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El Señor de los Orgasmos por Hal Cohen

Nadie oyó gritar a Wilhelm Reich

¿Genio incomprendido? ¿Charlatán? ¿Sabio loco à la Lex Luthor? ¿Quién fue en realidad Wilhelm Reich, ese vienés intrépido que convenció al Partido Comunista Alemán, a Erich Fromm, a Herbert Marcuse y a toda la contracultura norteamericana de los años ‘50 de que sólo la Revolución del Orgasmo salvaría a la humanidad?

La extraña vida de Wilhelm Reich empieza en el fin-de-siècle europeo y termina en plena Guerra Fría norteamericana. Hijo de padres judíos seculares, Reich nació en 1897 en la Galicia austríaca. Su padre era dueño de un exitoso establecimiento ganadero, y su madre provenía de una familia de terratenientes extremadamente rica. Reich adquirió conocimientos sexuales a una edad temprana: a los doce vio cómo su tutor seducía a su madre, y también tenía doce cuando le reveló el hecho a su padre —un hombre celoso y brutal que solía referirse a su mujer como a “la puta”—, lo que derivó poco después en el suicidio de su madre. Un año después Wilhelm se llevó a la cama a una criada de la casa. En su época de universitario fue un mujeriego insaciable, hábito que, según los testimonios, nunca abandonó y que tampoco separó de su trabajo. Conoció a su primera mujer, Annie (una psicoanalista notoria), cuando ella lo consultó en busca de terapia; Reich era famoso por haber seducido a varias de sus otras pacientes, y tuvo un affaire con la esposa de su asistente Myron Sharaf, que pese a todo le consagraría una biografía sorprendentemente amable.
Reich fue oficial del ejército austríaco durante la Primera Guerra Mundial, a la que consideraba la divisoria de aguas de la historia de Europa y, por lo tanto, de la humanidad. Volvió del servicio convertido en un socialista devoto. Se enroló en la universidad de Viena para estudiar Derecho, pero cambió súbitamente por medicina y empezó a interesarse por la salud mental. Tenía entonces veinte años. Entró al círculo psicoanalítico de Viena, donde dejó pronto su marca y se hizo conocido como uno de los más perspicaces terapeutas del grupo. Freud no tardó en derivar pacientes a su precoz protegido, al que llamaba die beste Kopf (la mejor cabeza) de todos los psicoanalistas de Viena. Pero mientras Freud consideraba la lucha entre represión e instinto con una actitud fuertemente ambivalente, Reich, sin hesitar, tomaba partido por el bando del instinto. En varios trabajos que reuniría después en Análisis de la personalidad (1933), Reich desarrollaba su primera idea psicoanalítica, acaso la más influyente: la personalidad como coraza. Reich pensaba que todo el mundo —incluso (o más bien especialmente) la gente educada y aparentemente sencilla— exhibe rasgos de carácter defensivos y recomendaba que el analista identificara y desmantelara esa coraza, controlando (a diferencia de Freud) la dirección de la terapia y forzando al paciente a expresar, incluso violentamente, sus impulsos más profundos. “Los seres humanos viven emocionalmente en la superficie”, explicaba. “Para llegar al corazón, donde yace lo natural, lo normal, lo saludable, hay que atravesar esa capa intermedia. Y en esa capa intermedia hay terror”. La cultura, creía Reich, alienaba a la gente de su verdadero yo, lo que significaba que todo individuo civilizado era por definición un neurótico. Esa premisa llevó a Reich a sacar dos conclusiones: primero, que todo el mundo necesita terapia; segundo, que para crear individuos verdaderamente saludables la terapia es insuficiente: hay que cambiar la sociedad misma. No faltaría mucho para que Reich diera otro paso que lo alejaría de Freud. Llegó a la conclusión de que la coraza de la personalidad se manifestaba en una “coraza muscular”, esto es, en tensión somática. Freud pensaba que las enfermedades físicas eran a menudo resultado de problemas psicológicos, pero Reich llegó a pensar lo contrario: que la etiología de la enfermedad psíquica (y por lo tanto del bienestar psicológico) estaba localizada en el cuerpo. Mientras Freud trataba la neurosis para aliviar problemas