Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira

Pag/30 index

El Gran Houdini por Rodrigo Fresán

El arte de la fuga

La película se llamaba El Gran Houdini y la daban bastante seguido en aquel formidable ciclo cinematográfico televisivo titulado “Sábados de Super-Acción”. Cuatro películas, una detrás de otra (guerra-cowboys-monstruos-espadachines) llenando toda una tarde en la vida y el fin de semana de un niño argentino e hijo de padres divorciados. Uno de esos sábados dieron El Gran Houdini y el equilibrio de la delicada ecuación se alteró para siempre. Houdini no era soldado ni sheriff ni mutación atómica ni mosquetero del rey pero —de algún perturbador modo— Houdini era un poco todo eso. Nada es perfecto: Houdini era, también, Tony Curtis. Pero recuerdo que su súbita aparición modificó todo el paisaje de mi mundo. Un mundo que hasta entonces había sido presidido por tigres de la Malasia y El Zorro y todos para uno y uno para todos se veía ahora estremecido por la idea de la magia, la aparición y la desaparición, la escapatoria. De algún modo —lo mismo les había ocurrido a mis amigos hijos de padres divorciados—, Houdini parecía hablarnos directamente a nosotros de nuestros problemas y nos ofrecía soluciones. Sólo podríamos salvarnos por arte de magia, la solución estaba en nuestras manos, todo era ilusión. Houdini, recuerdo, alteró mi percepción de las cosas y fui feliz: empecé a atarme con sogas, a colgar cabeza abajo, a contener la respiración bajo el agua de la bañadera. Está claro que yo quería desaparecer. Después, casi enseguida, empezó a desaparecer la gente. Como por arte de magia.

El gran mentiroso
Con el tiempo supe también que El Gran Houdini era una película increíblemente mentirosa, una de esas biografías hollywoodenses modificadas a piacere por algún productor. Lo que no está del todo mal, porque Harry Houdini era un gran mentiroso y la película le hubiera encantado y, ahora que lo pienso, el influjo hipnótico de la figura de Houdini sobre un niño está claro: es en la infancia donde se dicen y se piensan las mentiras más houdinescas, es durante los primeros años de vida cuando uno piensa en huir hacia una vida circense y aventurera.
Algo en el film, sin embargo, era cierto, y era lo que más me había interesado a mí: la obsesión de Houdini, a partir de la muerte de su madre, por desenmascarar espiritistas y perseguirlos con pasión inquisidora y furia digna de Batman. Houdini como superhéroe patrullando las calles de la ciudad por motivos completamente egoístas, íntimos, casi inconfesables. Houdini —dueño de uno de los complejos de Edipo más sólidos en la historia de la humanidad— necesitaba que su mami volviera del otro lado y, al no ser esto aparentemente posible, se había lanzado a desenmascarar fabricantes de fantasmas y vendedores de ectoplasma fácil. Con los años vi otra película houdinesca hecha para televisión (esta vez Paul Michael “Starsky” Glazer era el ilusionista desilusionado) donde se profundizaba todavía más en este lado oscuro de los últimos años del mago, y en la paradoja casi psicótica de alguien que, enriquecido gracias a los trucos, ahora decide arruinarles los trucos a los demás.
En algún momento —tiempo después, cuando supe que es casi imposible desaparecer por propia voluntad y demasiado fácil por voluntad ajena—, empecé a leer cosas sobre la vida de Houdini. No había muchas, y casi todas aparecían saturadas de mentiras y dobles fondos. Un mentiroso profesional se ve casi obligado a que sus mentiras lo sobrevivan y se multipliquen con disciplina abracadabresca. Hace poco, sin embargo, me encontré con un libro largo y lleno de fotos titulado Houdini!!!: The Career of Ehrich Weiss, firmado por un tal Keneth Silverman. El libro había tenido críticas impresionantes, el The New York Times Book Review le había dedicado la primera plana, varios magos contemporáneos coincidían en que era lo mejor que se había escrito hasta la fecha. Así que entré en ese libro feliz, con la sonrisa de una señorita que se acuesta en un baúl dispuesta a que la serruchen por la mitad.

