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LAS
DIVAS

¿Una especie en extinción?

Antaño Hollywood las fabricaba con luces, sombras y enigma. De la primera de ellas, Asta Nielsen, dijo Apollinaire: “Ella es el universo: la visión de los ebrios y el sueño de los solitarios. Puede reírse como una adolescente feliz, pero sus ojos saben de aquellos asuntos de lujuria y misterio que nunca se atrevería a expresar”. Una definición que más de una prefabricada, de las que llegaron después en tropel, se moriría por merecer.

Por Moira Soto

Dónde hay una diva, viejo Gómez?, podemos preguntar en estos días parafraseando aquella ranchera que entonaba la máxima diva rea, Tita Merello. ¿Las han limpiado con piedra pómez que no las podemos encontrar ni con lupa ni con linterna?.. Porque entre nosotras hoy tendremos a Cecilia Roth (acaso la actriz más reporteada de los últimos meses), a Soledad Silveyra (que sigue siendo una figura convocante), a la muñequita brava Natalia Oreiro si ustedes quieren, pero ¿dónde hay una diosa de los pies a la cabeza, capaz de galvanizar multitudes, de provocar fenómenos de identificación popular, de fascinar hasta la adoración? Glenn Close les parecerá a algunas la continuadora de Bette Davis, Madonna será la reina de los camaleones, Sharon Stone fulminó con un picahielos pero luego no paró de equivocarse al elegir guiones, Susan Sarandon es como Ingrid Bergman pero hace films sin una gota de maquillaje, Christina Ricci es un tesoro sólo para enterados, Julia Roberts derrocha encanto y talento pero en la vida real se empeña en actuar como la vecinita de enfrente...
Decenas de estrellas y ninguna diva. Salvo aquellas –contadas– que se sobreviven a sí mismas y que, con diversos recursos, se mantienen fieles al estilo que las subió a los altares de la religión laica del estrellato: la decana es, sin la menor duda, la diosa azteca María Félix, diva y media a sus ochenta y tantos. Bellísima, rica, inteligente, la Doña publicó hace pocos años su autobiografía y en la presentación en España –el pelo largo, faltaba más, sujeto con peinetas que dejaban brillar rotundos aros incrustados de diamantes– respondió con lucidez e ironía al periodismo, señalando con regia naturalidad: “Yo nací estrella y con mi trabajo fabriqué éxito”. María Bonita, María del alma –como le cantaba rendido de amor Agustín Lara– supo alimentar y dosificar su propio mito, tanto desde los personajes de sus films como en su vida privada. Ciertamente, han contribuido a esta gallarda permanencia genes privilegiados, pero la categoría de primadonna se la ganó ella solita.
En nuestro país, quedan algunas representantes de aquellas divas de antaño, poseedoras de esa star quality que las hizo brillar, convertirse en figuras aclamadas, idealizadas, veneradas. Polos de atracción de un público seguramente más inocente y leal que el actual. En primer lugar, no queda otra que mencionar a Mirtha Legrand –en los almuerzos: la señora ¡Mirtha Legrand de Tinayre!–, actriz devenida anfitriona televisiva, tan consciente de su condición estelar que es imposible pescarla en algún renuncio: hasta cuando expresa sus duelos por TV y llora, sus lágrimas relumbran comme il faut.
Manteniéndose activa, ya en la TV, ya en el teatro, Amelia Bence parece más aggiornada: sin haber perdido la calidad de estrella (no hay más queobservarla en cualquier estreno teatral, a los que concurre siempre de punta en blanco), Amelia tiene en claro que los tiempos han cambiado y no le interesa atender desde un pedestal. Por su lado, Libertad Leblanc, la rubia que incendió alguna vez las pantallas con su desparpajo para desnudarse, preserva su imagen sexy y el estilo insinuante y divertido que la hizo famosa. Al revés de Isabel Sarli, que encontró en Armando Bó un Pigmalión criollo que –en los primeros films– la presionó de diversas maneras para que se bañara en cueros, Libertad Leblanc torció su destino inicial de actriz “seria” y optó por explorar el filón erótico en el cine, desempeñándose como hábil empresaria de sí misma.

