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SOCIEDAD

Solas


El libro “Pájaros sin luz”, de Noemí Ciollaro, revierte la invisibilidad de las mujeres de los desaparecidos. Por eso plantea preguntas y aventura respuestas que dejan un debate abierto. ¿Cómo explicar el muro de silencio que las ocultó como si se tratara de un “vínculo de segunda”? ¿Cómo hacerlo sin aludir a la condición de sospechosas que llevaron a cuestas por haber compartido el proyecto y la militancia de su pareja –”estar en lo mismo” o “haberse dejado arrastrar”–, por estar relacionadas con las víctimas por el amor y la sexualidad y no por la sangre?

Por Lila Pastoriza

Existen las Madres, las Abuelas, los Hijos... y nosotras... ¿por qué no estamos? La pregunta sobre la no visibilidad de las mujeres de los desaparecidos, de esos Pájaros sin luz que dan su título al libro de Noemí Ciollaro atraviesa su propio testimonio y cada uno de los que brindan las compañeras y esposas de desaparecidos que entrevistó. “Quedamos ahí, batallando en el medio, reivindicando la lucha, pidiendo por nuestros desaparecidos y bancando nuestra propia historia, nuestro propio presente y nuestros propios hijos, con la mochila al hombro, solas. Creo que nosotras pataleamos, que resistimos desde otro tipo de grito que el de Madres, Abuelas, Hijos. Desde el grito para adentro”, dice Delia Bisutti esbozando un cuadro de situación que de un modo u otro aparece en todos los relatos.
Los testimonios de Pájaros sin luz, qué paradoja, echan luz a raudales. Iluminan la historia de estas mujeres, revelan una desconocida gesta en la que coincidieron tantas que marcharon solas, casi a oscuras. Y van más allá. Plantean preguntas y aventuran respuestas que dejan un debate abierto. ¿Cómo explicar el muro de silencio que las ocultó, que las hizo tan invisibles como si también ellas hubieran desaparecido? ¿Cómo hacerlo sin aludir a su condición de sospechosas, por jóvenes, por militantes, por transgresoras, por sobrevivientes, por mujeres? ¿Cómo no meterse con ellas mismas, con su falta de protagonismo público, con su propio silencio?
“Si yo lo reemplazo, lo estoy matando. Si dejo esa silla vacía ahí donde está, lo mantengo vivo... Y entonces te relacionabas con un boludo, al que terminabas echando, porque éste era el reaseguro para volver al desaparecido, para no dejar de ser la mujer de un desaparecido”, dice Patricia Escofet en su lucido testimonio. La tremenda dificultad para armar nueva pareja y el rechazo que sintieron en algunos organismos de familiares son los temas recurrentes de las testimoniantes entrevistadas por Noemí Ciollaro. Todas, de un modo de otro, sostienen que vivieron en “estado de sospecha”... “A mí me parece que como nosotras teníamos sexo, eso nos descalificó... no ocurría así con las Madres...” aventura una de ellas.
Impactada por “ese silencio en lo público” que las cubrió a todas, Noemí Ciollaro indaga los porqués en los relatos que las mujeres hacen sobre sus vidas y sus sentires. “Traté de que estuviera representada una gama lo mas amplia posible. Hay militantes de distintos sectores políticosy mujeres que nunca militaron, están las intelectuales y las compañeras de obreros y delegados sindicales, las provincianas y las porteñas... Están quienes hablaron sostenidas por sus hijas mujeres, las que armaron pareja, las muchas que no lo lograron y las que ni se permitieron pensarlo... “En una etapa en la que imperaba el terror, en una sociedad donde hablar de “género” se vinculaba más con una sastrería que con la condición femenina, todas y cada una de estas historias calladas conforman un hito en la resistencia de las mujeres.

Contar la historia

Noemí Ciollaro es periodista y madre de tres hijos, la menor, de su actual pareja. Comenzó a escribir este libro en 1997, cuando una crisis de su hijo detonó la preguntas básicas sobre lo vivido. Apareció entonces la conciencia del aislamiento y la necesidad de las otras, las que habían vivido historias similares. “Recién con estos encuentros, con el libro, pude comenzar a elaborar qué había sido vivir como mujer de desaparecido”. Veinte años atrás, cuando su compañero fue secuestrado, Noemí repartía sus energías y su tiempo entre sus dos hijos –Grisel, de tres años y medio y Lautaro, de dos meses–, el trabajo periodístico -.suspendido por la reciente maternidad– y la militancia política en la que se había enrolada años antes.

