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El juguetero rabioso

Por Guillermo Saccomanno

Hombre en la orilla En las solapas de sus libros, las semblanzas biográficas de Wernicke destacan, por lo general, la “experiencia” como aspecto central de su práctica literaria. Lo privado se vuelve reseñable: distintos oficios, actitudes políticas y rasgos emocionales. La literatura de izquierda de esos años, la franja que va del ‘40 a fines de los ‘60 manda al frente, valorizándolas, todas aquellas prácticas que presentan un costado tosco, ligado a la experiencia. Porque lo narrado se legitima desde ahí, desde la experiencia. Sin embargo, aunque Wernicke dispone de esta autoridad, a medida que avanza en la escritura de cuentos, el reflejo verista se va achicando en función de la asepsia y la neutralidad que caracterizan la fábula. Pero Wernicke se sale del género (aunque el oficio puede venirle de haber incursionado alguna vez en el relato infantil), deja a un lado la moraleja y, en su brevedad, el cuento, como un kian zen, aspira a la revelación, al insight.
Con frecuencia se ha dicho que Wernicke es un escritor mítico. Paradójicamente, la categorización de “mítico” se vincula con el calificativo de “olvidado”. Con respecto al mito, sus datos biográficos apuntan a consolidarlo y puede conjeturarse que, en alguna medida, el mismo Wernicke contribuyó a esta construcción. La militancia en el PC y su expulsión, una diversidad de oficios entre los que se destaca el de fabricante de soldaditos de plomo, un correrse deliberado de los circuitos de prestigio cultural, el alcoholismo y su reclusión en la ribera tienden a apuntalar su fama de lobo estepario. Como alguno de sus personajes, en esta construcción Wernicke se ubica en los bordes. Pero, ¿y su narrativa? Acá también hay una elección de los márgenes. Si bien Wernicke escribió dos novelas de repercusión, piezas teatrales y fugazmente poesía, su consolidación como narrador se debe casi fundamentalmente a sus cuentos, en los que opera una poética de la restricción. Aun cuando el cuento tiene toda una tradición en el Río de la Plata, su celebridad suele ser inferior a la de una novela. Que Wernicke dedique a sus cuentos el cuidado obsesivo de un orfebre induce, desde una perspectiva lúdica, a una interpretación que relaciona lo biográfico con la escritura: la fabricación de soldaditos y la creación de cuentos brevísimos como actividades complementarias. Juguetitos, en ambos casos. Pero no hay que engañarse: los cuentos son juguetitos rabiosos.

