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SOCIEDAD

Crímenes y desapariciones en La Feliz

En los últimos cuatro años, dieciséis mujeres fueron asesinadas y otras ocho desaparecieron en Mar del Plata. Trece de ellas ejercían la prostitución. No hay un solo detenido en la causa, que se escudó en “el loco de la ruta”, pero que navega entre el miedo generalizado y las sospechas que recaen sobre las víctimas.

Por Marta Dillon

“Lo que te cuento es como si no te lo hubiera contado yo, mirá que no tengo ganas de aparecer en la ruta”, advirtió una mujer. “Si prendés el grabador, te doy otra versión... todavía soy joven”, se quejó un hombre. “Si ponés mi nombre o dónde trabajo, me van a reconocer y ya me tiraron un auto encima”, otra mujer; y otra: “Ya me amenazaron demasiado, no puedo arriesgarme”. En Mar del Plata, nadie se anima a decir exactamente lo que dijo. No si lo que se sabe tiene relación con alguna de las mujeres desaparecidas y asesinadas desde 1996. Dieciséis, si no se cuenta a las seis mujeres que asesinaron en los últimos 75 días y que los investigadores consideran casos aislados. Las primeras tenían varias cosas en común, por lo menos trece ejercían la prostitución en la calle, el escalón más bajo del negocio. Ocho son las desaparecidas, todas tenían hijos y la mayoría estaba embarazada de pocos meses. La última desapareció en noviembre de este año, tenía 22, era mendocina y no hacía mucho que frecuentaba la parada que le habían asignado en el barrio La Perla, ese que desemboca en el balneario más popular de la ciudad. Patricia Varón desapareció apenas unos días después de que el ministro de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Eliseo Verón, recibiera un pedido de informes sobre el tema y se comprometiera públicamente a aclarar el caso. Todavía nadie sabe nada. Ninguno está autorizado a hablar. El miedo es una mordaza. ¿Cómo contar entonces esta historia? En los tribunales sólo hay “fuentes judiciales”, entre la comisión investigadora de la Policía Bonaerense, “fuentes de la investigación”. Los familiares tienen cosas que decir, pero no se atreven. Los abogados apenas pueden hacerse cargo de las sospechas. Pero por lo bajo, los rumores son tan persistentes como la arena que se filtra entre la ropa cualquier tarde de playa. Una versión relata complicidades que para algunos son evidentes: la policía, sus negocios con el narcotráfico y con la plata que dejan estas mujeres poniendo el cuerpo. La otra es la que circula en ámbitos oficiales y empujada por ese viento amenaza con convertirse en un médano que está asfixiando la voz de las víctimas: que las mujeres desaparecen voluntariamente, que son movimientos internos de la prostitución, que están huyendo de fiolos que las golpean y las explotan y que la jerga llama “maridos”. Ni unos ni otros creen en la teoría del asesino serial, una silueta sin nombre al que los medios le atribuyeron características psíquicas y hasta orientación sexual –se llegó a decir que podría ser homosexual– y que no tiene más móviles que la compulsión por matar. “Fuentes de la investigación” dicen que eso puede haber sido una “presunción cierta” en los primeros dos o tres casos, cuando aparecían cuerpos mutilados a los costados de las rutas 11 y 88, pero ni siquiera el resto de las muertes tendrían un mismo autor y de ninguna manera las desapariciones que empezaron a hacerse cíclicas a partir de 1997.

