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Estilos: el kitsch

Contra el totalitarismo del diseño el kitsch propone el placer de lo sentimental y un arte a la medida humana del todo por 2 pesos. Para el alivio local existen la boutique Belleza y Felicidad, el canal Sprayette, el barrio chino y La Coca Sarli.

Por María Moreno

El kitsch es abalanzarse sobre una torta de crema chantilly luego de haber comido durante años arroz hervido”, lanzó hace unos años a modo de divisa el diseñador Paolo Calia mientras molía café en un molinillo con la forma de la torre Eiffel. Lo estaban entrevistando para un programa de la BBC de Londres y el periodista trataba de sobreponerse a la visión del gran lecho rodeado por angelitos de estuco dorado del que su entrevistado acababa de levantarse, e iniciar sus preguntas. No hacía falta: Paolo Calia, un egresado de la Escuela de Bellas Artes de Venecia que convirtió una estación de subte en oficinas de la Fiat, es además un teórico del mal gusto y quien está mejor dispuesto a explicar por qué lo horrible es hoy la última moda. “El gusto pasó durante años por una estética agobiante, una coacción a venerar lo liso, lo puro, lo despojado. Pero la gente se hartó”.

París, la ciudad más observada en materia de moda, parece haber tirado la toalla y lanzarse sobre esos adornos que merecerían –según la censura de los conservadores de siempre– no haber salido nunca del universo de los niños junto con las cunitas fabricadas con una nuez y los muñecos que rezan arrodillados sobre un almohadón de azúcar rosa o celeste en las tortas de primera comunión.

La modista belga Dominique Leroy llegó a colocar jaulas con pájaros vivos sobre la cabeza de sus modelos. Las jóvenes ricas de París combinan los diseños carísimos de Kenzo con baratijas encontradas en el mercado de pulgas como una remera en donde se ha reproducido un cuadro de Picasso o unos zapatos con plataformas de plástico tornasolado. En la boutique Kitsch, de la ex marchande de cuadros Clo Fleiss, se hace cola como durante la última guerra para obtener un pedazo de pan. Allí se amontonan los kitsch mensch (gente kitsch) que han hecho del mal gusto un motivo de fruición. Ellos han agotado stock tras stock los enanitos de jardín, los costureros y veladores hechos con caracoles, los jarros de cerveza en forma de torre y los paisajes de Moscú y de Nueva York sumergidos en frasquitos donde cae una incesante nieve falsa (Clo ha importado de todas partes del mundo). El furor por el mal gusto empezó por modistos como Jean Paul Gaultier y Christian Lacroix que consideran la tendencia como una manera de sublimar lo que antes era concebido como imposible. Parecen lejanos los tiempos en que Chanel imponía los chemisier ceñidos a las caderas pero de amplias faldas, los zapatos chatos y el gorrito de ala discreta con que daba la bienvenida a la mujer moderna.

¡Qué amor!

Kitsch es una palabra alemana que se ha extendido por el mundo como los cascanueces en formas de piernas de mujer propios del género. Originalmente kitschen significa “frangollar” (algo así como hacer muebles nuevos con muebles viejos). Verkitschen es vender gato por liebre, dar algo diferente de lo que se había pedido, es decir “falsificar”. Según el kitschólogo Abraham Moles, “el kitsch se muestra vigoroso durante la promoción de la cultura burguesa, en el momento en que esta cultura asume el carácter de opulenta, es decir de exceso de los medios respecto de las necesidades, por lo tanto de una gratuidad limitada, y en cierto momento de ésta, cuando la burguesía impone sus normas a la producción artística”. El kitsch por eso nace con cachetes de amorcillo, de bebedor tirolés, de monalisa impresa en un plato.

El kitsch se opone a la simplicidad, se guía por el “y por si esto fuera poco” de los vendedores ambulantes de transporte público y, si no se opone a la utilidad, la complica (la cara de John Lennon en una toalla no tiene nada de absorbente). Más que una serie de objetos es una intención, en muchos casos una práctica secreta que se refugia en el baño bajo la forma de caracoles enfrascados o en la biblioteca trasera adonde la colección de bibelots tapa el lomo de los libros.