Algunos trucos fáciles
y otros datos basicos
Ehrich Weiss —el hombre que se convertiría en Harry Houdini— nació el 24 de marzo de 1874 en Budapest. Era uno de los diez hijos de un rabino de poco éxito que viajó con toda su familia a los Estados Unidos cuando Ehrich/Harry era un bebé. Los Weiss se instalaron en Appleton, Wisconsin, donde Harry creció feliz y donde —en posteriores versiones a conveniencia— decía haber nacido y Dios bendiga a América. Cuenta la leyenda que él y su hermano Theo acudieron a ver un espectáculo de magia —un acto de escapismo— y que Harry lo encontró pobre y torpe y que enseguida supo cuál era el truco. Harry volvió a casa y se envolvió en cadenas y candado y anotó la fecha en su diario. Ehrich —”Ehry”, como lo llamaba su madre Celeste Weiss— se convierte en Harry. Nace una estrella.
El aprendiz de brujo deja su hogar a los doce años para trabajar en un circo ambulante pero regresa rápido: no soporta separarse de su madre y su padre lo obliga a trabajar para sostener la gigantesca familia. Harry comienza a obsesionarse con fortalecer su físico: pesas y natación y contorsionismo y sacar pecho y adquirir ya esa pose desafiante con la que aparecerá en esas fotos que van a dar la vuelta al mundo. Se vuelve experto en trucos con naipes y adopta el nombre de Houdini en honor a Eugène Robert-Houdin, célebre prestidigitador de antaño. Con un amigo presenta el número The Brothers Houdini y, después, con su hermano Theo, The New Brothers Houdini debutan en la Feria Mundial de Chicago. Pronto encuentran trabajo en el célebre Huber’s Dime Museum, donde comparte cartel con el Chico Tortuga, el Hombre León y la Mujer Transparente. Harry conoce a Beatrice Rahner, se casa con ella y Theo se queda en el camino. Bess —nombre artístico de la señora H.— coprotagoniza un número de adivinación de pensamiento tan efectivo como efectista y fraudulento, y no falta la aproximación espiritista al asunto, lo cual avergüenza un poco al joven mago, pero hay que comer. Tal vez de esa necesidad de escapar a la parte mediocre de su arte nace el Houdini escapista, sintonizando a la perfección con su tiempo: la necesidad de moverse de los norteamericanos encuentra en Houdini —“El Americano Elusivo”— un símbolo paradigmático de su época. Ahí es cuando empieza una vertiginosa sucesión de fugas maravillosas, puntuadas por el sonido de rotas cadenas y la apertura de candados. Las cárceles del mundo lo desafían y compiten para mantenerlo entre barrotes. Houdini huye siempre y su fama crece y, con ella, una tendencia mitómana y egocéntrica que en ocasiones lo hará bordear el ridículo. Su número abría con los marciales sones de “Pompa y Circunstancia”, mientras el héroe entraba al escenario arremangándose y lanzando miradas fulminantes al público; contaba con un considerable rebaño de escritores-fantasma que escribían demenciales libros y artículos que Houdini firmaba (uno de ellos fue un joven y neurasténico Howard Phillis Lovecraft, quien redactó unas memorias houdinescas con el fondo de maldiciones faraónicas y recordaba la experiencia como “lo más agotador que me ha ocurrido... Este Houdini es el tipo más mentiroso que jamás caminó por la superficie del planeta”), mientras su cada vez más resentida mujer no dejaba de señalarle que sus palabras favoritas y más frecuentes eran YO y HOUDINI, apellido que había acabado por devorar al accesorio Harry. Cerca del final de su vida, Houdini decidió —también— hacerse actor y protagonizar, escribir y dirigir una serie de películas demenciales con títulos como The Grim Game, The Man from Beyond (donde hacía de hombre que había pasado congelado cien años y volvía milagrosamente a la vida), The Master Mystery y el serial Terror Island. Poco queda de ellos, salvo una serie de fotos donde Houdini parece el más mudo de los actores ensayando poses de un dramatismo infantil. Otras, que lo muestran junto a Chaplin y Keaton, producen la impresión de alguien que no está en sus cabales. Las películas reciben críticas variadas y Houdini decide que lo suyo es, ahora, la necesidad de vengarse y de convertirse en paladín de la justicia. La muerte de su madre, ocurrida mientras él estaba de gira, acaba de decidirlo: rompe en un llanto operístico y ordena que no se la entierre hasta su retorno a la patria. Así, el cuerpo muerto de Celeste Weiss lo espera casi tres semanas, y Harry, al verlo, lo define como “sabroso a pesar de esa mancha en la mejilla que antes no estaba ahí”. Vela el cadáver durante la noche y le pone las medias de lana que su madre le había encargado comprar en Europa. A la mañana siguiente, después del entierro, Houdini comienza la búsqueda de un método para comunicarse con su madre y —en la búsqueda, que resulta vana— descubre una nueva razón para su vida.