Ellas mataban callando
Aun antes que las espectaculares divas del cine italiano silente –de las que la Cinemateca Argentina ofreció un imperdible ciclo el año pasado- emergió la figura y el talento de la gran Asta Nielsen: sus primeros films –El abismo, Mariposa nocturna– son de 1910. La genial actriz danesa descubrió prontamente, intuitivamente que el cine requería un lenguaje expresivo diferente del empleado en el teatro. Su sutileza y amplitud de recursos, así como el magnetismo que emanaba, son proverbiales para conocedores. “Fue la primera diva, no sólo por su avasallante popularidad, sino también por influir en modas y tendencias”, escribió Gabriela Massuh, directora cultural del Instituto Goethe local al celebrarse un homenaje a Asta Nielsen en 1994. ¿Por qué desapareció esta auténtica estrella de la imaginería sofisticada del siglo XX?, se pregunta Massuh, comparando a Nielsen con las divas que la sucedieron (Garbo, Dietrich), productos elaboradísimos de una industria, más allá de sus talentos propios: con ellas “nacieron aquellos objetos de culto producto de la astucia de una maquinaria que entendía que el mundo de los sueños no debía contar la vida, sino crear objetos para que el mundo se consuele de ella”. Sin embargo, el éxito de Nielsen en su momento fe avasallador: hubo cigarrillos, sombreros, peinados, maquillajes (para orlarse los ojos de negro como la intérprete) con su nombre. Y un restaurante en Budapest ofrecía costillitas a la Nielsen. La diva que impuso su impar calidad y su enorme sugestión en la pantalla, luego de su temprano retiro, envejeció tranquilamente a la vista del público, participando cuando le interesaba en eventos relativos a la cultura.
En 1913 aparecen las divas en el cine italiano, y su imperio se extiende hasta 1920. Herederas de las primadonne de la ópera y el teatro, en escenografías que a menudo remitían a las pinturas de los prerrafaelistas, estas primeras mujeres fatales capturaron la atención de un público que se volcó sin retaceos al melodrama más exaltado. Francesca Bertini, Lyda Borelli, Pina Menicchelli, Leda Gys se convirtieron entonces en diosas de un culto enraizado sobre todo en la ópera lírica. Hubo alguno que otro divo, ciertamente, pero aún en la actualidad, se puede arriesgar que la esencia del divismo es femenina.
Las divas cinematográficas italianas extendieron sus brazos ondulantes, en gestos que suplían generosamente las palabras, hacia el cine norteamericano, donde una chica ambiciosa pero sencilla como Theodosia Goodman, hija de un modesto sastre judío, se transformó en Theda Bara (anagrama, en inglés de muerte árabe), y se dijo de ella que había nacido en el Africa y que era hija de la más bella favorita del mundo... Lo real es que Theodosia-Theda sobrellevó con convicción su inventado exotismo y, con más kohl que Asta Nielsen alrededor de los ojos y un deliciosovestuario kitsch, fue perdición de varones en Salomé, Carmen, Cleopatra, La serpiente... Se inscribió en la estirpe de las divas pero inauguró la subespecie vamp. Dentro de esta misma especialidad, descolló poco después Appolonia Chalupec, alias Pola Negri, vampiresa con genuinos rasgos de diva, excéntrica y caprichosa, que encarnó a heroínas semejantes a las de Theda B., cuando no estaba casándose con algún príncipe o a lo sumo conde (la nobleza la erotizaba).
Otra grande de esas fechas todavía silentes es la rutilante Gloria Swanson, bañista de Mack Sennet hasta que el bíblico Cecil B. De Mille le echó el ojo. Hacia el final de los años 20, su carrera decayó luego de los múltiples problemas de la extravagante Queen Kelly (1928), de Eric von Stroheim, producción nunca terminada en la que invirtió parte de sus dinerillos Joseph Kennedy, esposo de Santa Rose Kennedy y amante de la hermosa Gloria. En 1950, en El ocaso de una vida, el genial Billy Wilder, con Swanson en el protagónico, dio su versión cruel y a la vez comprensiva de una diva del viejo Hollywood que se resiste a la decadencia, maravillosamente loca.

