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ESPECTACULOS

La inglesa de pulso firme

Kate Winslet comenzó a deslumbrar allá por sus dieciocho años, cuando el mundo la conoció gracias a esa gran película que fue Criaturas celestiales. Después siguió su camino, cuya cúspide, en términos de popularidad y dinero, fue Titanic. Si después de aquello no se escucha hablar tanto de Winslet, no es casualidad. Ella decide su ruta, de acuerdo con su estricto criterio.

Por Moira Soto

Sólo su boca naturalmente pulposa, cuyas comisuras se deprimen una pizca aun cuando sonríe, sugiere ese lado sombrío, turbulento, que en el colegio la impulsaba a escribir composiciones surcadas de violencia, sangre, vísceras, muerte. Todo lo demás –su aspecto sanito, la energía que irradia, la armoniosa combinación de sensatez y sentimientos que la han preservado de ser pasteurizada por Hollywood– responde al retrato fresco y luminoso que, desde que deslumbró como criatura celestial allá por 1994, vienen haciendo los periodistas que la entrevistan.
En otras palabras, Kate Winslet es una chica que se siente bien en su piel y en su oficio, por el que manifestó una vocación inequívoca desde niña, y a la que los cantos de sirena del estrellato le entran por un oído y le salen por el otro. En ella, sin duda alguna, se cumple absolutamente ese lugar común que mienten a menudo muchas figuritas al alcanzar la fama y sus correspondientes halagos (“sigo siendo la misma de antes”): han pasado ya dos años largos desde que Winslet encarnó a la romántica aristócrata de Titanic con el suceso que todo el mundo sabe y que derivó en automáticas genuflexiones de la industria que habrían embaucado a cualquier otra chavala de 22 años. Pero no a esta pelirroja con algunas cosas claras, aparte de sus ojos verdes con trasfondo dorado. Kate Winslet no se la creyó porque siempre supo que no quería adherir al estereotipo de estrella, que lo suyo era actuar eligiendo sus proyectos sin pensar en otra conveniencia que la de sentirse libre para seguir sus corazonadas, a salvo de cualquier manipulación.

Iluminación marroquí
Así fue que mientras la megasuperproducción Titanic se llevaba por delante todos los records, Winslet optaba –por razones sentimentales, sin la menor garantía de nada– por una peli modesta de menos de 6 millones de dólares –por la que cobró chirolas en relación con lo que le ofrecía Hollywood–, sobre las peripecias de una madre hippie en el Marruecos de los años ‘70. Hideous Kinky es el título de este film, traducido libremente para el reciente estreno local como El viaje de Julia. Curiosamente, esta realización de Gillies Mac Kinnon basada en la novela de Esther Freud, nieta de Sigmund, puede considerarse un tímido antecedente de Humo sagrado, el film de Jane Campion que K.W. protagonizara en 1999 y que se conoció localmente en junio de este año. El viaje... intenta describir la búsqueda de alguna iluminación, de una guía espiritual que dé sentido a su vida. Julia, separada de su marido que nole manda dinero para mantener a sus dos hijitas, marcha a tientas detrás de los sufíes, en pos de una escuela de aniquilación del ego.
Cuando, contra todo lo que se esperaba de ella, Kate agarró este viaje de Julia, se dejó llevar –una vez más– por sus impulsos afectivos: guardaba gratos recuerdos de la novela que había leído a los 17, regalada por su novio de entonces, el escritor y guionista Stephen Tredre, con el que mantuvo una relación amorosa de cuatro años, luego de los cuales se separaron, muy amigos. En el ‘98, Stephen estaba muy enfermo y le sugirió a Kate que siguiera su instinto. Durante el rodaje de El viaje..., él murió. Desconsolada, la actriz escapó de la première de Titanic que se realizaba en Los Angeles para ir al funeral. A los que trataban de convencerla diciéndole que Stephen Tredre hubiera querido que disfrutara ese gran día como una reina, la actriz respondía: “Bullshit, ser reina no es lo mío y no quiero ir a una fiesta sino a despedirme del hombre que amé”. De vuelta en el rodaje de El viaje..., K.W. recibió lo que ella define como el último regalo de Stephen: un día, trabajando bajo el sol enceguecedor de Marruecos, miró del otro lado de las cámaras y se encontró con otros ojos. “Cuando lo vi, me dije: ‘Oh, Dios mío, es El’. En ese instante, supe lo que iba a suceder. Sucedió, claro, y a los tres meses Jim Threapleton me pidió que nos casáramos.” En esta oportunidad, Winslet tampoco hizo lo previsible, es decir, no se metió con un galán en el candelero, con un director exitoso, con un productor bien forrado. No; ella se matrimonió con un simple asistente de dirección y en estos días acaban de tener una preciosa bebita de apelativo Mia.