físicos, Reich invertía la causalidad y trabajaba aliviando la tensión corporal para suprimir la neurosis. Así quedó establecida la naturaleza doble de la terapia reichiana: dirigir la cura verbal hacia el desmantelamiento de la personalidad—coraza del paciente, de modo de permitir la emergencia del yo natural, y eliminar la coraza muscular del paciente mediante la respiración profunda, los movimientos rítmicos y el contacto físico con el terapeuta, de modo de aliviar así la neurosis correspondiente. Aún hoy, con el psicoanálisis en declive, algunos sostienen que las intuiciones de Reich animan las premisas básicas de la psicoterapia. Terapias alternativas de los años ‘70 como el grito primal, la bioenergética, el masaje y el trabajo corporal tienen con Reich una deuda profunda, y muchos psicólogos y psiquiatras no reichianos siguen integrando sus técnicas terapéuticas a sus métodos de tratamiento. No es sorprendente que los esfuerzos de Reich por liberar a sus pacientes de sus corazas musculares lo condujeran al trabajo de Freud sobre el sexo. En libros como La función del orgasmo y Genitalidad, ambos publicados en 1927, Reich argumentaba que la insatisfacción sexual estaba ligada a todas las tensiones físicas y por lo tanto a todas las neurosis. La tensión muscular —rigidez en la cadera, nalgas, estómago, muslos y otras partes del cuerpo— impedía la libertad de movimiento requerida para tener un buen orgasmo. De modo que en el modelo de Reich, la habilidad para consumar la “potencia orgásmica” se convirtió en la clave de una vida psicológica sana, para mujeres y hombres. La supresión de la neurosis y el logro de orgasmos superiores pasaron a ser sinónimos. Simplificando, Reich creía que la gente que tiene buen sexo es más feliz y productiva, y que la gente feliz y productiva tiene buen sexo. Cualquier cosa que socavara esa ecuación era una patología.
Pese a tanta franqueza, Reich dice poco sobre sus criterios para evaluar un buen orgasmo. Por lo general, parece adherir más bien a la escuela del “cuando tengas uno vas a saber”. Y esos orgasmos sólo podían darse en ciertas circunstancias. Aunque tenía fama de ser un radical sexual, Reich era en algunos aspectos bastante convencional. Insistía en que un buen orgasmo sólo podía conseguirse con contacto genital entre un hombre y una mujer. No tenía mayores problemas con la masturbación, pero la consideraba como una saludable expresión de deseo, no como una fuente de buenos orgasmos; rechazaba la “homosexualidad, las relaciones sexuales con animales y otras formas de perversión”.
El buen orgasmo representaba la salud del individuo, pero Reich también llegó a pensar que representaba la salud de la sociedad. A fines de los ‘20, ya instalado en Viena como un psicoanalista importante, Reich se cortó solo y creó el movimiento pol-sex, que combinaba sus intereses terapéuticos con una política cada vez más de izquierdas. Empezó a trabajar en Viena, pero después de haber sido expulsado del Partido Socialdemócrata en 1930 a causa de su radicalismo sexual, se mudó a Berlín, donde se unió al Partido Comunista Alemán y trabajó activamente en el círculo psicoanalítico de izquierdas que incluía a Karen Horney, Erich Fromm y Otto Fenichel. Para los parámetros contemporáneos, y aun para los actuales, las ideas pol-sex de Reich eran osadas. Dirigía laboratorios francos sobre salud sexual, pregonaba el control de la natalidad libre y el derecho al aborto y apoyaba la experimentación adolescente con el sexo. Una sociedad libre y sana, pensaba, tenía que estar compuesta de individuos libres y sanos: gente sexualmente sana y orgásmicamente potente. Semejante utopía erótica requería condiciones económicas y laborales que permitieran tener tiempo libre y condiciones de vida favorables a una sexualidad libre de presiones (un tema sobre el que la teoría marxista convencional no tiene mucho que decir). Lo que significaba igualdad social y económica entre los géneros y el reemplazo del matrimonio por la “monogamia serial”, de modo que cada miembro de la pareja pudiera buscar la vida sexual más satisfactoria.