“Dicen de las que desaparecen acá, ¿pero saben con cuántas pasa lo mismo en Mendoza? ¿Cuánta gente se mata por día en la provincia de Buenos Aires? Estas mujeres muchas veces quieren escapar de los hombres, tal vez esténtrabajando en otro lado. ¿Que tenían hijos? Eso no quiere decir nada. Puede ser cruel, pero más cruel es el submundo de la prostitución.” Las “fuentes judiciales” registran su propia crueldad, pero dicen que hay peores. ¿Peor que qué será la sospecha sobre la víctima? ¿Y el silencio generalizado? Ni los descuartizamientos ni las desapariciones despertaron reacciones sociales en la ciudad de Mar del Plata, que esta semana anuncia con bombos y platillos su temporada 2001. No se cerraron los comercios como cuando aparecieron muertas las tres chicas en Cipolletti. No hubo marchas del silencio como en Catamarca. De eso habla la consigna que levantan las mujeres del CAMM, Centro de Apoyo a la Mujer Maltratada: “Ninguna vida vale más que otra”. Estas señoras fueron las únicas que sostuvieron el alerta frente a la situación de las mujeres trabajadoras del sexo. Cada miércoles se reunían frente a la catedral con pancartas que llevaban escritos los nombres de las desaparecidas y asesinadas. Cada miércoles hasta que se cansaron de estar solas. Y desistieron de esa forma de protesta.
Siete mujeres muertas. Ocho desaparecidas, denuncian las mujeres del CAMM. Cinco y seis respectivamente son las cifras oficiales. “Para hacer desaparecer a una persona es necesario contar con cierta infraestructura, imaginate a seis u a ocho.” ¿Será esto parte de lo que los abogados Martín Ferri y Wenceslao Méndez –defensores de tres de las desaparecidas– pueden decir sin miedo? “Hay gente implicada muy importante, hay un fiscal federal, toda la plana mayor del Consejo Deliberante y buena parte de la comisaría primera que tiene jurisdicción sobre La Perla, donde trabajaba la mayoría de las chicas. Todos declararon en la causa, pero nadie se preocupó de investigar lo que decían, por qué dieron falso testimonio. A esta altura, las hipótesis pueden ser muchas, pero lo importante es por qué no se descubren”. Esto último ya no lo dijo nadie.

La primera se llamaba Jackeline. Era su nombre verdadero, Jackeline Fernández. Uruguaya, artesana, en los expedientes se habla de su vida sexual promiscua, que dormía donde podía, que hacía dedo. Su nombre es la primera foja de una causa que unificó todos los casos de mujeres que se prostituían y fueron muertas o desaparecidas. Apareció estrangulada, al costado de la ruta 226, desnuda. Las chicas que caminan la calle saben que no se dedicaba al negocio. Igual es la primera de la lista. A Mary, en cambio, la conocían casi todas. Ella, más que ninguna. Se la podría llamar, por ejemplo, Anabela, un nombre que nadie usa en La Perla. Se acuerda perfecto de la última vez que vio a Mary viva, a pesar de que ya estaba un poco “zarpada de merca”. Fue cerca del Hotel Carlitos, donde las dos laburaban y del que recibían “diez o doce mangos por pasada”. Anabela era “rependeja” entonces; Mary ya no, tenía 35, cinco hijos y pocos dientes. La próxima vez la vió en la morgue. “La policía me estuvo buscando un montón a mí porque yo me asusté, imaginate que estaba siempre zarpada y yo estoy segura de que el tipo que la mató me vio, porque yo estaba con ella, seguro que yo también lo vi... estaba cazando fantasmas todo el día. Y después de ver lo que le hicieron me guardé, no quería ni salir de noche. Tenía un cuchillo metido en la concha, un Tramontina, la boca se la habían cortado hasta las orejas, un alambre en el cuello y le habían escrito puta en la espalda, con un firulete abajo como los que se hacen en las firmas”. Era noviembre de 1996, muchas chicas quisieron dejar de trabajar en la calle después de lo de Mary. Algunas no pudieron hacerlo. “Hay mujeres a las que no les queda otra; los maridos les piden que lleven la plata, cien pesos por ejemplo y si no los hacés en la noche se tienen que quedar todo el día. Si no vuelven a dormir, ya tienen que volver con doscientos”. Anabela se “internó un tiempo”. El mismo lapso en que aparecieron muertas Zulema D’Angelica y Viviana Espíndola. La primera no trabajaba en Mar del Plata; la segunda también tenía parada en La Perla. De su cuerpo se encontraron partes el 20 de enero de 1997; nunca la cabeza. Al final de ese verano, Patricia Pietro pensaba que iniciaría un nuevo ciclo. Su hija, Antonella, empezaría el jardín de infantes el primero de marzo. Ya había comprado el delantal, ya había reducido su horario laboral a los domingos, por eso le decían La Dominguera, era el único día a la semana que se paraba en una esquina de ese barrio residencial donde los hombres van a buscar mujeres para encuentros rápidos y pagos. El 27 de febrero salió a trabajar a la noche y dejó a la nena durmiendo. Nunca volvió, es la primera desaparecida.

