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SOCIEDAD

¿Qué pensará usted de mi?

La histeria, más allá de su ubicación psicopatológica, seducción, más aún cuando quien la padece suele tentar y negar, atizando el deseo de un perseguidor que no siempre lleva la mejor parte. Esta es la historia de una frase que siempre se atribuyó a las mujeres pero que hoy los hombres empiezan a explotar.

Por María Moreno

Soy la reina de las histéricas”, decía con orgullo Blanche Wittman a fines del siglo pasado. Su especialidad, es decir su síntoma, era un show unipersonal, cuyo primer acto era un estado de letargo, el segundo uno de catalepsia, y el tercero –gran finale– uno de sonambulismo. Un famoso cuadro de A. Brouillet la muestra realizándolo bajo los dictados del Dr. Charcot mientras una enfermera se apresta a abarajarla sobre una camilla. El cuadro se titula La lección clínica de La Salpetrière. Blanche solía, según León Daudet, extender una tarjeta de presentación donde se leía “Blanche Wittman, primer sujeto del Dr. Charcot”. Amén de darse importancia, la mujer estaba presagiando la estrecha relación de aprendizaje mutuo, de duelo fecundo que las histéricas y sus doctores sostendrían en provecho de la psiquiatría, la psicología y, luego, del psicoanálisis, a todo lo largo de la historia.

Ya sea bajo la vivacidad de la teoría, de la religión o del mito, con diferentes máscaras, la histeria ha sido asociada siempre a la feminidad. Muchas brujas, quienes durante el siglo XVI no sólo escaparon a la pira de la Inquisición seduciendo a los magistrados, sino que delataron a los mozos que odiaban señalándolos en las nalgas con la “marca del diablo”, hoy hubieran sido consideradas histéricas. Y las que no lograron escapar al horno de los obispos, muchas de las cuales eran verdaderas sabias homeópatas, protopsicólogas y detentadoras de poder popular, pusieron en evidencia con sus finales la desproporción de las pasiones que desataban, amén del eterno desafío a la ciencia dominante que hay en toda conducta tildada de histérica.

Es que la histeria, más allá de su ubicación psicopatológica, implica seducción, más aún cuando quien la padece suele tentar y negar, atizando el deseo de un perseguidor que no siempre lleva la mejor parte.

Pero ¿qué es la histeria? Por una vez que sea una mujer la que responda. La psicoanalista y escritora Liliana Heer dice: “Freud finaliza su espectacular travesía del psiquismo inconsciente preguntándose ¿qué quiere la mujer? ¿qué anhela? No en el sentido de Ellas no saben lo que quieren, sino en el sentido de afirmar que él, Freud, sabe menos que cuando comenzó con sus bellas escandalosas e indiferentes histéricas perforadoras del saber de un siglo. El psicoanálisis habla de tres características fundamentales: el Otro es una referencia prioritaria. Ante la angustia frente al deseo del Otro, la respuesta es la huida. La histeria es el sujeto por excelencia: en la histérica podría decirse que hay deseo del deseo insatisfecho”. La histérica se acercaría al deseo “sólo de lejos”, oscilaría en un vaivén de “ninguno es suficiente a ninguno es disponible”. Si hay una historia de la histeria no puede haber histeria sin historia. Ana María Fernández, psicóloga clínica, no cree –hablando de histeria– en ninguna esencia sutil que haya atravesado los siglos, sólo remozándose con los cambios de cosmética: “Aunque Freud llega a plantear que la histeria no depende del sexo género de quien lo porte, igual hay unaasociación de histeria y mujeres. Por eso, según como haya cambiado en la sociedad a lo largo de la historia el discurso sobre la mujer también ha cambiado el discurso de la histeria. En el siglo XVIII existía el discurso sobre la naturaleza femenina con una serie de atribuciones. Cuanto más las mujeres se instituyeran subjetivamente de acuerdo a ese modelo cultural, más histeria había. Porque podríamos pensar que una mujer que cumplía con cada uno de esos mandatos necesariamente tenía que producir gran cantidad de síntomas ya que tenía que arrasar con lo activo erótico, postergarse absolutamente por los hijos, depender económica y subjetivamente de un varón. Creo que lo que los psicoanalistas han dicho de la histeria es válido en cuanto pueda pensarse en una dimensión sociohistórica, no como una esencia o un universal inconsciente. Hay una tradición disciplinaria de pensar las cuestiones o bien desde el psicoanálisis o bien desde la historia, la sociología. Me parece que este es un momento donde es necesario hacer algunos cruces. Las miradas históricas son muy interesantes porque desesencializan las cuestiones”.