En 1931, Reich convenció a los comunistas alemanes de fundar la Asociación Alemana para la Política Sexual Proletaria, con él como enérgico líder. En su mejor momento, la organización llegó a tener cuarenta mil miembros. La ideología del movimiento pol-sex cristalizó en el tratado que Reich dedicó a la represión social y sexual, Psicología de masas del Fascismo (1933), una intrépida síntesis de Freud y Marx en la que sostenía que las fuerzas represivas de la derecha no operaban en la sociedad por medio de la fuerza bruta ni del engaño, ni eran tampoco expresiones de ningún destino nacional. El éxito fenomenal de esas ideologías derivaba más bien de que prometían la liberación a través de la violencia y la fuerza, y también, contradictoriamente, la supresión estatal de lo que las masas no ilustradas temían de sí mismas: su sexualidad. La comprensión reichiana de la sexualidad y el poder figura entre lo más importante de su trabajo, cuyas ideas influyeron fuertemente en libros importantes de crítica social como El miedo a la libertad, de Erich Fromm (1941); La personalidad autoritaria, de Theodor Adorno (1950), y Eros y civilización, de Herbert Marcuse (1955).

Reich llegó a la cima de su influencia europea en 1931, pero en un par de años todo le estalló en la cara. Lo eyectaron de la Asociación Psicoanalítica Internacional por comunista; por esa época no estaba en términos muy amistosos con Freud —lo que Reich atribuía a la “gran insatisfacción genital” de Freud—, y el peso de Reich sobre los círculos del psicoanálisis oficial había mermado por completo. En 1934 fue expulsado del Partido Comunista Alemán (que Hitler, de todos modos, había suprimido en 1933) por freudiano y por distraer a la juventud comunista con sus interminables discusiones teóricas y prácticas sobre sexo. La política europea y los apremios económicos lo llevaron a Viena, a Copenhague, a Malms, a Suecia y por fin, a mediados de los ‘30, a Oslo. Para colmo, las autoridades de varios de sus exilios escandinavos estaban cada vez más preocupadas por la moral de sus terapias, y por los sempiternos rumores de que Reich seducía a sus pacientes. (Después de todo, la terapia reichiana se llevaba a cabo con el paciente en ropa interior, implicaba contactos físicos y tenía por objetivo la potencia orgásmica tanto en hombres como en mujeres.) Aislado de la crítica de sus pares, Reich pasó a ser un paria en todos los frentes, pero en Oslo su carrera adoptó una forma decisiva. Todas sus preocupaciones —la terapia, la política, las teorías sociales— pronto derivarían en algo más amplio, y también más difícil de tragar para el mundo no reichiano.
Pese a su absoluta falta de entrenamiento específico, Reich se convirtió en un médico. Aun Myron Sharaf, su generoso biógrafo, admite que el método experimental reichiano era problemático, y también está el hecho de que Reich informaba de sus resultados en un estilo narrativo, dando ejemplos selectivos más que detalles y datos completos. Su trabajo científico partía de la temblorosa premisa de que la fuerza psicológica que Freud llamaba libido y la liberación física que acompaña al orgasmo no eran sino dos manifestaciones diferentes de la misma energía. Y no era una metáfora. En Noruega, Reich empezó a experimentar con piel humana para medir esa energía (un joven Willy Brandt ofició de conejillo de indias) y sus experimentos le dieron la razón (aunque ningún no reichiano pudo verificar los resultados). Luego, siguiendo una lógica idiosincrásica, se puso a examinar briznas de pasto muerto con microscopio y las vio desintegrarse en pedacitos a los que llamó bions. Para Reich representaban nada menos que la generación espontánea de la vida: “Los bions son formas de transición entre la materia inorgánica y la orgánica; pueden convertirse en formas de vida organizadas como protozoos, células cancerosas, etc, y son vasos llenos de fluido y cargados de energía”. Los bions se movían animados por la misma energía eléctrica que circulaba en el orgasmo humano. Y en una última, atormentada observación, Reich descubrió que cada vez que los contemplaba los ojos le quedaban doloridos, lo que evidenciaba que alguna clase de radiación emanaba de ellos. La llamó orgón.