“¿Miedo? Más bien que tengo miedo, pero bueno, yo pago mi seguridad, y nada que ver con la policía, con la policía no hay que meterse porque es peor”. No se la puede describir, tampoco decir en qué esquina de La Perla trabaja, cualquier dato le produce pánico. Llamémosla Teresa. Teresa es prolija para trabajar, no se gasta la plata en drogas, hasta logró comprarse auto y departamento. Es una excepción en un barrio donde las esquinas las ganan mujeres pobres sin canon para su trabajo, casi a voluntad del cliente. De Teresa es la idea de comprar un micrófono de esos que usan los detectives privados para alertar a su marido de cualquier movimiento raro. Sólo se va del barrio con clientes. “Al principio todas se cuidaban más, estaban en la parada de a dos y lo que tenías que hacer lo hacías en un auto o en los hoteles de acá, pero la calle está dura y todo se relaja”. Hace frío en Mar del Plata, casi siempre hace frío a la noche, dicen las chicas de minifalda, es el viento marino. Pasaron más de tres años desde que se tomaron aquellas primeras medidas de precaución que ahora aflojaron. “Lo que pasa es que ahora es distinto, no es un asesino loco, ya ni siquiera aparecen los cuerpos”. Es una mujer mayor la que habla, de shorts escotados en los glúteos y zapatillas con zoquetes blancos, mayor de cincuenta seguro, dicen los que la conocen. El rumor que corre en La Perla es que no tiene sentido cuidarse de desconocidos porque los responsables hasta salen en la tele. Ya ni siquiera la policía les cobra arreglo. “¿Para qué? ¿Con qué cara?”, dice Carla, la señora. Pero también se dice que arreglan con los maridos que se quedan con el cincuenta por ciento de lo que produce la mayoría de las mujeres. Lo que no se sabe es qué arreglan.
En mayo del ‘97 aparece el cuerpo mutilado de María Elizabeth Giménez. Le decían Daniela y dicen que andaba averiguando quién se había ensañado con su amiga, Mary Amaro. Como otros familiares, la mamá de Elizabeth recibió amenazas y llamados anónimos. Una vez, dice, la quisieron atropellar con una camioneta. Alguien le dijo que su hija andaba con un “rengo de la tercera”, la comisaría que tiene jurisdicción sobre el puerto, la zona donde Margarita Di Tullio tiene sus dos “lugares de mujeres”. También dicen que Daniela se había negado a ser “mula” de un tal Carlos, policía federal. “Que detrás de todos estos casos hay una mafia que tiene que ver con el narcotráfico y la prostitución no hay dudas, lo que hay que ver es quiénes son los jefes y quiénes los protegen”, dicen los abogados ahora, desde la esquina de tribunales. “Las minas podrían ser informantes de la policía, ya sea para controlar que los punteros cumplan con los arreglos o para avisarles cuando hay uno nuevo que quiere puentearlos. Pero a veces ellas con sus maridos puentean a la policía”. Para los abogados el negocio de los uniformados estaría más ligado a la distribución de drogas que a las comisiones que pagan las mujeres para trabajar tranquilas.
“Si hay buchonas, nosotras las conocemos, yo hay dos o tres que no conozco, pero en La Perla no dejan trabajar así nomás a las buchonas. La historia debe ser otra. Además, acá vienen los punteros y alguna que otra venderá y muchas comprarán, pero siempre son tranzas chicas”. Anabela habla con conocimiento de causa, durante años trabajó sólo hasta juntar la plata del papel, de la dosis necesaria para calmar por un rato su ansiedad.