El cazafantasmas
Entonces sí: Houdini como ghost-buster implacable. Entonces las palabras de George Bernard Shaw (“Los tres nombres más famosos en la historia son Jesucristo, Sherlock Holmes y Harry Houdini”) adquieren una nueva dimensión con el extraño encuentro y las relaciones peligrosas entre el padre del más grande detective y el emperador de los ilusionistas. Para el momento de este encuentro inevitable, Sir Arthur Conan Doyle era considerado un intelectual total, para quien lo atlético no era territorio ajeno. Había sido descrito como “dos policías adentro de un cuerpo” y era un experto en el mundo del boxeo. No está de más pensar que Houdini admiraba a Doyle, en especial su faceta de escritor de éxito y sofisticado hombre de mundo que le permitía moverse con comodidad entre la aristocracia, el mundo científico y los arrabales del delito. Cuando Harry conoce a Arthur, el último ya no es el que era, y su única misión es propagar un evangelio espiritista en el que cree con pasión, sin discernimiento alguno. Doyle se enorgullece de Holmes nada más que como vehículo de su fama mundial y, por lo tanto, de su buen nombre y su credibilidad a la hora de esparcir enseñanzas un tanto delirantes desde dos libros, The New Revelation (1918) y The Vital Message (1919) —ver pp. 36-39 de esta misma edición de Página/30—, donde se explica todo lo que usted quería saber sobre el mundo de los muertos y no se atrevía a preguntar. Doyle es un converso desde que conversa con su hijo muerto. Houdini quiere conversar con su madre muerta pero —experto consumado en el arte del engaño sofisticado— le cuesta creer en un fenómeno de moda que hace los estragos y placeres de los hombres de letras de la época. Thomas Mann, Gabriele D’Annunzio, Theodore Dreiser y Henry Louis Mencken se encuentran entre los adictos a sentarse a una mesa circular de tres patas, tomarse de las manos y ordenar que, si hay alguien ahí, que dé tres golpes. Parte de la moda tiene que ver con la cantidad de muertos jóvenes que deja la Primera Guerra Mundial y la necesidad de sus padres y prometidas de saber si necesitan algo allá. Doyle asegura que “el espiritualismo es una doctrina mucho más viril y masculina que el cristianismo”, y todos felices.