En 1939 consiguió un lugar en el nuevo Instituto de Investigación Social de New York, refugio de muchos intelectuales echados de Europa por el nazismo. Su curso, “Aspectos biológicos de la formación de la personalidad”, atrajo a los estudiantes que serían sus discípulos norteamericanos. Reich continuó su investigación y consiguió aislar el orgón: puso sus muestras de bions en cajas hechas de metal, para contener la radiación orgónica, y cubiertas de madera, para aislarlas de la interferencia orgónica exterior. Notó que si miraba dentro de las cajas en la oscuridad, podía ver retazos de luces de colores. (Reich consiguió una audiencia con Einstein, pero el físico se mostró escéptico: “Yo veo luces parpadeantes todo el tiempo”, dijo: “¿no será subjetivo?”) Luego, una noche oscura, descubrió que si miraba fijamente los espacios entre las estrellas podía ver esa misma luz. Dando uno de sus típicos saltos, Reich decidió que el orgón debía estar en todas partes: era una “energía cósmica”, el mismo medio universal que los físicos creyeron alguna vez que colmaba el espacio vacío, pero cuya existencia había sido decisivamente refutada por A.A. Michelson y E.W. Morley en 1887. Reich había redescubierto el éter. Estableció su nueva teoría sobre la ubicuidad del orgón en La función del orgasmo (1942 —no confundirlo con el libro homónimo de 1927), fundó una revista para publicar su trabajo y abrió el Laboratorio de Investigación Orgónica en Orgonon (Rangeley, para la oficina de correos), Maine.
A principios de los ‘40, Reich empezó a meter pacientes dentro de sus cajas de metal y madera —los “acumuladores de energía orgónica— para mejorar su salud mental y su potencia orgásmica, e incluso para combatir el cáncer, como lo describió en detalle en La biopatía cáncer (1948). Había cajas para todo el cuerpo, del tamaño de una cabina telefónica, y modelos más chicos para acomodar las partes del cuerpo que necesitaran tratamiento. A veces incluían accesorios parecidos a duchas manuales, que intensificaban y rociaban orgón. También había frazadas orgónicas para viajeros.

El buen orgasmo representaba la salud del individuo,
pero Reich también llegó a pensar que representaba
la salud de la sociedad.

Mientras tanto, Reich iba poniéndose cada vez más raro. En 1950 se radicó en Rangeley con su mujer Ilse, su hijo Peter y una fluctuante legión de creyentes. Haciendo gala de una creciente habilidad con los acrónimos, llevó a cabo experimentos que combinaban la radiación orgónica con el radio (los experimentos oranur: ORgon And NUclear Radiation) y decidió que el orgón podía ser usado como antídoto contra las intoxicaciones radioactivas (causadas por dor: Deadly ORgon —orgón mortal—). Dibujó los planos de un motor alimentado a orgón y construyó varillas luminosas de orgón capaces de desencadenar tormentas de lluvia. Cerca del final detectó extraños patrones energéticos en el cielo y decidió que eran evidencias de ovnis hostiles llamados EAs (Energy Alphas) y defendió, munido de sus varillas orgónicas, a la desprevenida raza humana.