Sistematizando la constelación
“Star system: método de explotación cinematográfica que consiste en elevar a los actores a la categoría de arquetipos, considerando como una unidad el trabajo y la vida privada de quienes aparecen en las pantallas”, define con precisión el estudioso Eduardo A. Russo (Diccionario del Cine, Paidós), y a continuación señala la importancia del aparato periodístico publicitario en la conformación de la imagen de la estrella y su promoción. “La trabajada imagen de un actor o una actriz en una película se impone no a partir de cualidades actorales, sino de la encarnación de una figura mítica. De la mano de los géneros, el star system permitía prever algo de lo que iba a ocurrir en la confrontación con la película (...): Greta Garbo, la cercana manifestación de un irresistible misterio, casi seguro sufriente (...), Bette Davis sería cualquier cosa menos una pobre avecilla asustada frente a la adversidad. Y sus vidas privadas eran la prolongación del cine por otros medios”. En su jugoso análisis del sistema de estudio hollywoodense, que tuvo vigencia en las décadas de los 30, 40 y 50, Russo reconoce que las estrellas surgidas de los desvelos de los productores, “configuraron una mitología que el star system organizó con especial sabiduría combinatoria”.
Naturalmente, hacía falta materia prima apropiada para dar forma y encumbrar a una estrella: el magnate de la prensa Randolph Hearst intentó por todos los medios periodísticos que poseía imponer a su amante Marion Davies y no lo logró (Orson Welles lo escrachó magistralmente en El ciudadano, 1941). La que sí llegó de Suecia con las bases necesarias para convertirse en superestrella fue la divina Greta Garbo. Pero debió pasar por las manos de un ejército de profesionales de la Metro Goldwyn Mayer que metamorfosearon a esa hermosa joven, todavía espontánea y con un toque de ingenuidad, en una sofisticada esfinge: corrigieron el nacimiento del pelo de su frente; se le pidió que riera lo menos posible porque sus incisivos eran demasiado largos; se alargaron aún más sus cejas; se buscó la base de maquillaje que corrigiera las imperfecciones de su piel, que debía parecer de porcelana al proyectarse en pantalla; a través de muchas pruebas, se modelaron sus ojos para dar profundidad y lejanía a su mirada; al comienzo se le afinó la boca, pero con el correr de las películas se la fue dibujando más carnosa. Después se estudiaron minuciosamente las poses para las fotografías profesionales que haría una de las/os grandes artistas encargadas/os de otorgar luz y relieve de semidiosas a las estrellas: Ruth Harriet Louise. Por fin, hizo su aparición el modista Gilbert Adrian, su figurinista a partir del séptimo film de la actriz, con sus trajes y sus sombreros a la exacta medida de la estrella, que ya teníalegiones de devotos a sus (grandes) pies y el mito alcanzó contornos definitivos. El detalle final: Garbo dejó en suspenso su hechizo al escabullirse para siempre del cine en 1941.
Obvio es decirlo, no todas las divas del Hollywood de antaño recibieron tan esmerados (e inspirados) toques y retoques, pero como señala Edgard Morin (Las estrellas de cine, Eudeba), “el star system nunca se conformó con buscar bellezas naturales: ha suscitado o renovado el arte del maquillaje, del vestuario, del modo de andar, de los modales, de la fotografía...”. Así cualquiera se vuelve una star, dirán quizás ustedes. Nada de eso, como quedó demostrado en varias oportunidades en que la apuesta falló. Porque, como dice Morin, la estrella es diosa, el público la consagraba como tal, “pero el star system la prepara, la dispone, la acostumbra, la ofrece... La estrella responde a una necesidad afectiva o mítica que el star system no crea”.