las palabras y las cosas
La literatura de Wernicke, se ha dicho, es una narrativa de gestos cortos, frases que eluden toda estridencia, palabras acotadas. Si se lo empieza a leer por el inhallable La Tierra del Bien Te Veo (1948), ahí ya están los signos que van a definir su obra posterior más conocida. El relato se inicia, en una cocina de estancia, con un juego infantil que consiste en la invención de historias. Evocando este juego, el narrador Wernicke se aboca entonces a la fundación de un territorio, un campo chacarero bastante al sur de la Capital, a 500 kilómetros de Buenos Aires y a 7 leguas del mar. De entrada, lo que llama la atención es una prosa despojada, tersa, que puede recordar tanto a Chejov como a Babel. Capítulo por capítulo, Wernicke nombra y describe los lugares de lo cotidiano. Al revisar el índice, los tópicos se ordenan como un programa: situaciones, anécdotas, personajes. A modo de crónica, Wernicke hace un relevamiento minucioso de las rutinas, las estaciones, los secretos del paisaje y sus habitantes. Si bien el relato mantiene una coherencia cronológica, sus capítulos se disponen de tal manera que pueden leerse independientemente unos de otros, como si se tratara de una suma cuentística.
Es cierto: hay un leve bucolismo en el enfoque del paisaje. El campo que escribe Wernicke no es ya el universo matrero de Hernández y Gutiérrez, pero tampoco el idílico y melancólico de Hudson. Este es un campo entransición hacia el progreso, con surtidores de combustible al costado del boliche en el camino. Cuando el narrador conversa con un vecino imagina el campo futuro con maquinarias y una distribución justa de la tierra. Pero el ensueño dura poco. Siempre hay un acontecimiento que altera la idealización. La Tierra del Bien Te Veo antecede, como modelo, a Chacareros (1951). Pero acá Wernicke está influido por su ideario político y lucha, infructuosamente, por generar una historia positiva. Afortunadamente, su potencia estilística no cede al imperativo partidista y su prosa conserva la distancia sin perder de vista la observación del ambiente.
En esta etapa Wernicke ya está marcando el alejamiento, la búsqueda empeñosa de una separación de la ciudad. Su narrador se desplaza fuera de la ciudad no sólo por la presión de un medio. El alejamiento responde a una elección, en términos sartreanos, que lo impulsa a un estoicismo encallecido identificable con el destino de los perdedores. En el afuera se descubre un tiempo donde cada acción tiene otro significado. Entre líneas, Wernicke explica lo que postula como su poética: “una voz lerda para razonar pausado”. Aquí, en La Tierra del Bien Te Veo, Wernicke afirma eso que, en lo sucesivo, será su poética cifrada en la síntesis y la morosidad: “Jamás imaginé que las palabras tuvieran un poder semejante. Apenas si voy por la mitad del cuento y siento como si me hubiera pasado toda la vida en este campo”. Sin apuro, el Wernicke de este período ofrece en sus relatos la misma respiración detallista de Turgueniev en Relatos de un cazador. Iniciación y aprendizaje a un tiempo, cada secuencia, apelando siempre al presente, intenta capturar la inmediatez y la fugacidad. Hombres, animales, herramientas, trabajos, responden a una misma estrategia: el rescate de los márgenes. En tanto, la voz del narrador, sutil, pausada, se impregna con el “tempo” de lo narrado.

La ribera
A la literatura de Wernicke, en su tiempo, no le fue fácil encontrar aceptación. Aun cuando pudo ganar algún premio estatal, su narrativa tiene un número reducido de lectores. El panorama literario de su época se divide en polos antagónicos: la izquierda heredera de las premisas del boedismo, por un lado; y por el otro la derecha, dueña de los rotograbados dominicales que festejan a Mallea. Wernicke se aparta a la vez del zdhanovismo y del espiritualismo atribulado que, más tarde, será patrimonio de Sabato. Wernicke, pasada la experiencia del campo, vuelve a otra autoexclusión y se desplaza de nuevo al margen, ahora la zona de la ribera que da nombre a su próxima novela.
Escrita durante el peronismo y publicada en 1955, La ribera transcurre aproximadamente en el ‘45. En el relato están los ecos de la Segunda Guerra, las luchas partisanas que resisten al nazismo. Como para toda la izquierda de este momento, el peronismo se asocia al fascismo. Es llamativo advertir que si bien en el relato hay referencias históricas concretas (el radicalismo, el golpe militar del ‘30, el nazismo en Europa, la acción del Partido Comunista), el peronismo carece de denominación. Pretenciosamente abstracto, el análisis político de la época es pedestre, constituyendo los costados más endebles de la novela. No obstante, la caricaturización de la Unión Democrática procurando encarnar un partisanismo se vuelve caricatura feroz de la alianza de clases. En La ribera se pueden rastrear el existencialismo, la discusión en torno del compromiso y, en paralelo, la intención de plantar un héroe “argentino”. Aludiendo al protagonista, uno de los personajes, en una addenda, explica: “Eduardo era muy argentino. Las exageraciones de su carácter dibujan perfectamente un tipo nuestro”.
El héroe, Eduardo, combina varios rasgos de Wernicke. En algún momento trabajó en periodismo, estuvo casado. Ahora, en el tiempo real del relato, se ha recluido en la ribera y fabrica soldaditos de plomo mientras se despeña en el alcoholismo. Eduardo padece todos los síntomas del”individualismo pequeño burgués” que rehúsa plegarse a la supuesta marcha de un interés colectivo. Desgarrado entre su aislamiento y la militancia, las posibilidades que tiene por delante son excluyentes y maniqueas como soledad vs. matrimonio. Después de un pasaje por la tortura y la cárcel, Eduardo condesciende en la autodestrucción mientras, sobre el final, una crecida, con una carga metafísica oscura, impone la tragedia. En la conformación de personajes, en la escritura limpia, basada en un fraseo corto, casi machacón, Wernicke anticipa las atmósferas y criaturas que más tarde, río arriba, serán los engranajes de la narrativa de Haroldo Conti.
Aunque la historia está contada desde la subjetividad del protagonista, en ocasiones resbala hacia la tentación pedagógica, un esquematismo que tiende a dividir en forma simplista a los personajes puros, incontaminados, de aquellos que representan la venalidad y lo material. No obstante, si el relato mantiene vigencia, su atractivo se cifra en un estilo que contrasta con otras escrituras de la época, depositarias de retóricas amaneradas. En Wernicke, sin duda, está el objetivo de configurar no sólo un paisaje, sino también un modo de contar que se afirmará luego en El agua (1968).