En medio de tantos avances, los problemas, sin embargo, empezaron a aparecer. Contradiciendo la cálida recepción que muchos intelectuales norteamericanos progresistas habían dispensado a Reich en la posguerra, una periodista independiente llamada Mildred Brady escribió en 1947 un artículo mordaz para The New Republic, “El extraño caso de Wilhelm Reich”, en el que lo acusaba de fraude y de superchería sexual. (Reich pensaba que el ataque respondía a un motivo oculto: “Brady cree que soy el único hombre que puede ayudarla a tener un orgasmo, algo que necesita desesperadamente”.) El artículo llamó la atención de la Food and Drug Administration (FDA) sobre las actividades de Reich, y la entidad decidió que los acumuladores de energía orgónica eran picardías que caían dentro de su jurisdicción. Reich protestaba diciendo que sólo “investigaba fenómenos naturales” que nada tenían que ver con alimentos, fármacos o cosméticos. Pero la FDA estaba infestada de comunistas, como sostenía Joseph McCarthy y la histeria de la Guerra Fría creía al pie de la letra, y tanto Mildred Brady como el equipo editorial de The New Republic eran conocidos por sus simpatías izquierdistas. Reich, cuyo fervor de izquierda se había disipado hacía largo tiempo y ya no salía a la calle sin su carnet de republicano, se convenció de que “el calumnioso artículo de Miss Brady era el principio de una reacción en cadena puesta en marcha por los cuarteles comunistas”. Una conspiración que involucraba a The New Republic, a la FDA y quizás a Einstein, y estaba orquestada por la red global de Moscú, a la que Reich había bautizado Modju, sigla que combinaba el nombre de MOcenigo —que denunció a Giordano Bruno a la Inquisición— con DJUgashvili, el apellido original de Stalin. Reich estaba seguro de que Stalin sabía que sus descubrimientos salvarían al mundo de casi todos —si no de todos— sus males, algo que los soviéticos no podían permitir. Escribió cartas a Eisenhower y a J. Edgar Hoover explicándoles sus ideas, pero no obtuvo respuesta.
El 10 de febrero de 1954, la FDA solicitó una orden prohibiendo el transporte de cajas de orgón a través de las fronteras interestatales. Reich se negó a comparecer ante la corte y la orden, que aún hoy sigue en vigencia, fue concedida. La FDA husmeaba en los alrededores de Orgonon cuando uno de los asistentes de Reich llevó un acumulador de energía orgónica fuera de Maine, violando la orden judicial. Reich, que volvió a negarse a comparecer, fue detenido por desacato. Con insólita humildad, se limitó a reivindicar su derecho a “equivocarse sin ser colgado por ello”. Oficiando de abogado de sí mismo, se declaró culpable y admitió haber ofuscado a la FDA, pero argumentó que lo había hecho por el bien superior de la humanidad. En Orgonon, ante la vista de la familia de Reich, el staff del laboratorio y el mismo Reich, que aguardaba su sentencia, la FDA destruyó los acumuladores y quemó todos sus libros. En mayo de 1956 lo condenaron a dos años de prisión en la penitenciaría federal de Lewinsburg, Pennsylvania. Los psiquiatras de la cárcel no pudieron ponerse de acuerdo sobre la competencia mental de Reich, que murió de un ataque cardíaco en 1957, poco antes de ser liberado.