Criatura terrenal
A los 25 recién cumplidos, Kate Winslet es la cara más conocida de una familia de artistas vinculados con el teatro, que incluye abuelos, padre y dos hermanas proclives al arte dramático que la protagonista de Sensatez y sentimientos empezó a estudiar a los 11. Al año siguiente debutaba en la tele, pero no en una serie sino en un aviso de cereales (ya vendía salud). Durante su adolescencia siguió en el conservatorio mientras conseguía algunos trabajitos en la TV y en el teatro ingleses (en el West End hizo de Wendy en el musical Peter Pan, en 1991). A los 18 se presentó al casting de Criaturas celestiales convocado por el director neocelandés Peter Jackson. Kate había leído el guión y se moría por hacer Juliet Hulme, personaje real que vivió siendo adolescente una extraordinaria amistad simbiótica con una compañera de colegio, Pauline Parker. Las dos chicas se crearon un mundo aparte obsesivo e imaginario y cuando desde afuera llegaron las interferencias, reaccionaron con la mayor de las violencias. Según se lo había pronosticado su padre, Kate obtuvo el papel y, además, se produjo una conjunción perfecta puesto a que el también difícil rol de Pauline fue adjudicado a Melanie Lynskey. Criaturas... resultó un éxito en todo sentido por su calidad y originalidad para acercarse al universo adolescente con acentos poéticos y llegar al centro del horror cotidiano más escalofriante. “Me encontré a los 18 en Nueva Zelanda sola, sin mi familia. Entregué mi alma en esta tragedia sin calcular cuál sería el costo, cuánto sufriría. Volví confusa y agotada, pero consciente de lo mucho que había aprendido en esta prueba”, confesó tiempo después Kate. La intérprete fue muy elogiada y sólo quedaba por ver si la actriz que aún no había cumplido los veinte sería capaz de sostener en rendimiento semejante futuro.
Desde luego, la inglesita romántica y aventurada probó con creces que Criaturas celestiales no había sido un producto de las circunstancias (director, elenco, tema) y en la siguiente película, Sensatez y sentimientos (1995), dio nuevas muestras de este talento certero y versátil que llevó a Kenneth Branagh –que la dirigió en Hamlet (1996), en el papel de Ofelia– a exclamar: “No sé cuánto hay de talento y cuánto deintuición en lo que logra, pero es malditamente buena en todo lo que hace”. Y conste que el infatuado Kenneth la llamó después de que Kate trabajase con Emma Thompson y se convirtiese en amiga y paño de lágrimas de la actriz y guionista de Sensatez..., que luego de ese film dejó al supuesto sucesor de Laurence Olivier por un actor más joven y más guapo.
Luego de la adaptación de la obra de Jane Austen y de una candidatura al Oscar, Kate Winslet subió su cotización y se multiplicaron las ofertas. ¿Qué hizo la atípica K.W.? Pues eligió embutirse de nuevo en un corsé para actuar en un interesante pero poco glamoroso film inglés, Jude, junto al excelente Christopher Eccleston, sobre una novela de Thomas Hardy. No fue ningún suceso, pero a Kate le encantó hacerla. Enseguida fue la Ofelia del ampuloso Hamlet de Branagh y ya en el ‘97 llegó la hora del Titanic. Aceptó el papel de Rose porque Emma Thompson había llorado al leer el guión. Y fue Rose, la chica bien venida a menos, a quien la madre quiere colocar con algún millonario sin contar con que la joven descubrirá otros mundos, sorteará las diferencias sociales y conocerá el verdadero amor.

No hay humo en tus ojos
No hubo caso: Hollywood se quedó con las ganas. Cuando a los 19 fue a promocionar Criaturas... a los Estados Unidos, ya tenía sus prejuicios y, cuenta, “al ver a esos tipos gordos fumando puros, comprobé todos esos tópicos sobre la parte más asquerosa del negocio, fue todo muy freak. Aunque también hay personas valiosas y genuinas. Hollywood es un sitio muy irreal. El estilo de California no va conmigo”.
La idea de carrera que tiene desde siempre Kate Winslet es exactamente lo contrario de convertirse en una estrella hollywoodense: no considera que deba subir con cada film un escalón de su cotización, no quiere saber nada de que se metan en la vida privada, no le interesa ser el centro de la fiesta, no desea que ningún estilista le mejore la imagen y, sobre todo, no está dispuesta a transformarse en una sílfide. Respecto de este tema, no se trata sólo de ella misma y de su sólida constitución física: “Sé que hay legiones de mujeres que sufren la tiranía de la delgadez, montones de chicas jóvenes ingenuas y vulnerables que están sufriendo estas presiones. No soy raquítica ni lo voy a ser nunca, y voy a proclamar que esto no importa. Estuve en el campo de concentración del hambre siendo adolescente, me martiricé, me enfermé y ahora por fin soy feliz no contrariando mi naturaleza”.
Así, redondeada y maciza, la quiso Jane Campion para la Ruth de Humo sagrado, la heroína más osada del desierto australiano. Antes de lanzarse a actuar en Kuills en la compañía de Geoffrey Rush como el marqués de Sade, K.W. se entregó sin reservas a este personaje indomable y potente que se manda un viaje desestabilizador sin medir las consecuencias. Kate, como es habitual en ella, apostó todo a su rol y cuando Campion se lo pidió, se hizo pis en la arena, de pie, desnuda. Aunque parezca un contrasentido, ésta es la misma chica familiera y generosa que al final de los reportajes suele pedir al cronista: “Por favor, quite todas las maldiciones, que a mi madre no le gusta leerlas”.