El agua
Novela breve, casi una nouvelle, cifrada más en el peso de las acciones que en los pensamientos de sus personajes, El agua desarrolla el ocaso de Julio Blake, un jubilado ferroviario sesentón que ve precipitarse el final de una existencia rutinaria y mediocre cuando una creciente irrumpe en su casa y la socava. A diferencia de La ribera, Wernicke no fija en El agua ningún mensaje. Con pasión de entomólogo se dedica a seguir, paso a paso, el declive de su personaje. Si El agua tiene una resonancia de la literatura norteamericana, ésta puede ser la de El viejo y el mar.
Menos inquieto por la temática social, Wernicke está más atento a los mecanismos de articulación del relato. Cada tanto, la historia se interrumpe y el autor propone un diálogo con el lector acerca de los estancamientos y avances de la trama. La crecida adquiere una dimensión trágica. El río, antes una posibilidad de huida, se convierte en enemigo. Como el viejo pescador de Hemingway, Blake se empecina en probar que todavía es capaz de enfrentar lo inevitable sin dejarse intimidar por la derrota. Es que la pelea que lo encierra en el presente no es tan trascendente como el balance de su vida, balance que comienza a hacer cuando la inundación alcanza unas fotografías de su matrimonio.
También compuesta con elementos autobiográficos, El agua no se permite sensiblería alguna. Hay una ironía persistente en la narración que hilvana las catástrofes domésticas que acosan al jubilado Blake. Entre heroico y patético, Blake encuentra su final persiguiendo un ajuste de cuentas con su pasado que, como el río, se le ha vuelto en contra.