Los últimos días
de las diosas sin ateos

En los años 50 del pasado siglo, algo empieza a resquebrajarse en el sistema estelar hollywoodense: todavía brillan diosas genuinas a las que el público ama incondicionalmente y les perdona cualquier cosa, como Marilyn Monroe y Elizabeth Taylor, Sofía Loren y Claudia Cardinale, pero ya las figuras empiezan a volverse autónomas cuando no abiertamente díscolas. Aunque quede en pie su magnetismo y los sueldos trepen a cifras astronómicas para la época, las estrellas empezaron a perder aquella unidad entre trabajo y vida real que remarcaba Eduardo A. Russo, y que les otorgaba, a ojos del gran público, una solidez monolítica y confiable.
En su escala, el cine argentino tuvo sus divas indiscutibles, dispensadoras de sueños desde variados arquetipos que iban de la ingenua María Duval a la requetefatal Laura Hidalgo, pasando por la señorial Amelia Bence, la coruscante Mirtha Legrand y, sobre todo, como recuerda emocionado el diseñador de vestuario Horace Lannes, que vistió a varias de ellas, “la máxima, la impar, la inigualada, la estrella perfecta que se nos fue el 24 de diciembre: Zully Moreno”.
Lannes se lamenta de la ausencia actual de divas en todo el sentido de la palabra: “Es que el cine de hoy carece de auténtico glamour. De ese brillo, esa elegancia, ese estilo por encima de la vida cotidiana. Aquellas grandes figuras de antes -.Mirtha, Laura, Zully, Tilda Thamar– eran diosas porque sabían mantener cierta distancia (que no era frialdad), un misterio. El público las reverenciaba. Además, eran realmente bellas, con pelos verdaderos, bocas verdaderas. Hoy se ve mucha estrellita clonada...”. Cuenta Horace Lannes que preparar un vestuario, por ejemplo para Zully Moreno, no era algo que se hiciese a la ligera: “Si la película transcurría en la actualidad, además de los buenos diseños aptos para sus 52 centímetros de cintura, había que adelantarse a la moda, porque las estrellas influían mucho en ese rubro. En aquellas películas, hasta el uniforme de la mucama era diseñado con cuidado... Zully era naturalmente elegante, tenía eso que los franceses llaman allure. Y en una ocasión en que tenía que vestirse modestamente, al comienzo de La calle del pecado, con un vestido de algodón muy simple, no quiso que se lo probaran: sabía que si le tomaban alguna pincita sobre su cuerpo, ya iba a parecer de alta costura. Zully era muy profesional, siempre impecable. Usaba los mismos productos Max Factor con los que en Hollywood se maquillaba Lana Turner”.
Garbosa y vital, a Amelia Bence no le interesa recostarse en los laureles del pasado ni ponerse nostalgiosa, aunque acepta con esa voz profunda y rica en matices de siempre que “antes había más misterio, no estaba la televisión, no nos exponíamos tanto. En el cine se trabajan temas más románticos, más literarios, con personajes femeninos muyinteresantes. Además, había más pudor, se dejaba un espacio a la imaginación”. Amelia, que el l0 de marzo próximo se presenta con la pieza Alfonsina en Reconquista, Santa Fe (espectáculo donde canta un par de tangos y un texto de Lorca, que ya llevó a Miami) dice que ahora hay muy buenas actrices jóvenes y que ella acepta el cambio de estilo, “aunque venga con un jean rotoso”. Por lo que a ella respecta, sólo se siente diva cuando se trepa a un escenario a hacer lo suyo, pero no cuando la gente le ofrece cariño y reconocimiento. En estas ocasiones, agradece de igual a igual.
Libertad Leblanc, siempre leal al personaje de rubia exuberante y atrevida que asumió en los 60, declara que “al público no se lo puede engañar. Cuando aceptaba a una diva era porque ésta tenía personalidad, carisma. Porque era algo único y no en serie como sucede ahora, un momento en que además algunas figuras femeninas se prodigan demasiado. Hay que mantener cierto secreto, establecer una distancia. De todos modos, debo decir que hay ahora algunas intérpretes de mucha calidad”.
Acaso porque ya no hay divas, la actriz y narradora Ana María Bovo recrea a las estrellas de antaño en su gratísimo espectáculo Maní con chocolate: “Yo, que jamás pisé un set de cine cuando empecé a trabajar porque temía que me pidieran un desnudo, en Maní... hice algo a la medida de mis pudores, de mi gusto personal. Junté caprichos y limitaciones. Lía Jelín me dio permiso para mostrar mi aspecto más sensual y terminé encarnando un poquito a Marilyn Monroe, me emociona la idea de que a la gente –cuando hablo de Una Eva y dos Adanes– me perciba como ella. Es que yo sigo añorando mi relación de chica con las divas de entonces. Mi primer libro de lectura fue la revista Antena, que llegaba los jueves a la siesta: yo la miraba la primera, bajo un peral, en una hamaca”.
A Ana María Bovo, se le hacía que aquellas divas tan insinuantes pertenecían a otro mundo, “yo sólo conocía a mujeres con vestiditos mañaneros con trencillas o con batones que apenas tenían desprendido el primer botón. Imaginate cómo me puedo sentir con la bata acampanada con plumas –que la producción ha prometido regalarme cuando baje Maní...– que uso para Marilyn. Es una felicidad, a los 48, estar cumpliendo parte de mis sueños. Para mí, recuperar a las divas que embellecieron mi infancia ha sido una aventura extraordinaria. Reivindico absolutamente el glamour –yo sé que algunas de ellas pueden parecer artificiosas–. Bendito artificio, yo me sigo conmoviendo cada vez que veo fumar a Audrey Hepburn en Muñequita de lujo. Y heredé de mi madre la pasión por Rita Hayworth, esa diva fulgurante, de una fuerza arrolladora. Mamá se indignaba, y yo cuando ella me lo contaba, porque Tyrone Power se dormía en Sangre y arena. Celebro pertenecer a esa generación que veía el cine en el cine, en ese ámbito a oscuras tan apropiado para soñar. Y vivan las divas que me han ayudado a vivir, a despegar de las limitaciones de la realidad”.