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Jueves 7 de Septiembre de 2000

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A PROPOSITO DEL INMINENTE ESTRENO DE “ALTA FIDELIDAD”, UNA PELICULA DE MUSICA Y OTRAS COSAS POR EL ESTILO

Conozcan a Rob

TEXTOS NICK HORNBY
TRADUCCION Y ADAPTACION MARTIN PEREZ

Finalmente se estrenará en las pantallas porteñas la adaptación cinematográfica firmada por Stephen Frears de la gran novela rocker del inglés Nick Hornby: Alta Fidelidad. En estas páginas ya se ha hablado largo y tendido sobre la capacidad de Hornby de retratar de manera literaria sus dos pasiones populares: el fútbol y el rock. La parte futbolística se puede leer en un libro llamado Fiebre en las Gradas, y también en la versión online de The Guardian, que este domingo publicó un reportaje suyo a Tony Adams, el veterano defensor de Arsenal (el equipo de sus amores). El rock está muy bien representado en Alta Fidelidad, cuya edición en castellano está agotada en Buenos Aires. Por eso, a un par de semanas del estreno del film protagonizado por John Cusack, el No les acerca unos párrafos autobiográficos de Rob, orgulloso dueño de una tienda de discos y una impresionante colección de vinilos, el protagonista de una historia de ciega pasión (discográfica), corazones rotos y adolescentes treintañeros ambientada en Londres pero que en el film ha sido trasladada –y con todo éxito– a Chicago. Y que, ¿por qué no?, puede ser imaginada en cualquier lugar del mundo donde haya rock y chicos. Y chicas, claro. Como dice el slogan original del film, “una comedia sobre el miedo al compromiso, el odio al trabajo, enamorarse y otros éxitos pop”. Pasen y vean(se), muchachos.

“Los cinco trabajos de mis sueños:

1- Ser periodista del New Musical Express, 1976-1979. Conocería a The Clash, Sex Pistols, Chrissie Hynde, Danny Baker, etc. Conseguiría montones de discos gratis, y de los buenos.

2- Productor, Atlantic Records, 1964-1971 (aproximadamente). Conocería a Aretha, Wilson Pickett, Salomon Burke, etc. Montones de discos gratis (probablemente). Haría pilas de dinero.

3- Cualquier clase de músico (aparte de música clásica o rap). Habla por sí mismo. Pero me alcanzaría con ser apenas uno de los Memphis Horns. No estoy pidiendo ser Hendrix o Jagger u Otis Redding.

4- Director de cine. Otra vez: de cualquier clase, aunque preferiría que no fuese cine alemán o mudo.

5- Arquitecto. Una sorpresa que ingresa en el puesto número cinco, lo sé, pero en la secundaria solía ser muy bueno en dibujo técnico.

Eso es todo. Y esta lista no es ni siquiera mi top 5: no hay un número seis o un número siete que haya tenido que omitir por las limitaciones del ejercicio. Para ser honesto, no estoy ni siquiera preocupado por no haber llegado a ser arquitecto: sólo creo que si no hubiese logrado llenar cinco opciones, ahí sí que estaría avergonzado”

“Mi negocio se llama Championship Vinyl. Vendo punk, blues, soul y R&B, un poco de ska, alguna cosita indie, algo del pop de los ‘60. Todo al servicio del más serio coleccionista de discos, como reza el irónico anuncio pintado sobre la vidriera. Estamos en una calle lateral del barrio, cuidadosamente ubicados en un lugar que atraiga la mínima cantidad de curiosos. No hay ninguna razón para pasar por aquí, en realidad, a menos que vivas en el barrio. Y la gente que vive por acá no parece terriblemente interesada en mi copia blanca de Stiff Little Fingers (veinticinco libras por ser vos, pagué diecisiete por ella en 1986) o la edición mono de Blonde on Blonde.

Sobrevivo gracias a la gente que hace un especial esfuerzo por venir a comprar acá los sábados. Hombres jóvenes –siempre hombres jóvenes– con anteojos onda John Lennon y camperas de cuero y los hombros ocupados por bolsos cuadrados para vinilos. Y gracias a los pedidos por correo: pongo avisos en las últimas páginas de las revistas de rock, y recibo cartas de hombres jóvenes –siempre hombres jóvenes– desde Manchester, Glasgow u Ottawa, hombres jóvenes que parecen gastar una desproporcionada cantidadde su tiempo buscando simples descatalogados de The Smiths o álbumes de Frank Zappa con un subrayado que diga `edición original, nunca reeditada’. Están tan cerca de estar locos que apenas si tiene importancia la diferencia”.

“Esta noche se me ocurre reordenar mi colección de discos; suelo hacer esto durante períodos de stress emocional. Hay gente que consideraría semejante actividad como una forma algo aburrida de pasar toda una noche. Pero yo no soy uno de ellos. Esta es mi vida, y es lindo permitirse perderse en ella, meter las manos hasta el codo, tocarla.