Los juguetitos rabiosos
Aun cuando La ribera y El agua están consideradas como las apuestas narrativas más ambiciosas de Wernicke, su producción notable de cuentos y relatos, casi un bloque monolítico de su obra, es donde resalta una búsqueda experimental de síntesis formidable y una maestría que le valió ser juzgado como un escritor para escritores, un auténtico fetiche. Pablo Neruda, David Viñas, Noe Jitrik, Julio Cortázar y Ricardo Piglia, entre otros, escribieron sobre Wernicke.
Desde 1940 y hasta su muerte en 1968, Wernicke publicó cuatro libros de cuentos: Hans Grillo, Función y muerte en el cine ABC, El señor cisne, Los que se van y una antología compilada por él mismo para la legendaria editorial Tiempo Contemporáneo. En esta antología se pueden apreciar al máximo el burilado de la forma y el perfeccionismo en lo mínimo. En Un cuento tan breve, uno de sus cuentos cortísimos, un escritor le responde a un editor sobre su propuesta estética: “A veces bastan cuatro palabras para plantear una situación dramática”. En esta antología, Wernickeselecciona un total de 66 relatos y cuentos respetando, antes que una cronología, un mecanismo de lectura en el que se impone, como ritmo, la alternancia entre los relatos más extensos y sus cuentos cortísimos. Sus temas clásicos –el campo, la ribera, los perdedores– comparten espacio con desdichados y canallitas de la pequeña burguesía en situaciones que merodean la parábola. Un humor cítrico se concentra en desmigajar las miserias de clase y el doble discurso. Varios de estos cuentos se titulan, no sin cierta ironía, con absolutos: “La pureza”, “La caridad”, “La sinceridad”. Pero esquivando el didactismo, conectado a veces en lo formal con Las historias del señor Keuner brechtianas, Wernicke disecciona las certidumbres y comodidades de una ideología conformista remitiendo directamente a la ferocidad de Roberto Arlt.
En sus últimos años, Wernicke comienza a llamar la atención de los jóvenes escritores que se reúnen tanto en Contorno como en El Escarabajo de Oro, quienes buscan generar una literatura diferenciada tanto de los cánones del PC como de Sur. La forma de contar de Wernicke, toda una política literaria, lo vincula con los escritores norteamericanos duros. Y en estos años, la literatura americana ejerce un efecto fuerte en las nuevas generaciones. Sobre el final, para unos pocos avisados, Wernicke deviene a un tiempo modelo e influencia insoslayable. Será quizá en la obra de Miguel Briante, en su zona de campo y de boliche, donde repercutirán nítidamente algunas de sus enseñanzas sobre una concisión tan tajante como eficaz.

El oficio de escribir
Wernicke dejó un diario de alrededor de 1500 carillas dactilografiadas en tamaño carta. Con una ironía negra, lo bautizó Melpómene, en homenaje a la musa de la tragedia. Aunque Wernicke se propone escribir “sin trampas”, su diario incurre en los tics dolorosos de otros diarios célebres (la asociación con Cesare Pavese es inmediata). La escritura de todo diario suele caracterizarse por su tono grave, casi plañidero, de espera. Y lo que se espera, mientras transcurre el ritual de escribir como para uno mismo, es la lectura de otros, una lectura de “porvenir”. No obstante, el diario de Wernicke ofrece, más allá del interés morboso de espiar su intimidad, una curiosidad particular ya que es en estas carillas donde se interroga y se cuestiona sobre su labor y su coherencia.
Hasta el presente, la divulgación de su diario ha sido tan escasa como fragmentaria. La única entrega fue publicada en los ‘70, en la revista Crisis, por Jorge Asís. Más tarde, en los ‘70, Miguel Russo recuperó parte de aquella selección para el suplemento Primer Plano de Página/12. Autocrítico respecto de sus narraciones, Wernicke califica duramente sus textos como “tilingos”. Entre el deber militante y sus gustos, Wernicke se reprocha la contradicción ideológica. Wernicke se fija hacer una literatura “robusta”, se burla de los círculos literarios, reflexiona con agudeza sobre el arte de narrar y, machacón, abunda en bajones alcohólicos, dificultades económicas y relaciones eróticas. Con seguridad consciente de lo que escribe, Wernicke articula una novela interior despiadada.
La posible publicación de su diario vuelve a formular una pregunta antigua: ¿hasta dónde es lícito publicar un texto que su autor escamoteó en vida? Los libros póstumos de Calvino, Borges y Hemingway no agregaron mayor mérito a sus producciones respectivas. Sin embargo, tratándose de Wernicke y del vigor de su narrativa, es también lícito imaginar su diario como iluminador acerca de la reflexión del oficio. Sin duda es esta veta la que hace seductora la idea de su difusión. En otro nivel, a poco más de treinta años de su muerte, el diario de Wernicke puede contribuir a disolver el mito, que suele ser la coartada que una sociedad y sus intelectuales integrados precisan para justificarse, como es éste el caso, ante un escritor que no quiso transigir.

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