Los objetos kitsch, según Moles, se agrupan por abarrotamiento sin orden ni ley, bajo presión: la copa de papy fútbol, el diploma de médico, una babuchka. Los principios del kitsch son la inadecuación (el perfumero con forma de lámpara deco), la acumulación (un termómetro con figuras junto un cofre de joyas abierto con ocho joyas y un decorado con mariposas); la sinestesía (caja musical aromática y radio), la mediocridad (objeto de gran tienda que cualquiera puede tener y al precio justo), el confort (tener que contratar a una mucama por horas para que quite el polvo de la “colección”). Kitsch son las obras de arte convertidas en objetos de la vida cotidiana: por ejemplo los estuches de anteojos con la imagen de La Gioconda o El Pensador de Rodin reproducido en un afiche publicitario. Pero también es kitsch la naturaleza cuando exagera sus puestas en escena como los amaneceres sobre el mar, los glaciares del parque Yellowstone, los caballos con la crin al viento y galopando sobre la playa. Kitsch es toda imitación flagrante como las columnas de falso mármol, la fórmica que simula la madera veteada, Disneylandia. ¿Colores kitsch? Rosa de fondant, verde calipso, amarillo huevo, lila lechoso, todo lo que evoque la torta y el traje de bodas.

El hecho de que la moda del mal gusto haya empezado en Francia y por los modistos se explica por una suerte de agotamiento de los recursos y la responsabilidad de encarnar durante décadas el mito de que París es sinónimo de moda. Imponer la seda por sobre el algodón y viceversa, subir o bajar el talle, acortar o alargar las faldas tiene sus límites. El ritmo de las falsificaciones no deja ni un respiro al gran costurero que acaba de exprimir su cerebro para que su nueva colección no evoque a la anterior y le lance encima los perros perdigueros de la prensa. Pero que la moda se haya vuelto kitsch tiene más de una causa. Según la directora del Instituto de Marketing francés, Marianne Souza, “lo que hasta hoy movía la moda era la búsqueda de la belleza y de la estética, pero actualmente lo que se busca en el mal gusto es la transgresión y lo prohibido”. Ahora que el sexo no asusta a nadie habrá que sentirse un peligro social colocándoselos zapatos de plástico rojo y el mantón de Manila con que nos disfrazábamos en nuestra infancia.

Kitsch son los demás

El artista Jorge Gumier Maier, como curador de la galería del Rojas, recibió muchas veces el sambenito de kitsch en metonimia con el espacio que curaba. Expositores tan diversos como Marcelo Pombo, Cristina Schavi, Fernanda Laguna, Sebastián Gordín, que sólo tenían en común una suerte de “antiarte de la felicidad” adonde abunda la cartonería poética, la cultura de la infancia y el valor del trabajo como un plus de goce –todo lo contrario del trabajo sacrificado que exhibe el arte “serio”– fueron considerados a grandes rasgos kitschs. Sin embargo estos artistas hacen operaciones diferentes adonde incluyen a veces objetos kitsch o simplemente juguetes. Pombo, que suele usar materiales baratos, al alcance de la mano, explicó en el último número de la revista Ramona: “Es una cosa muy pretenciosa y no se la dije nunca a nadie. Que así como Berni había pintado a Juanito Laguna, a mí me gustaría hacer las obras que haría ese personaje”. Gumier Maier en lugar de hacer su clásico gesto de colocarse los anteojos sobre la coronilla para mirar con más precisión, se los coloca para buscar la cita. Y luego lanza una provocación: “La actitud kitsch es saber que algo no es valioso en sí, pero que se puede disfrutar por su efecto de delirio, disparate, exceso. Es anteponer un placer emocional a otro racional. La desconfianza hacia el kitsch hace que para no caer en él se caiga en la seriedad, el beige, la chorreadura explícita, la pincelada como detalle “fino”, la idea de profundidad, la reflexión sobre el género, la identidad nacional, o cualquier otro “mensaje” a la manera de un antídoto que receta: no humor, no color, no sentimientos. Paradójicamente eso genera una actitud pretenciosa que se vuelve precisamente aquello de lo que escapa: kitsch.