–¿Cómo fue su vida en aquella primera etapa?

–El primer mes y medio abandoné nuestra casa del barrio de Urquiza y viví escondida mientras buscaba de modo incesante a Eduardo... Habían caído muchos compañeros y ya casi no militábamos. Algunos pudieron irse. Nosotros nos fuimos quedando... Hasta esa lluviosa tarde de sábado en que al regresar del supermercado con los chicos se nos cruzó un Falcon, nos bajaron en medio de la calle a culatazos, y se llevaron a Eduardo. Nunca nadie volvió a verlo en sitio alguno, nunca más supimos de él. Me fui con los chicos a un departamento prestado hasta que pude alquilarme otro adonde viviría hasta 1981. Se me terminaba la licencia por maternidad y opté por volver al diario... Dediqué mi vida a dos cosas: sostener a los chicos y encontrar a Eduardo. Y llegó un momento en que ni una sola pista daba para pensar que pudiera estar en algún lugar... Fue un tiempo de enorme aislamiento. Yo casi no tengo familia. Veía sólo a los padres de Eduardo, a un hijo suyo de su anterior pareja, a unos pocos amigos y compañeros del diario.

–¿Cuándo se convenció de que ya no aparecería, de que estaba muerto?

–No hubo un momento preciso. Lo busqué intensamente durante alrededor de un año. Y seguí luego, como se podía. Vivía pendiente de las listas de gente puesta a disposición del PEN... En el ‘80 una vidente me dijo que lo habían matado de un tiro en la garganta. Algo me pasó con eso. Recuerdo que esa noche prendí velas en varios lugares de mi casa... Pero la incertidumbre siguió. Y así fue pasando el tiempo sin dato alguno... Y la idea se fue instalando. Calculo que comencé a sentir que era mujer de alguien muerto hacia el comienzo de la democracia. Pero recién lo elaboré ahora, con el libro.

–¿En ese tiempo ustedes se sentían marginadas?

–Durante esos años las mujeres estuvimos muy aisladas. Buscábamos al compañero, hacíamos trámites, averiguábamos, íbamos a las marchas, nos conectábamos con familiares, pero no teníamos contacto entre nosotros ni un espacio donde encontrarnos... Incidieron varios factores, que aparecen en gran parte de los relatos. Uno era la emergencia: buscar dónde vivir, salir a trabajar, sostener a los chicos afectiva y económicamente, cuidarlos... otro, la angustia de la ausencia, de la incertidumbre, cómo manejar la situación... Y el temor a que nos pasara algo, ¿con quién quedarían los chicos?... Al principio tratábamos de mantener un perfil bajo por prevención. Muchas veníamos de una militancia clandestina y nopodíamos exponernos demasiado: éramos jóvenes, habíamos compartido la vida con el “subversivo”... Nos consideraban cómplices o sospechosas, y no sólo los militares, también parte de la sociedad... Con las madres, aunque también se dio, no fue tan así. No era lo mismo pedir por el hijo que por el compañero. El poder de la madre como imagen, como cosa cultural, es muy fuerte.

–¿Por qué no se integraron a los organismos de familiares?

–Muy pocas participaron en ellos. Una fue Zulema (que murió en estos días), ella no tenía hijos; su marido había militado en el Partido Comunista... Varias mujeres se contactaron con los organismos, pasaron por ahí, pero no encontraron un lugar de contención... Además de que podíamos poner en riesgo a los demás, resultábamos molestas. Al principio lo vigente entre muchos familiares era aquello de que “mi hijo no estaba metido en nada”... Nosotras, por presencia y por palabra reivindicábamos la militancia de nuestros compañeros... Nos sentimos rechazadas... De esto casi no se habla, pero lo cierto es que fue muy fuerte. Algunas quedaron como subsumidas en los organismos... Nos veían como distintas a los otros familiares...

–No era lo mismo ser madres, hermanas, que la pareja...

–No, y esto incidió mucho en el aislamiento, en el rechazo que percibimos en distintos ámbitos... Creo que al tratarse de un vínculo no sanguíneo, en el que se compartía el proyecto y la militancia, éramos altamente sospechosas... Estábamos “en lo mismo” que el desaparecido, nos habíamos “dejado arrastrar” por él... Lo sentíamos en el trabajo, el barrio, a veces hasta en la propia familia... Se sumaba, además, lo del “vínculo de segunda”, no éramos familiares como los otros... Todas sentimos esto, fuéramos o no militantes... “Ustedes pueden rehacer su vida”, nos decían, y el mensaje era que podíamos armar otra pareja, sustituir al compañero.. .como si la vida no fuera una continuidad... Una no la hace de nuevo... De hecho, de unos veinte testimonios que hay en el libro, somos poquísimas, tres o cuatro, las que estamos en pareja. Algunas nunca lo intentaron; otras sí, pero no les fue bien... Eramos sospechosas por ser jóvenes y mujeres... Sin hablar de la condición de sobrevivientes... Una entrevistada habla de la pregunta maldita “¿Cómo estás viva vos y él no?”...