Liliana Heer dice: “Freud finaliza su espectacular travesía del psiquismo inconsciente preguntándose ¿qué quiere la mujer? ¿qué anhela? No en el sentido de Ellas no saben lo que quieren, sino en el sentido de afirmar que él, Freud, sabe menos que cuando comenzó con sus bellas escandalosas e indiferentes histéricas perforadoras del saber de un siglo".

 

Tango terapéutico de Sigmund y Dora

Las histéricas analizadas por el Dr. Charcot parecían poseídas por Satanás y dieron a la histeria un carácter espectacular; las analizadas por Freud pusieron su sufrimiento en palabras a descifrar. Sería a través de las mujeres analizadas por Freud que los síntomas de la histeria, alejados de los de la posesión demoníaca y aun a caballo de la psicopatología, contribuirían al avance de muchos conceptos psicoanalíticos como el de escisión del yo y la transferencia. Es así que una patología que se propone como un espectáculo se convierte, para quien la observa, en un verdadero magisterio sobre la psicología humana. La primera maestra en ese sentido fue una joven llamada Dora: su novela, como muchas, trata de adulterio, de amor no correspondido y de servicio doméstico desolado. El maestro va extrayendo como con forceps la confesión que –misoginia mediante y con una red de preconceptos en su mano vienesa- lo ayudaría a escribir el best seller psicoanalítico Análisis fragmentario de una histeria. El padre de Dora –escucha Freud o se informa a través de otros– es un industrial de prestigio, “persona dominante en su círculo tanto por su inteligencia y sus condiciones de carácter como por las circunstancias de su vida”; la madre, un ama de casa neurótica, empeñada en frotar todo el tiempo sus muebles victorianos; el hermano, un hijo pródigo. Luego están los amigos del padre –el señor y la señora K–, una institutriz que aparentemente se derrite por Dora y otra institutriz que hace de comparsa pero, luego se verá, no tanto.

La señora K, dulce y atractiva, le enseñó a Dora el libro La fisiología del amor de Mantegaza, haciendo gala de un liberalismo muy posfreudiano.

Luego, poco a poco, irán saliendo a luz los trapitos al sol: la señora K es amante del padre de Dora. El señor K se comporta con Dora con la angurria de Humbert Humbert con Lolita (Dora, a pesar de que se siente atraída por él, le da un sopapo), anteriormente había seducido a una institutriz, mientras que la institutriz de Dora está enamorada del padre de ésta.

A través de sus asociaciones Dora muestra su interés por el señor K, amén de una admiración por la señora K. “¿Cómo se explica su repulsa en la escena del lago, o por lo menos la forma brutal, testimonio de indignación, de dicha repulsa? ¿Cómo pudo una muchacha enamorada sentirse insultada en una declaración que, según comprobaremos luego, no tuvo nada de grosera ni de ofensiva?”, se pregunta el doctor (Dora había sentido asco ante una declaración del señor K junto al lago).

Freud va armando su teoría sobre Dora: la admiración de ésta por la señora K es tildada de homosexual, el ataque a K como la pelea entre eldeseo sexual y el horror de ceder a él por razones morales y a los fantasmas incestuosos producto de un Edipo cojo. El Dr. Freud hora se contradice, hora complejiza su hipótesis. Al fin terminará diciendo, luego de que Dora dejara el tratamiento “mis esperanzas de que estaban a punto de ser colmadas, se redujeron a la nada”. Se refería a su histérica más deseada (ella también cambia a cada instante y se niega a ser poseída): la teoría.

Freud tuvo otras pacientes, reacias a dejarse poseer, incluso analíticamente. Una tal Isabel le dirá: “Sigo mal, tengo los mismos dolores que antes” (o sea la terapia es tan poco hábil como el señor K). Otra, apodada “la bella carnicera”, le dirá triunfante: “he tenido un sueño que contradice su teoría”.

Freud pondrá, en castigo, la histeria del lado de la enfermedad, de la feminidad anormal que se niega a satisfacerse en el deseo de un hombre.

En su ficha anotará ansiosamente: fijación a la fase preedípica, deseo genital por la madre, rivalidad con los hombres, deseo de matarlos, castrarlos, desafiarlos (estamos hablando de inconsciente) y otras malas palabras.

