hombres de ciencia nos estaban ocultando algo. Quería ser más científico que ellos, y eludió las explicaciones sobrenaturales, hasta cuando se ocupaba de parapsicología.
En sus recortes, encontraba testimonios de extrañas precipitaciones; según los diarios, cada tanto caían del cielo cosas como piedras, hachas de sílex, runas, algas, ranas, peces, hormigas, albúmina o betún.

Cosas que caen
Para explicar estos supuestos fenómenos, a menudo inventados en la calma del verano por redactores ociosos, comenzó a insinuar hipótesis delirantes. Allá arriba –escribió– hay una especie de Mar de los Sargazos surcado por naves espaciales que dejan caer basura por la borda. Otras veces sugería que el cosmos era un súper-organismo del cual meteoros ígneos arrancaban jirones de tejido o provocaban hemorragias cósmicas. Por momentos pensaba que éramos “propiedad” de seres superiores, o meros “gusanos en un queso cósmico”.
En 1919 Fort dedicó varios capítulos del Libro de los Malditos al registro de objetos voladores no identificados. Él fue quien popularizó a los ovnis entre los escritores de ciencia ficción, creando un mito incontenible.
Luego, se internó en lo paranormal: personas que entraban espontáneamente en combustión, poltergeists, fantasmas, desapariciones misteriosas, teleportaciones, monstruos del folklore...
Paradójicamente, no dejó de tener aciertos. El escéptico Martin Gardner, que lo trató con gran benevolencia en sus libros, se equivocó al desestimar en 1952 la presencia de restos orgánicos en meteoritos carbonosos. La investigación, y la propia NASA, que exhibe con orgullo sus meteoritos “marcianos”, demostró que hasta el crédulo Fort podía acercarse a la verdad. Lo cual nos recuerda la necesidad de no poner rótulos prematuros.

Los forteanos
Poco antes de su muerte, el periodista Tiffany Thayer y un grupo de sus amigos había fundado la Sociedad Forteana. Fort se había opuesto a la idea, porque temía que la asociación se viera invadida por chiflados (!).
Para Gardner, la perduración en el tiempo de una institución como la Sociedad Forteana es un enigma comparable con la creación de los Irregulares de Baker Street entre los devotos de Sherlock Holmes. Algo así como una broma que fue más allá de las intenciones provocativas del autor.
Tras la muerte de Fort, Thayer continuó editando la revista La Duda hasta el año 1959 y la Sociedad Forteana se extinguió con él. Luego, una nueva generación de entusiastas la refundaría con el nombre de Organización Forteana Internacional (INFO). Sus publicaciones Fortean Times e INFO Journal se han vuelto bastante críticas en los últimos años. Quizás sea una oportuna reacción ante la proliferación de doctrinas seudocientíficas que se reclaman como “forteanas”.

Ficciones y creencias
A Fort no le atraía la ciencia ficción, pero su actitud iconoclasta y sus exploraciones en los márgenes de la ciencia cautivaron a los escritores del género. Su biógrafo fue Damon Knight, el primer crítico inteligente que dio la ciencia ficción. Robert Heinlein, el más polémico de los escritores, fue miembro de la INFO. La credulidad del editor John W. Campbell hacia las seudociencias también provenía del fortismo, que Campbell hizo mucho por difundir. Muchos temas de las novelas de Stephen King (experto en saquear ideas ajenas) se inspiran en las especulaciones de Fort.
Durante décadas la ciencia ficción popularizó los temas forteanos. Las generaciones siguientes, familiarizadas con ellos, fueron el mercado ideal para gente como Von Däniken o Berlitz. A la zaga del escepticismo forteano, resurgieron viejas creencias esotéricas disfrazadas de ciencia alternativa. Lo “insólito”, sinónimo de “forteano”, se volvió un género en sí.
Fort resultó así una suerte de aprendiz de brujo. Su empirismo radical y su crítica de la ciencia terminaron abriendo las puertas de la irracionalidad. Es algo parecido a lo que suele ocurrir con muchos críticos de la práctica democrática que callan cuando irrumpe el autoritarismo.