Enemigos íntimos
La relación entre Doyle y Houdini empieza bien. El escritor es el maestro y el mago es el discípulo. Se intercambian cartas y libros. Se desafían. Houdini miente y se presenta como un especialista en espiritualismo, citando ensayos y traktats que no existen o que nunca leyó. Doyle lo invita a visitarlo en Windlesham Sussex. Se caen bien. Houdini hace unos trucos para la concurrencia, Doyle le da una lista con los mejores médium de la época y el lugar. Houdini, entonces, comienza con sus visitas inesperadas: va disfrazado, desenmascara, critica, se burla. La primera en caer es la célebre Eva C., famosa por generar demostraciones ectoplasmáticas. Le escribe a Doyle y Doyle no le hace caso y le comunica su hallazgo de fotografías de niñas con hadas. Houdini pide verlas y Doyle prefiere publicarlas. Y hacer el ridículo sin importarle en lo más mínimo.
Para entonces, Houdini es un adicto. Se la pasa acudiendo a sesiones para humillar a los médium con carcajadas triunfales, acaso consiguiendo uno de los momentos más paradójicos en la historia del espectáculo: cansado de haber sido perseguido por aquéllos queriendo descubrir el secreto de sus trucos y fugas, Houdini adopta el rol del desenmascarador rabioso y se retira por un tiempo de los escenarios. Tiene cincuenta años y se lamenta de aparentar sesenta. Decide, finalmente, comprar una casa y ordenar su portentosa biblioteca sobre magia (ahora propiedad del mago David Copperfield) y artes ocultas. Contrata al bibliófilo y especialista Alfred Becks, que define todo el asunto como “tan impresionante como exasperante”. Hay de todo: colecciones de célebres varitas mágicas, una estatua de bronce de Sarah Bernhardt, túnicas apolilladas y volúmenes en todos los idiomas conocidos. Mientras Becks sufre, Houdini se la pasa dando vueltas: por las tardes asiste a las conferencias espiritistas de Doyle en Estados Unidos y se ríe en voz baja; por las noches se dedica a patear bolas de cristal y sábanas flotantes colgando de hilos invisibles. La vida es hermosa, después de todo, y la amistad comienza a complicarse. Lady Doyle —famosa por sus arrebatos de escritura automática— se dice poseída por la madre de Houdini y le escribe una cartita y el mago tiene que contenerse para no estrangularla in situ y hace un esfuerzo para mostrarse, según Doyle, “conmovido y agradecido”. Houdini sale corriendo a escribir un artículo para el New York Sun donde se ríe a carcajadas de todo el asunto. A Doyle no le cae bien. Comienza una polémica pública entre el intelectual crédulo y el ilusionista incrédulo que encanta al público y lastima a los contrincantes, obligados ahora a agredirse desde las páginas de los periódicos y los escenarios de las salas de conferencias. Cambian últimas cartas, se desean lo mejor, ya no volverán a encontrarse.

¿Hay alguien ahí?
Houdini lamenta perder a Doyle pero gana a otros. Su faceta de mago-cientificista lo lleva a cambiar cartas con Thomas Edison, Upton Sinclair, Rudyard Kipling. Visita a Edmund Wilson y juega al golf con Carl Sandburg. El mago está encantado por su nuevo status y duplica los esfuerzos. Ahora es él quien ofrece anticonferencias doyleanas, desenmascara al espiritualista infantil y español Argamasilla, a Anna Eve Fay, a Leonora Piper, y comienza la escritura de su nuevo libro de memorias antiespiritualistas titulado A Magician among the Spirits, al que no duda en calificar de obra maestra y “parte importante de mi monumento” desde el mismo instante en que se le ocurre el título. El libro tiene buenas críticas pero desborda de erratas e impresiones que Houdini no vacila en achacar a su editor, a los cortes que éste hizo sin consultarlo, a la vez que disculpa ciertas ligerezas atribuyéndolas “a mi necesidad de que el libro saliera pronto, porque algo me hizo sentir que mi muerte estaba próxima”. Dicho esto con cejas enarcadas, Houdini vuelve a salir de cacería, esta vez patrocinado por la revista The Scientif American, que ofrece jugosa recompensa a todos aquellos espiritistas que se atrevan a vencer la mirada fulminante de Houdini. George Valentine, Nino Pecoraro, Eusapia Palladino caen vencidos. Hasta que llega la pobre Margery Crandon. Atractiva esposa de un adinerado dentista de Boston, Margery es famosa por corporizar trompetas celestiales, mover mesas, invocar “manos fantasmales”. Houdini viene, ve y vence y la destruye. Margery sobrevive al mago varios años, pero muere como una alcohólica enloquecida, desesperada por que alguien le crea.
Houdini intenta que una ley del Senado persiga a los charlatanes y no lo consigue. Doyle reaparece, acusándolo de cazador de brujas, y el mago amenaza con demandarlo por injurias. Decide no hacerlo a último momento. Su público empieza a cansarse de esta faceta vengadora (no es casual que su novela favorita fuera El conde de Montecristo, libro con escapes y vendettas), y Houdini está cansado de todo el asunto. Los Estados Unidos también han cambiado, la Depresión —de la que resultará imposible huir— aparece luego de tanto desenfreno como una sombra cada vez menos fantasmal en el horizonte. Tal vez lo mejor sea volver a los escenarios a practicar magia, a mentir, a engañar, a hacer feliz a la gente.