El resultado de una breve y azarosa encuesta (lo contrario al rigor periodístico pero pretenciosa, es decir kitsch) determinó como deidades locales kitsch: el Palacio de las Aguas Corrientes (Obras Sanitarias), los caniches de Libertad Leblanc, Libertad Leblanc, los zapatos agujereados en forma de colador, la gorra y la motoneta que usaba el general Perón, su caballo pinto (“¿Qué era eso, un dálmata gigante?”, se preguntó Gumier Maier), las películas de Isabel Sarli, sus tetas, Luján, el Obelisco de lapislázuli como souvenir turístico, la torta Mundial de Doña Petrona, los caballitos criollos que simulan tener pelo verdadero, el modisto Paco Jamandreu, la calle Caminito, las rosas rococó rosadas de Mirtha Legrand, las obras de Federico Klemm que según Internet mezclan la noche nibelunga de Wagner con la noche americana de Prince. Gumier Meier no está de acuerdo con la lista porque afirma: “No hay que confundir arte popular y kitsch; el kitsch aspira a lo contrario del arte popular, ya que intenta crear el efecto de gran arte. ¿El country? No sé si la estética country es kitsch, pero sí los countries, que quieren dar apariencia de residencias de campo o barrios cerrados con pórticos a Lo que el viento se llevó. La diversidad de funciones como la lapicera radio o el reloj en forma de violonchelo son propias del gadget kitsch. Sin embargo hoy existen en el ámbito de los elementos domésticos unos polifuncionales de hipercolorido diseño italiano. Una moda que tienen una intención de refinamiento en la elegancia de sus líneas y que evocan el medio del arte y a Kenzo y a Armani como “maestros”, es decir que quiere dar prestigio artístico a algo que es otra cosa. Entonces habría que hablar de neokitsch”.

En la tienda y galería de arte Belleza y Felicidad, los objetos cumplen algunos principios del kitsch como el abarrotamiento, la inadecuación y el frenesí de ofertas sensoriales. La artista Fernanda Laguna acaricia un portalapiceras que incluye un Pato Donald sentado en un banco de plazajunto a un perro, rodeado de peces, una maceta con una flor flúo y un molino construido con lo que parece ser un frasco de Redoxon vació, un aro de dama con caireles y la inscripción “Happy”.

–¿Qué tienen en común todos estos objetos?

–(Afectando una gran seriedad, aire piadoso.) Lo que une a todos estos objetos es la dignidad. Cada uno tiene algo que lo salva que puede ser la ternura, el humor o la sonrisa. Cada uno tiene algo que cae, pero que se levanta de alguna forma. Se rescata a sí mismo por algún detalle. A esta alcancía la salva la sonrisa del pato. ¿La bolsa?: todo lo apomponado es más vistoso. Una vez compré unas gallinitas como con plumas que se destacaban más. Mirá esta botella de champagne sin champagne: “Grande, elegante, un presente original creado para momentos de gran felicidad. Para siempre. Ojalá te guste”. Medalla de oro, la botella de champagne, la rosa, el pañuelo adentro. Un clásico. Es como “por poca plata quedás bien”. El kitsch chino es refinado; lo contrario sería lo country: flores pintadas en madera. Lo chino va a hacia el lado de lo dorado y lo country, hacia el lado de la flor. Kitsch es todo lo elevado, lo que está cerca de lo místico, pero con un áurea berreta que para mí no es berreta. Es lo impensable, lo que va más allá de la imaginación. Algo que hace preguntarse ¿cómo se les puede ocurrir una cosa así?

En Belleza y Felicidad la selección intencionada –en oposición al impulso acrítico del kitsch tradicional que cree comprar arte barato y transportable y por eso jibariza desde el Arco de Triunfo hasta la Estatua de la Libertad–, la combinatoria que intenta contar alguna historia, los retoques creativos desplazan los objetos al espacio del arte. Del mismo modo Pedro Almodóvar no es kitsch. Opera con el kitsch. En privado, sin embargo, el director español es un gran coleccionista de objetos de mal gusto. Su última adquisición es un corazón chato de azúcar que al separarse en dos mitades deja caer una tarjeta con la inscripción: “Ven bribonzuela, toma la ciruela”.