–¿Hubo mujeres que retomaron la militancia?

–Sí, pero de otra forma y no en organismos de familiares sino en gremios, en organizaciones sociales, en tareas ligadas a apoyo de conflictos, a mantener la memoria... Tampoco en los partidos políticos, menos aun en los tradicionales... Yo estuve un tiempo en el PJ y sufrí mucho esa especie de mordaza que se siente allí cuando una toca estos temas. “¿La obediencia debida, el indulto?... Bueno, era una necesidad política, no jodas”... Imposible, me fui.

–¿Cómo reaccionaban las propias familias, los viejos, hermanos..?

–Hubo de todo, desde las que pusieron el hombro y nos contenían hasta las que reaccionaron muy mal... Esto aparece en las entrevistas... Con frecuencia tenían miedo, dejaban de vernos... Y en muchos casos hubo un condicionamiento que suponía un castigo implícito. La mayoría llegó a la conclusión de que lo mejor era vivir solas con los hijos y eso hizo... Había un mensaje que llegaba de todas partes: “¿te mandaste por la tuya, rompiste con todos los moldes, con el rol que correspondía..? Bueno, bancátela...” No haber seguido en el rol tradicional no se perdonaba.

–¿Siempre se rompieron los moldes, los roles tradicionales?

–No. En las entrevistas que yo hice apareció una clara diferencia de acuerdo al sector social y la práctica militante. Hay algunos testimonios de mujeres de delegados de fábrica, de obreros, que muestran una realidad y una reacción muy distinta de la de las mujeres de clase media, universitarias, militantes... Mientras éstas contaban con posibilidades degenerar recursos para mantenerse y de algún modo tenían más conciencia de lo que hacían y del riesgo, las de familias obreras eran mujeres que vivían del salario del marido, que se dedicaban a él y a los hijos, que no militaban... Hicieron las denuncias, salieron a trabajar denodadamente para mantener a sus chicos, pero todo fue más inesperado y más brutal, el miedo, la represión, la pelea para sobrevivir económicamente... Estas compañeras nunca vinieron solas a las entrevistas, siempre lo hicieron acompañadas por sus hijas mujeres que son quienes sostienen, quienes reivindican la militancia del padre... Sus madres, por lo general, tienden a suavizarla, a ocultarla. Y supe que en la zona de Tigre hay varios hijos de obreros de los astilleros que aún ignoran hasta quién fue su padre. Y sus madres no quieren que lo sepan.

–¿A qué atribuirlo?

–Eran mujeres que contaban con menos armas para enfrentar la situación y perdieron todo. Allí no sólo se llevaban a la gente sino que les destrozaban las casas, quedaban a la intemperie. Son las que más perdieron. Porque el terror, el miedo irrumpió más sorpresivamente en sus vidas... Aceptaban la militancia de su compañero, pero no participaban, a veces no sabían ni dónde trabajaban... Ellas sí cumplían el rol tradicional, sin dudas... Y aparece claro ante la posibilidad de formar una pareja. Una me dijo “mi moral no me lo permite”, lo que es coherente: una mujer que se queda sola debe dedicarse a sus hijos...

Silencios

–Más allá de estas diferencias entre mujeres de distintos sectores sociales, ¿qué fue lo común a todas?

Noemi Ciollaro–El efecto sobre nosotras, en tanto mujeres, de la incertidumbre que genera la desaparición. Yo, durante muchos años, estuve instalada en ese lugar donde no era nada. Ni casada, ni viuda, ni soltera... Y hay una tendencia a quedarse allí. Salir de ahí, que eso se haga consciente, es todo un trabajo. Lo específico nuestro era no saber qué eras... La madre sigue siéndolo, esté o no el hijo. En nuestro caso, una sigue siendo algo que ya no es. Yo fui “mujer de” durante muchísimos años. Era la mujer de alguien que no estaba y no se sabía dónde estaba ni si estaba. Esto nos caracterizó. El proceso se diferencia claramente del que debe hacer la mujer de alguien asesinado, donde hubo un cuerpo, un duelo... No es un tema de más o menos dolor. Es diferente. Se trata de cómo se vive, se trasmite, se actúa sabiendo que alguien está muerto o ignorando qué pasó.