Dadaísmo y epistemología
Paul Feyerabend (1924-1994) fue sin duda el niño terrible de la filosofía de la ciencia; un transgresor oficializado, una suerte de Charles Fort canonizado en los medios académicos. Aunque tuvo más prensa que seguidores y discípulos, sus ideas siguen siendo de mención obligada en cualquier curso.
Nació en Austria, e ingresó a la academia militar cuando ya hacía cuatro años que su país había sido anexado por Hitler. Ingresó como oficial voluntario en el ejército nazi y terminó al mando de 3000 hombres en el frente ruso, donde fue herido en combate por el Ejército Rojo. Como la herida se produjo en la nalga, las malas lenguas sugieren que estaba huyendo.
Vuelto a Viena, se propuso llegar a ser cantante de ópera, pero estudió física, historia y filosofía. Trabajando dos años junto a Popper conoció a “su mejor amigo”, el epistemólogo Imre Lakatos, quien había sido funcionario comunista en Hungría. Más tarde, en Berkeley, también tendría amistad con Thomas Kuhn, lo cual no le impedía descalificar a ambos.
En los locos años sesenta sorprendió a todo el mundo con un libro provocativo (Contra el método), que acabó por ser traducido a 16 idiomas. Tenía más notas que texto, y defendía una concepción “anarquista” del conocimiento, donde las teorías resultaban “inconmensurables” entre sí, como si fueran mitos o creaciones literarias. Allí hacía cosas como comparar el estilo de Newton con el de un manual de sexología, demoler el concepto de objetividad científica, o citar a Lenin sin decir de quién se trataba. El libro concluía afirmando que “la elección de una cosmología básica puede ser una cuestión de gusto”. De su lectura de la historia de la ciencia, resultaba que no existía el método científico. No digamos un método único, sino siquiera métodos confiables; tan sólo hay búsquedas exitosas. Pero en la investigación, como en la lucha libre, “todo vale”.
Más adelante, Feyerabend siguió levantando polvareda cuando propuso que en las escuelas se permitiera elegir si uno quería estudiar vudú, astrología o física nuclear; todo era más o menos equivalente. Esta concepción anarquista de la educación lo llevó, sin conflicto alguno, a defender el derecho de los fundamentalistas norteamericanos para enseñar su “ciencia creacionista” en lugar de la teoría de la evolución.
Murió en Ginebra, de un tumor cerebral. Días después, su viuda contó que en sus últimos tiempos había seguido escrupulosamente las indicaciones de sus médicos; aparentemente confiaba más en ellos que en la magia o cualquier otra alternativa. En 1987 había intentado volver a escandalizar con otro libro, Adiós a la razón, donde llevaba su relativismo al extremo, negándose a condenar expresamente al nazismo. El planteo resultaba tanto más hiriente, si se tenía en cuenta quién lo hacía: un antiguo oficial que había servido en forma voluntaria bajo la bandera de la esvástica, y había intentado ser miembro de las SS.
Feyerabend defendía su postura argumentando que todas las doctrinas eran relativamente malas, de manera que le resultaba imposible condenar a una en particular. Esto suele entenderse como que si “todos somos culpables”, nadie es responsable de nada.
Auschwitz, decía el filósofo transgresor, es algo que sigue habitando en nuestras mentes, como lo prueban la discriminación de las minorías, la carrera armamentista, la educación represiva, la tiranía de los médicos y muchos etcéteras. De manera que no tenía más sentido condenar al Holocausto que valorar los méritos de la democracia liberal.
Hace poco, Aldo Rico –que no es epistemólogo y no vacilaría en sacar su arma si alguien lo llamara escéptico– hizo algunas declaraciones en las cuales extrañamente pareció coincidir con los argumentos de Feyerabend.
Ante una denuncia concreta de que en su partido existían prostíbulos donde se explotaba a mujeres reducidas a la esclavitud, Rico retrucó que los esclavos somos todos los argentinos, explotados por el Fondo Monetario. El suyo era un non sequitur bastante habitual.
El escepticismo radical abre así la posibilidad de darle una “justificación” ética a lo injustificable, lo cual demuestra que no es tan neutro como parece. Pero hasta ahora, el consenso sigue siendo la metodología más civilizada para garantizar la convivencia. Hay valores que pueden profundizarse y discutirse, pero no merecen ser objeto del humor negro.