Cuando mi mujer Laura todavía estaba aquí, los discos estaban arreglados alfabéticamente; antes de eso los tenía catalogados en orden cronológico, comenzando por Robert Johnson y terminando, no recuerdo, con Wham! o algún africano o lo que sea que estuviese escuchando cuando la conocí. Esta noche, sin embargo, me atrae hacer algo diferente, así que trato de recordar el orden en que los compré: de esa manera espero escribir mi propia autobiografía sin tener que hacer nada parecido a agarrar lápiz y papel. Saco los discos de sus estantes y los despliego en pilas por todo el living, busco Revólver y comienzo desde ahí. Cuando he terminado me sonrojo con un poderoso sentimiento de ser, porque esto, después de todo, es lo que soy. Me gusta ser capaz de ver cómo es que voy de Deep Purple a Howling Wolf en veinticinco movidas; ya no me duele la memoria de haber escuchado Sexual Healing de Marvin Gaye durante todo un período de celibato forzado, ni estoy avergonzado por el recuerdo de haber formado un club de rock en la escuela, así mis compañeros y yo podíamos hablar todo lo que quisiéramos de Ziggy Stardust y Tommy.

Pero lo que realmente me gusta es sentir la seguridad que me transmite este nuevo sistema; me he hecho más complicado de lo que realmente soy. Tengo un par de miles de discos, y vos tendrías que ser yo –o, al menos, un doctor en Robología– para saber cómo encontrar cualquiera de ellos. Si quiero escuchar, digamos, Blue de Joni Mitchell, tengo que recordar que lo compré para alguien en el otoño de 1983, y lo pensé mejor antes de regalárselo a ella, por razones de las que realmente no quiero hablar. Pero vos no sabrías nada de eso, así que estarías perdido, ¿entendés? Tendrías que pedirme que lo busque por vos, y por alguna razón encuentro esto algo enormemente confortable”.

“Algunas de mis canciones preferidas: ‘Only love can break your heart’, por Neil Young; ‘Last night I dreamed that somebody loved me’, por The Smiths; ‘Call me’, por Aretha Franklin; ‘I don’t want to talk about it’, por cualquiera. Y también está ‘Love hurts’ y ‘When love breaks down’ y ‘How can you mend a broken heart’ y ‘The speed od the sound of loneliness’ y ‘She’s gone’ y ‘I just don’t know what to do with myself’ y... Algunas de estas canciones las he escuchado, en promedio, más o menos una vez por semana (trescientas veces el primer mes, cada tanto desde entonces), desde que tenía dieciséis o diecinueve o veintiuno. ¿Cómo es que algo así no termina dejándote lastimado en algún lado? ¿Cómo es que algo así no te termina transformando en la clase de persona capaz de deshacerse en pequeñas piezas cuando tu primer amor termina mal? ¿Qué vino primero: la música o la tristeza? ¿Escuchaba música porque era miserable? ¿O era miserable porque escuchaba música? ¿Es que todos esas canciones te terminan transformando en una persona melancólica?

La gente se preocupa por los niños jugando con armas de fuego, y los adolescentes mirando videos violentos; nos asusta que esa cultura de la violencia termine por tragárselos como si nada. Pero a nadie le preocupa que los niños escuchen miles, literalmente miles de canciones que tratan siempre de corazones destrozados, de rechazos y abandonos, de dolor, tristeza y pérdida. Las personas más desgraciadas que conozco son las quetienen un gusto desarrollado por la música pop. Y no sé si la música pop es la causa de esta infelicidad, pero sí tengo muy en claro que han escuchado esas canciones infelices durante más tiempo del que llevan viviendo sus vidas infelices”.

“Desde que tengo mi negocio, hemos intentado encajarle a alguien un disco de un grupo llamado The Sid James Experience. Usualmente nos liberamos del material que no podemos vender –lo ponemos en oferta, o lo tiramos a la calle– pero Barry, uno de mis empleados, ama este disco (tiene dos copias en su casa, sólo por si alguien que se lo pida prestado nunca se lo devuelva), y dice que es raro y que algún día haremos a alguien muy feliz. Se ha transformado en una especie de broma, en realidad. Los clientes habituales preguntan por su salud, le dan un par de palmaditas amistosas cuando se lo encuentran en la batea y a veces llevan el disco hasta el mostrador como si fuesen a comprarlo y entonces dicen ‘sólo bromeaba’ y lo devuelven donde lo encontraron.

Esta mañana, sin embargo, un tipo al que jamás había visto antes comenzó a recorrer la sección S-Z dedicada al Pop Inglés, dejó escapar un suspiro de sorpresa y corrió a la caja, abrazando la tapa cntra su pecho como si tuviese miedo que alguien se lo arrebatase. Y entonces sacó su billetera y pagó por él siete libras directamente, sin preguntar por alguna rebaja ni reconocer el significado de lo que estaba haciendo. Dejé que Barry lo atendiese –era su momento– y otro empleado, Dick, y yo miramos cada uno de sus movimientos, conteniendo el aliento. Era como si alguien hubiese entrado de golpe en la tienda, se hubiese echado nafta encima y hubiera sacado una caja de fósforos de su bolsillo. No respiramos hasta que encendió un fósforo y se prendió fuego, y cuando se fue nos reímos todos sin parar. Nos llenó de fuerzas: si alguien podía entrar y comprar el disco de The Sid James Experience como si nada, entonces seguramente algo bueno puede pasar en cualquier momento”.