Algunas mujeres harán otra interpretación: por ejemplo la psicoanalista Emilce Dio Bleichmar, en su libro El feminismo espontáneo de la histérica: si los hombres pueden separar entre el deseo y el amor, las mujeres no. El señor K había seducido antes a una institutriz diciéndole: “Mi mujer no es nada para mí”, frase que le repitió a Dora, sugiriéndole su carácter de intercambiable, la frivolidad de su sentimiento hacia ella. Luego, cuando Dora contó el episodio junto al lago, la traicionó con un “¿qué se puede esperar de una joven que lee La fisiología del amor?”. Por otra parte, el padre de Dora, en lugar de proteger el honor de su hija, la ha expuesto al señor K para simular su relación con la señora K, mientras que la señora K y la institutriz miman a Dora para disimular el interés por su padre. Una mujer puede desear ser deseada por un hombre, pero no a costa de no ser amada por él, o al menos ser reconocida más allá de su sexualidad.

La histeria es una protesta contra una moral que, por un lado, aún pone en tela de juicio el libre goce de las mujeres pero que las llama enfermas si no ceden a él. “Me quiere sólo para eso”, dice el lugar común. Traducción: “Yo también quiero eso y es cierto que se lo he demostrado hasta el cansancio, pero a condición de que me quiera más allá de eso, aunque yo misma no sepa bien qué es”.

Hoy Dora ha dejado la sala de estar adonde rumiaba su rencor por el señor K y el diván desde donde le enseñaba a Freud lo que él nunca podría aprender sobre el deseo de las mujeres. Es posible imaginarla en la escalera mecánica de un aeropuerto, neceser en mano, rumbo a una reunión internacional.

Dora 2000

Hoy Dora ha dejado la sala de estar adonde rumiaba su rencor por el señor K y el diván desde donde le enseñaba a Freud lo que él nunca podría aprender sobre el deseo de las mujeres. Es posible imaginarla en la escalera mecánica de un aeropuerto, neceser en mano, rumbo a una reunión internacional en donde representará a su compañía en calidad de presidente. ¿Sueño feminista? Realidad posible en un fragmento pequeño de mujeres de clase media como las que se ofrecieron a la oreja del psicoanálisis en calidad de objetos del diagnóstico de histeria.

Es cierto que la histérica ya no es una ficción que realiza en el aire el Arco de Triunfo ni hace delirar a los psicoanalistas sobre el enigma de la mujer. “Hay cuadros que son vedettes de una época porque, si bien todos tenemos inconsciente, los inconscientes encarnan modos sociohistóricos de despliegue. Las buenas neurosis están como desapareciendo de la consulta. ¡Esas neurosis de transferencia donde el analista duraba más años que el marido! –Ana María Fernández finge un ademán de nostalgia–. Entonces hay menos histerias en consulta al estilo de las grandes neurosis porque las grandes neurosis, en general, las fuertes histerias, las fuertes neurosisobsesivas, las fuertes neurosis fóbicas están como desplazándose porque pareciera ser que se van constituyendo subjetividades con menos estructura yoica, entonces aparecen crisis de pánico, ausencia de deseo etc. Ha cambiado la cultura psi por la propia demanda de los pacientes. No diría que han caído los grandes relatos neuróticos como han caído los grandes relatos, sino que en la consulta se ven menos. Lo cual no quiere decir que uno no siga viendo mucha histeria. Lo que pasa es que hay muchas Flores de Bach, gimnasio, terapias alternativas. Creo que no son épocas para que alguien tenga el deseo de plegarse sobre sí mismo y pensarse.”

Ana María Fernández se niega a despolitizar la política si se le sugiere que es allí donde la histeria a buscado su refugio. Se puede estar tentado de ver en el mercado una metáfora de la histeria en cuanto a su hacer desear. Pero no. El llamado al consumo no es el llamado a la satisfacción sino todo lo contrario, pulsión y deseo serían antagónicos. Lilian Heer dice: “Las estructuras clínicas de histeria y obsesión son las mismas, aparecen con otros semblantes. Se podría decir que antes algo pasaba más por la pulsión y ahora por la compulsión. Por un lado está la globalización económica, por otro la fragmentación afectiva –más que fragmentarización, parcializaciones–: no se le pide todo a nadie. Si la histeria era una categoría definida por la insatisfacción, no hay nada que insatisface más que el más, más y más. Esa voracidad, ese no parar de hoy es la lógica de Aquiles, no la de la tortuga. La cura pasaría por poner el deseo al servicio de la pulsión, ya que deseo y compulsión son irreconciliables, permitir pasar a la lógica del no todo, a un deseo decidido”.