“¿Sabés cómo me entero yo de que Ani había desaparecido? Por Crónica.” Al principio Libia de Baay, mamá de Ana María Nores, desaparecida el 18 de julio de 1997, dice que está cansada, que ya no se acuerda tanto. Después relata cada detalle, cada palabra, cada sospecha. “Yo había ido a tomar mate el viernes, la vi por última vez ese día y sentí que me quería decir algo que no se animó, tenía la casa hecha un desastre, le dije que no dejara mojar la ropa sucia así no tenía que lavar todo a la vez”. La próxima vez que fue a la casa de su hija, el domingo 20 de julio, a la tarde, sus cuatro nietos estaban en la cama, una tenía fiebre y Ani no estaba. Estaba en cambio un tal Alejandro, que atendía uno de los dos carros de pochoclo que tenía en concesión el “marido” de Ana María. Le dijeron que había ido a visitar a una amiga, “pero ellos ya sabían que algo había pasado, lo habían denunciado el día anterior”. Para Libia fueron días duros, ella ni siquiera sabía que Ani trabajaba como prostituta. Después se enteró de muchas cosas más, la mujer que cuidaba sus nietos, también abuela de los dos hijos mayores de la anterior pareja de Ana María, le dijo que “Ani salía con un comisario de la primera y que a veces iba a trabajar al campo, cerca de Batán”. El marido de Ani, Luis Rivero, fue uno de los sospechosos que alguna vez se detuvo en esta causa y que recibía los carros de pochoclo de un tal Andujar, dueño de un predio en el paraje El Boquerón, cerca de Batán, donde había funcionado un prostíbulo, El Jardín Boliviano. Andujar era propietario de un Galaxy bordó que fue secuestrado porque se encontraron manchas de sangre en el tapizado. Las pericias dijeron que la sangre no era humana. Rivero tenía entonces, paralelamente, otra mujer, Patricia, con la que también tenía hijos. La última mujer desaparecida, en noviembre de este año, cuidaba los chicos de Patricia y de Ani, seis en total.
Libia fue la primera en contratar un abogado para que siguiera de cerca la causa, también se conectó con las mujeres del CAMM y movilizó algunas de las pocas marchas que se hicieron para pedir que se esclarecieran estos casos. Pero lejos de esclarecerse, en octubre del ‘97, desaparece Silvana Paola Caraballo, madre de una nena a la que enviaba a un colegio católico. Y la catequista de esa escuela fue quien declaró que Silvana tenía relación con un tal Alberto, personal de la comisaría primera, y que ella estaba asustada porque habían terminado la relación. Caraballo tenía registrados en su computadora datos de supuestos clientes, muchos de los cuales pertenecían a la policía y al Poder Ejecutivo de la provincia.

Ocho días después de la tercera marcha que organiza el CAMM, Verónica Chávez sale de su casa, rumbo a La Perla y no vuelve nunca más. Era amiga de Caraballo. “En cuanto me enteré fui a ver a la familia de Chávez, ¿y sabés qué me dijo la madre? Que su hija no tenía nada que ver con la mía, que la suya no trabajaba de puta. ¿Y qué importa? Yo no le iba a discutir, sólo quería que las buscáramos juntas”. Libia aprendió dolorosamente que en Mar del Plata no todas las vidas valen lo mismo.
“Yo tengo la esperanza de que mi hija va a volver, que va a volver por los hijos. Cada loco con su tema; éste es el mío. Lo gracioso es que cada vez que voy a ver al fiscal me pregunta qué novedades tengo... ¡si yo estoy esperando que ellos me digan!”. La mamá de Verónica Chávez visita, igual pero por separado, la fiscalía del doctor Carlos Pelliza que es rutina para Libia. “Pero a mí no me van a hacer creer que mi hija se fue sola, si estuviera viva se hubiera comunicado conmigo”. La madre de Chávez, que no quiere dar su nombre y que terminará violentamente la conversación cuando descubra que sus dos nietos, hijos de Verónica, están escuchando tras la puerta, también fue amenazada y también contrató a un abogado para que investigara, Wenceslao Méndez. Las dos madres tienen iguales temores, prejuicios distintos. Entre las hijas también había cosas en común, la parada en La Perla, las dos tenían hijos, 27 años, eran morenas de ojos claros y estaban embarazadas, igual que Caraballo.