–Esto incidía en la posibilidad de formar una nueva pareja...

–Sí, y de muchas maneras. En principio, no “rehacías” nada... Si armabas algún tipo de relación (lo cual a los veinte y pico de años era la tendencia natural), sabías, de movida, que estaba destinada a nada. Además, era muy complejo. Te movías entre los fantasmas de la traición, del abandono y el acatamiento al mandato de mantenerte virgen por fidelidad a alguien que quizás no existía... Una sola vez yo pensé en la posibilidad de hacer una nueva pareja. Y fue con Jacobo, a quien conocía desde los 17 años, en la militancia, en mi vida anterior... Así ocurrió los pocos casos que yo supe que se armaron parejas. Es un problema serio tanto para nosotras como quien quiere compartir nuestra vida. La presencia del desaparecido es algo muy fuerte. Es difícil armar una familia donde hay alguien que ya no está y que no está de esa manera... En el caso de los asesinados también lo es, aunque, insisto, el proceso es otro.

–En el libro hay una entrevista a Mirta Clara, cuyo marido fue asesinado... ¿por qué razón la incluyó?
–Porque me fue imposible no entrevistarla cuando me enteré de que ella logró saber (a través de los compañeros que estaban presos con su marido) que él había dejado palabras para ella y para sus hijos. Yo no pude sustraerme a querer saber cómo era para alguien conocer los últimosmomentos de su compañero, lo que ninguna de nosotras sabe... Pero qué pasó con ese hombre en los últimos cinco minutos de su vida, si pensó en sus hijos, en su mujer, eso no lo sabemos... La inclusión de ese testimonio fue por una necesidad mía.

–Las mujeres militantes habían ocupado espacios y asumido roles que suponían el abandono del lugar asignado ancestralmente... Cuando, con la desaparición, queda trunco ese proyecto de vida común en el que se asumían como sujetos históricos, ¿las mujeres retornaron en alguna medida al modelo anterior?

–Creo que ya no teníamos posibilidad de volver. Hubo algo muy fuerte en aquella experiencia que nos marcó... Fueron años decisivos, protagonismos que parten aguas... Sobre esa base, hay, claro, distintas actitudes, incluida la de quien busca un caminito para seguir peleando aunque sea en una resistencia solitaria... No volvimos a ser las mujeres del rol tradicional (que, por otra parte, quizá nunca fuimos cabalmente). Pudimos haber tenido etapas, habernos refugiado circunstancialmente... Cuando nació mi hija más chiquita, me agarró como ataque de dedicación full time. Pero pasó. Hay algo de aquello que se conserva en la actitud, en cómo una hace las cosas... Pero, claro, antes se trataba de una pasión, una llamarada, ahora es una llamita chiquita, el laburo grande es que no se apague...

–Hubo un cierto repliegue...

–Sí, y por varios factores. Esto tiene que ver con el título del libro, que viene de “acobardado como pájaro sin luz”... Nos decíamos que debíamos “salir adelante como sea”... Y te encontrabas con que todos los días hacerlo era una historia... La presión fuerte que venía de afuera (por ser sospechosas, por ser fuentes de riesgos) y la propia culpa de estar vivas nos empujaban en alguna medida al mundo del hombre: un protagonismo de perfil distinto, una participación más relegada. No nos instalamos en el lugar tradicional. Pero aun al retomar la militancia, ya no hubo aquel desafío, aquel ir a la búsqueda de la igualdad... Fue como si nos hubiéramos dicho que ése había sido “un intento muy lindo, pero no se concretó”. Y aun sin agachar la cabeza, de algún modo nos subsumimos, incluso para pasar más desapercibidas.

–La cuestión de los chicos aparece en todos los testimonios como una preocupación central. ¿Cómo la abordaron ustedes?

–Cada una la resolvió como pudo, individualmente. No teníamos contacto entre nosotras y muchas de estas cuestiones –qué decirles sobre la situación del padre o acerca de su militancia– provocaban conflictos en las familias. La primera cuestión fue especialmente difícil, por la incertidumbre, por intentar no trasmitir angustia... Muchas mujeres lo tiraban para adelante, decían que estaba de viaje... Yo primero les expliqué que no sabía adónde estaba el papá, que tenía la esperanza de que lo soltaran... Después ¿qué decir?, ¿qué seguridad tenías? Finalmente les dije que lo más probable era que hubiese muerto. Y la seguridad la fue dando el tiempo... Lo social también era muy difícil... Los chicos tenían que mantener un doble discurso y esto creó muchos problemas... Y nosotras no tuvimos un lugar donde hablar de estos temas nuestros...