Hoy los hombres parecen haber aprendido de esa cátedra ad honrem que las histéricas han ejercido a lo largo de los siglos. Ellos empiezan a comprender que la escena histérica casi nunca es la última sino la exigencia de un guión más imaginativo. Ellos mismos se han vuelto capaces de salir corriendo con la ropa en la mano al grito de: “¡No quiero, quiero otra cosa, no me gustan los portaligas, estoy harto del encaje negro, me da alergia. No soy cualquiera!”.

–Pero no es lo mismo –dijo una histérica anónima–. ¿Pero por qué? -interrogó la cronista.

–Pues porque carecen de la tradición del género. Como histéricos son burdos, literales. No saben, no sabrán nunca.

La mitología popular de la histeria deja de ser una pieza de museo para adquirir una siniestra cara cuando esgrime su argumento en los casos de abuso infantil. Algunas madres, según Ana María Fernández, cuando el acusado de abuso es su nuevo marido, suelen hablar de la niña como histérica, es decir alguien que fabula seducciones de las que se denuncia víctima y que en realidad habría inducido.

Existe la mitología de que en las clases populares conviven junto a prácticas progresistas, producto de lo que las buenas conciencias llaman “evolución de las costumbres”, una suerte de archivo de figuras pasadas: por ejemplo la histeria de gran formato y performance física espectacular. La Dra. Carrozzi, médica de guardia de un hospital de Tigre, suele ocuparse, aun en las fiestas de fin de año, de los heridos de bala, los empachados, las víctimas de las catástrofes domésticas –por ejemplo una niña que se ha pescado una infección cuyo origen, oculto durante muchísimos meses era que se había metido una arveja en la nariz ¿una histérica?–. Allí las madres, ancladas en su lugar de amas de casa, las hijas a quienes la economía prohíbe el estudio o el trabajo en un futuro mediato, atrapadas en la encerrona pasional, acuden a las estrategias que la tradición les dicta: “Era una noche silenciosa y profundamente calma -evoca la doctora–. Eran las 23.20 y los golpes parecían a punto de derribar la puerta. En nuestra módica estadística, golpes así se corresponden con una patología: traían a una histérica. –¡Abran! –gritaban– tiene un ataque cardíaco.

Y allí estaba ella. La traían suspendida entre tres, agitados y transpirados y sorprendidos por la urgencia (los torsos desnudos, las chancletas, el pantaloncito corto).

Y sí, era una histérica. ¿Crees que ya no existe la histeria de conversión en sus expresiones más primitivas?

Desde luego que aquí sí. Y éste era un letargo histérico, parecía en coma y por momentos pensamos ¿no será un coma? Consultados sus padres, dijeron que había estado detrás de la ventana de su cuarto esperando desde la tarde temprano a que llegara su ex novio a saludarla para Navidad. Que a medida que se fue haciendo de noche estaba cada vez más quieta hasta que cerca de las once se había desplomado y ahí estaban todos.

La dejamos sola y la muchacha se despertó. Eran las doce menos diez y recuperada después del llanto, se fue. A la sala de espera quiero decir, porque a esa hora no había taxis ni remises ni nada que se le pareciera a la redonda. La familia festejó la Navidad en seco, junto a nosotros. A las doce y media pasé a ver cómo seguía y todavía estaba allí. Miraba otra vez por la ventana, ahora de la sala de espera.

–A esta hora a él le debe haber llegado la noticia –dijo sin verme”.

Elogio de la histeria

Un psicoanalista, Jacques Lacan, quitará a la histeria de su aspecto psicopatológico y le dará un rasgo casi magisterial: la eterna pregunta de la histérica acerca de sí misma, su insatisfacción, agudiza los sentidos de los sabios y de los donjuanes que ella desafía. Al parecer, el mundo ha avanzado por la histeria y no por lo opuesto: la neurosis obsesiva, que insiste sobre la perfección de lo ya sabido, legitima y ritualiza, es decir, “fija”.

En el campo popular, la palabra “histérica” ha servido para mantener flameando el ego del varón rechazado, como si pudiera decirse “no me desea, por lo tanto es una enferma”.

Ana María Fernández lo explica así: “Hay dos variantes en el mito popular: la seductora, que promete y no da y se retira y su plus de goce va a estar en capturar al varón y frustrarlo, y la nerviosa que es como los muchachos llaman a una mujer insatisfecha sexualmente, a la que supuestamente todo se le va a resolver cuando descubra el enorme placer que le va a dar un hombre bien plantado. Una histérica y/o una mujer es alguien que está más pendiente de su deseo de reconocimiento que del reconocimiento de sus deseos. Pero si encaramos con una mirada más social el problema –no sociológica sino de la dimensión sociopolítica sobre la propia subjetividad de las mujeres–, en realidad, que haya tantas mujeres constituidas en su subjetividad, más pendientes de ser reconocidas que de reconocer sus deseos, ha sido la posibilidad de que la familia fuera monogámica. Por lo tanto, es una estrategia política central en la constitución de la relación de los géneros en la reproducción de esta sociedad. Puesto que alguien que puede hacerse cargo de sus deseos y en el libre albedrío satisfacerlos o no, no puede ser muy monógamo”.