“Y bueno, al fin y al cabo, ¿quién no va de vez en cuando de putas?”. No, no lo dijo un “fiolo” para justificar su metier, lo dijo un funcionario público cuando se lo citó a declarar como testigo en la causa que se unificó en 1997, después de la desaparición de Caraballo. En la agenda que llevaba Verónica Chávez figuraban con nombre, datos físicos, edad y chapa y marca del auto que conducían, de los que se suponía eran sus clientes, entre ellos Marcelo García Berro, fiscal federal del Tribunal Oral de Mar del Plata, Oscar Pagni, presidente del Concejo Deliberante y autopostulado a la intendencia para el 2003; Jesús Porrúa, ex secretario de Gobierno de la provincia; Alberto Lobo Iturburo, jefe de calle de la comisaría primera y un tal Ayala, de la Brigada de Investigaciones de la zona. Las declaraciones de estos personajes podrían ser leídos sin sobresaltos en el medio de la trama de una comedia de enredos. Pero en una causa que ya ocupa metros cuadrados en la fiscalía de Pelliza, son disonantes. Pagni aseguró que había conocido a Chávez cuando se bajó de su auto para ayudar a apagar con su matafuego el incendio en la vivienda de un vecino de la chica. Que después ella lo llamó para pedirle trabajo y que ese llamado se repitió otras veces. García Berro, la persona que tiene a su cargo la acusación de todos los delitos ligados a drogas en Mar del Plata, dijo que había sido Chávez la que lo reconoció, porque alguna vez lo había visto en un noticiero, que después él la invitó a tomar un café, que otra vez se la cruzó de casualidad y la llevó a la casa. Se lo tuvo que convocar por segunda vez para que admitiera que había tenido relaciones sexuales con ella, pero bueno, eso es algo que le pasa a cualquiera.
Los policías implicados en el caso, Iturburo y Ayala, fueron trasladados al conurbano bonaerense, pero no pudieron explicar cómo si ellos sabían que Chávez y Caraballo trabajaban en la calle nunca les hayan labrado un acta de infracción. Todo esto sucedió en 1998 y se acalló cuando en junio y octubre de ese año aparecieron otros dos cuerpos mutilados. Aunque ya el patrón no coincidía. Las dos mujeres, Gabriela Narcialde y María del Carmen Leguizamón, no fueron levantadas en La Perla y tampoco de noche, sino cerca de sus domicilios en la periferia de la ciudad. Las dos habían estado vinculadas a Margarita Di Tullio, la famosa Pepita La Pistolera. Y ella tiene su propia versión del asunto, aunque tampoco la dice concretamente, apenas se deja deslizar que las mataron para volver a agitar el fantasma del loco de la ruta. Nunca hay un rumor único. Otro dice que Pedro Villegas, ex marido de Pepita, podría haberse vengado de los disparos que recibió en las piernas cuando su ex mujer descubrió que no sólo tenía otra mujer –más joven– sino también que estaba buscando mujeres para abrir un local que finalmente abrió en el puerto. Muy bien no le fue a Villegas. Al poco tiempo de recuperarse de los balazos, son muchos los que recuerdan cómo perdió todos los dientes que le quedaban cuando a él y a su pareja los “cagaron a golpes, vaya a saber quiénes eran”.

Al fin del último verano, fue una mendocina la que desapareció, Jackeline Romero, también embarazada. Su desaparición la denunció el marido, Juan Carlos Bardaza, que apareció en cámaras rogando que “lo que tengan que hacer me lo hagan a mí, pero no a ella”. Jackeline es una de las mendocinas que en los últimos años llegaron en grupos para trabajar en la costa traídas por sus “maridos”, “todos unos hijos de puta, maltratadores”, según Anabela, que lentamente se fueron instalando en la calle Bolívar, en La Perla, y en el Hotel El Escorial donde, por supuesto, nadie quiere hablar. En noviembre de 1999 desaparece Mercedes Almaraz, o Patricia, como la conocían en el barrio, por las noches. Sus amigas y compañeras de parada dicen que los últimos días estaba preocupada y pidiendo plata, que no se drogaba, que no iba con nadie, que no se juntaba a chupar a mitad de la noche. “Vivía para sus cuatro hijos y tenía el marido preso hacía 8 meses”; sin embargo, a los dos días de su desaparición, hubo un allanamiento en su casa aunque no lo hizo la policía. “Buscaban algo, hasta cagaron a palos al vecino preguntándole porel marido. Si hubieran sino de Mar del Plata habría sabido que el chabón estaba preso”, dice Carla, con piel de gallina en las piernas desnudas, impaciente porque el tiempo corre y la noche no es para hablar.
Que las mujeres desaparecidas están vivas y secuestradas en un prostíbulo de Quequén es uno de los rumores que alientan las compañeras de trabajo de La Perla. Tal vez una esperanza vacua de que quien todavía respira en algún momento puede escapar y volver. Saben que ninguna se fue porque quería, que ninguna hubiera dejado a sus hijos y que la vida de ninguna de ellas vale nada. Es lo que repiten los familiares que se animaron a preguntar, los abogados que se encuentran con una causa estancada hace meses y meses. Las hipótesis no son tantas; cualquiera en Mar del Plata –lo que Bernardo Neustadt llamaría doña Rosa– comenta con sabiduría popular: ¡seguro que la policía está metida! Pero no les da miedo. A lo mejor ahora, después de que dos adolescentes hayan aparecido muertas y violadas en el mes de octubre, sin ninguna vinculación con la prostitución, se empieza a generar una preocupación que se reflejó en los medios locales sugiriendo protección para las mujeres que andan solas. Lo de las mujeres que ejercen la prostitución parece ser otro tema, un problema de otros, un problema de quienes algo habrán hecho.