La última fuga
Enterrado vivo. Esa era la idea. Meterlo en un sarcófago de bronce bajo una tonelada de tierra, en una gigantesca pecera sobre el escenario de un teatro. Houdini ya había permanecido bajo el agua de una piscina de hotel una hora y media. Pero la piscina no lucía tan dramática como el sarcófago de estética egipcia. Se imprimieron los pósters, y tal vez valga la pena detenerse en ellos. Son lindos, complejos, detallados, y se ven mucho mejor que esas fotos del mago donde parece un cantante de ópera bajito y prepotente, con aire de James Cagney. En sus afiches, Houdini aparece casi como un ángel de mirada plácida, al que los candados y cadenas apenas importunan. Otra vez, una falsificación para esconder al hombre gesticulante y lleno de gemidos y gruñidos a la hora de romper sus ataduras. Uno de esos pósters lo muestra cabeza abajo, atormentado por un demoníaco gigante azul, dentro de un gabinete lleno de agua. La cámara de tortura acuática y todo eso. En el final de Houdini —la película con Tony Curtis—, el mago aparece sucumbiendo en el escenario (lo que le habría gustado), antes de una coda ectoplasmática (lo que no le hubiera gustado nada) donde se lo ve enviando un mensaje desde el Más Allá a su adorada Bess.
La verdad es mucho menos mágica y más pedestre. El siempre temerario Houdini desafía a un desconocido a que le pegue un puñetazo en el estómago para demostrarle su resistencia física y vigor muscular. El joven universitario —su nombre no ha quedado del todo claro, aunque es casi seguro que su apellido era Whitehead— obedece sin hacerse rogar dos veces, golpea fuerte, derrumba al mago y le perfora el apéndice. Infección veloz y masiva y, diez días después, cae el telón. Houdini no se levantará. Alguien insinuó que se trataba de una venganza fantasmagórica. Doyle lamentó lo sucedido. “Fuimos grandes amigos que estaban de acuerdo en todo menos en el espiritismo.” Inquieta pensar en lo que —de existir el mundo de los espíritus— esperaba a Houdini del otro lado de las cosas.

R.I.P.
En el funeral, una de las coronas de flores tenía una cinta donde podía leerse: “Amor de madre”. El testamento de Houdini estipulaba que todas las cartas de Celeste Weiss fueran puestas a modo de almohada bajo su cabeza, y así fue. Del funeral queda un extraño cortometraje filmado por un anónimo que, en un momento, cerca del final, orquesta una suerte de truco de magia donde cientos de flores parecen bajar del cielo sobre la tumba en la que —hay algo entre irónico y conmovedor en la idea, ¿de quién habrá sido?— Houdini es sepultado, con toda la pompa y circunstancia del caso, dentro del sarcófago donde pensaba ser enterrado. Vivo.

arriba