La histeria es fuente de una vida aventurera que puede vivirse sin salir del cuarto propio: interminables preguntas (“¿Qué piensa usted de mí?”), afirmaciones solemnes que resultan un enigma para la virilidad (“Lo quiero pero no lo amo”), viajes a lo largo del cuerpo a través de una enredada cadena de síntomas (jaquecas, sofocos, afonías) que los diarios íntimos de las escritoras como Virginia Woolf o Katherine Mansfield despliegan como un barómetro de sus estados de ánimo, pero sobre todo ese incansable “sí pero no” que no implica en realidad ninguna contradicción, pero es vivida como tal por el hombre. ¿Quien no tiene una anécdota de histeria, atesorándola? El Dr. Lucien Israel, ardiente defensor de Dora, cuenta: “Un día me ocurrió lo previsible. Le aplicaba la inyección diaria de medicamento antiinflamatorio a una joven que me provocaba sin disimulo. Aunque cobarde y prudente, al fin tomé la iniciativa y... llamó a la enfermera de guardia. Mi ‘víctima’ y yo seguimos siendo buenos amigos a pesar de todo, y cuando ella abandonó el servicio me dejó un regalito con estas palabras: ‘¿Cree verdaderamente que hubiera gritado pidiendo auxilio?’”.

La histérica es una humorista, una jugadora que debe enfrentarse a un sexo solemne, demasiado pragmático sin que por eso deje de ser susceptible: el masculino.

Por los alrededores de Corrientes y Montevideo se conoce a una que cierto día entró en el bar al que suele concurrir hecha un mar de lágrimas. Encontró a un viejo conocido, lo abrazó, le hizo confidencias, poco a poco, ya consolada comenzó a mostrarle su agradecimiento con miradas guillotinantes, amplios cruces de piernas y súbitas caídas de uno de los breteles que sostenían su blusa o de ambos. Al fin le propuso al afectuoso que la invitara a su departamento a tomar una copa. Al llegar y, sin dejar de mirarlo con aquella intensidad que caracterizaba a Rasputín, se quitó lentamente la blusa (no llevaba nada debajo), se desabrochó el cinturón, bajó hasta la mitad el cierre de su pantalón y mientras exhibía una porción bronceada de su barriga, exclamó triunfante: “Te has hecho acreedor a un premio... poder contemplar mi ombligo”. Eso fue todo.

La histeria es un modo de ser que consiste en no ser como todo el mundo o, mejor dicho, como quieren los hombres, aunque fue uno de ellos, Lucien Israel, aquel médico burlado por una belleza de hospital, quien dijo: “¿Qué quiere la histérica? Un amor donde quede siempre algo por conquistar, algo por descubrir. Un amor que no esté totalmente obstruido por un objeto perfectamente adaptado. Un objeto que no sea un objeto de necesidad sino un objeto de deseo que deje siempre algo por desear, es decir que permita a la vida seguir siendo vida. La búsqueda es difícil: hay que tener mucho coraje, no sólo para mantener la propia posición, sino para soportar el ataque de los hombres”.

Ya sea como resistencia a los abusos de la cultura o como sufrimiento por lo que del deseo de las mujeres era arrebatado por ésta, la histeria fue un arma, un arma que, como en los chistes, no sale una bala sino un pañuelo. Porque es precisamente un pañuelo lo que evoca Liliana Heer para definir a la histérica: “El Pañuelo es un texto de Walter Benjamin: en la primera escena, según cuenta un capitán narrador de historias, cuando hizo la ronda buscando volver a ver a una mujer muy hermosa y tanto más hermosa porque en su belleza se destacaban su reserva, de voz frágil y vaporosa, oscura y metálica, no la encontró a ella sino su pañuelo. Al recogerlo del suelo y entregárselo escuchó un ‘gracias’ pronunciado en igual entonación que si le acabase de salvar la vida. Segunda escena: la misma mujer antes de llegar a destino se tiró al mar y alguien al verla caer, arriesgando su vida se tiró tras ella. Cuando la llevaba en brazos contó el capitán que ella había musitado a su salvador un ‘gracias’ tal, que no parecía sino que le acabase de recoger el pañuelo”.