–¿No surgió la propuesta de crear un grupo de mujeres de desaparecidos?

–A mí ni se me pasó por la cabeza. Y nadie creía que pudiese prosperar una propuesta así, porque ¿quién quiere quedar cristalizada en ese lugar, como mujer de desaparecido?... Lo fuimos, hablo en pasado... Hay quienes lo siguen siendo y compañeras que son muy críticas al respecto... Y, reitero: ni hablábamos de lo que nos pasaba. Una de las compañeras que testimonia en el libro es la madre de un compañero de mi hijo. Las dos sabíamos que nuestros maridos estaban desaparecidos. Y nunca nos sentamos a hablar de eso... Hubo algo muy fuerte de silencio... A todas nos pasaba lo mismo. Por eso es que pienso que la cuestión no pasa por echarles la culpa a los organismos; cada familiar hizo lo que pudo... Es más profundo que eso. La única vez en que algunas mujeres se reunieron y luego aparecimos en conjunto fue para lograr que los chicos no hicieran el servicio militar. Es decir que, si nos juntamos, fue como madres... Algunas pusieron un aviso en Página/12 que decía “Hijos de desaparecidos buscan a hijos de desaparecidos”. Las mujeres vinieron. Se obtuvo la ley. Y luego nos diluimos nuevamente.

Los pájaros sin luz

“Yo tomé conciencia del aislamiento luego de una crisis de mi hijo. La idea del libro surgió cuando me pregunté qué había pasado conmigo, cómo había actuado, por qué estaban así los chicos... ¿Y dónde estamos nosotras?, me dije. Después constaté que a varias se les había planteado algo similar, que nos asombrábamos al ver que nos pasaban las mismas cosas, que sentíamos la falta de reconocimiento, la pertenencia a un sector totalmente ignorado”, señala Noemí Ciollaro.

Sin embargo, nunca se conectaron, como sí hicieron los hijos. Cuando se juntaron, la única vez, no fue ni siquiera para ver qué casillero debían tildar en los formularios que pedían el estado civil de las personas... Fue para publicar una solicitada a fin de que sus hijos no hicieran la colimba.

–¿Por qué nunca pusieron un aviso que dijera “mujeres cuyos maridos están desaparecidos buscan a otras en igual situación?”...

–Mirta Clara dice algo así como que todo fue tan fuerte que quedamos subordinadas, relegadas, en función de mantener viva la memoria de esto. Que los protagonistas fueron ellos, los desaparecidos, los asesinados... Se me ocurre ahora que este silencio propio quizá se vincule con ser sobrevivientes, con su culpa, con la idea de que una no merece ser feliz...

–Vos decís que ustedes no eran nada, ni casadas, ni viudas... Una entrevistada relata que cuando le preguntaban por su marido decía que se había separado porque era mujeriego... Eran temas propios...

–Sí, y nosotras eramos mujeres de ese tiempo. Nos relegamos, se acentuó aquello de vivir para los otros... Hubo muchas razones... Fuimos las que, como pudimos, sostuvimos viva la imagen de ese padre hasta quealgunos hijos tomaron esa bandera y aparecieron un día en Plaza de Mayo... No hay palabras para describir lo que yo sentí al verlos aquel día... Quizás recién ahora, en el diálogo que abrimos por este libro con otras compañeras, una puede repensar la historia y comenzar a entenderla, a ver la dimensión de lo que ocurrió, a sacar fuerzas de ella para enfrentar la vida de todos los días, las dificultades actuales, porque si aquello no te destruyó... Y estoy sintiendo un alivio. Como si lograra salir de la oscuridad. Como si sectores de mí, inconscientes, fueran más luminosos...

–¿Ya no pájaros sin luz?

–Eran sin luz por dentro... tenían la oscuridad de la incertidumbre, como en el tango... Esa imagen sintetizaba lo que yo sentía: vivir durante muchos años en medio en la penumbra, haciendo lo que tenías que hacer, pero a oscuras, siendo muy elemental. Era la oscuridad de no saber qué había pasado, sin esa certeza de la muerte que hace accesible el duelo. Faltaba claridad hasta para trasmitirlo a los hijos. Y una avanzaba como podía, si nadie sabía cómo se hacía esto. Acobardada. Como un pájaro sin luz.