Reich murió cuando su influencia en la cultura norteamericana estaba en su apogeo. En los años ‘50, las ideas de Freud estaban de moda, y muchos intelectuales, frustrados por el conformismo social imperante, se acercaron a las primeras posiciones psicoanalíticas de Reich. Fue a través de esos escritores como su trabajo accedió a un público más amplio. Es más: su obra parece recorrer sigilosamente toda la proto-contracultura de los ‘50. Paul Goodman, el novelista y crítico anarquista que más tarde, en la contracultura de los ‘60, se haría célebre gracias a la publicación de Growing Up Absurd (1960), se sometió a una terapia reichiana y se convirtió en un propagandista de la obra sociopolítica de Reich, a quien consagró héroe del anarcosindicalismo y campeón del retorno del hombre a su estado natural de inocencia. William Steig, cuyos dibujos siguen apareciendo en The New Yorker, fue amigo de Reich e ilustró algunas de sus obras. Incluso un crítico lúcido como Irving Howe quedó fascinado por el intento de Reich de acercar al freudismo al marxismo, y particularmente por la idea de que la necesidad del individuo de reprimir su propio deseo sexual era la clave de la atracción ejercida por el fascismo. A fines de los ‘40, el narrador Isaac Rosenfeld convenció a su amigo Saul Bellow de hacer terapia reichiana. Para Bellow fue una experiencia esquizoide, a la vez liberadora e invalidante, celebratoria y traumática, que alimentaría gran parte de su ficción en los años siguientes. Henderson el Rey de la lluvia (1959), por ejemplo, es de cabo a rabo una alegoría (y una sátira) de la terapia reichiana: Dahfu, el brujo africano, desmantela metódicamente las defensas de Henderson, un norteamericano de viaje por Africa. En el clímax del libro, Dahfu yace agonizante y Henderson está herido, golpeado, indefenso y a merced de un león africano famélico. Del mismo modo, Carpe diem (1956) se centra en un desventurado protagonista —llamado significativamente Tommy Wilhelm— que tira compulsivamente por la borda la personalidad-coraza que fue su protección y su cárcel. Él también termina quebrado y llorando, aunque más fiel a sí mismo que antes.
Más fuerte fue el entusiasmo de Norman Mailer por Reich. “Si alguna vez tengo que buscar un terapeuta —escribió en un artículo para el Village Voice, luego publicado en Advertencias a mí mismo—, me inclinaría a conseguirme un reichiano”. Mailer interpretó la obsesión de Reich por el orgasmo casi en términos místicos. En El tiempo de su tiempo (1959), la más pura destilación reichiana de Mailer, el narrador (que se autodescribe como un “narcisista fálico”, un neologismo de Reich que designa a un depredador sexual “seguro de sí, arrogante y energético”) arranca a la fuerza un orgasmo de una gélida compañera de universidad a la que una inexperta psicoanalista reichiana fue incapaz de ayudar. Antes de volver al “primer agujero del amor”, la penetra por atrás, por “la sede de toda resistencia”, y la llama “sucia pequeña judía”. Pulverizada su coraza, la chica procede a tener no menos de cinco orgasmos, en lo que, según apreciación del narrador, es “el mejor momento de su vida”.
Y después está William Burroughs, que, como Bellow y Mailer, también se fabricó su caja de orgón, pero a diferencia de ellos hizo de la caja y del orgón el centro de su pensamiento. En 1949 le escribió a Jack Kerouac (que, como Allen Ginsberg, haría terapia reichiana instigado por Burroughs) que Reich “es el único hombre en el campo del análisis que tiene la posta. El tipo no está loco; es un genio del carajo”. Pero lo que fascinó a Burroughs fue la ciencia de Reich: “Me interesan sus descubrimientos concretos”, le escribía a Ginsberg: “Mis propios experimentos con el acumulador me convencieron de que muchas de sus conclusiones son correctas”. Pero Burroughs no siempre era tan reverente. Las teorías sociales y políticas de Reich lo aburrían, y en 1952, en un esbozo para un relato basado no muy halagadoramente en Paul Bowles, escribió: “Como muchos homosexuales, Keif decidía periódicamente que quería ser ‘curado’ y llevar una ‘vida normal’. Para ello se había analizado con un freudiano, un miembro del grupo de Washington, un horneyano (evitó cobardemente a junguianos y adlerianos) y finalmente una mujer reichiana que le puso electrodos en el pene y le ensartó un aerosol de orgón en el culo mientras lo urgía a relajarse y dejarse llevar por el ‘reflejo de orgasmo’. El resultado fue una dislocación de disco espinal que requirió un prolongado tratamiento de quiropraxia”.

Si los escritores de los ‘50 estaban fascinados con Reich, la revolución sexual de los ‘60 no necesariamente siguió premisas reichianas. A fines de la década, el triunfo sobre la represión —que para escritores como Bellow o Mailer era una lucha desesperada y peligrosa contra neurosis internas y convenciones externas— era un lugar común. Y a medida que la revolución sexual se extendía por toda la sociedad norteamericana, el interés por sus primeros propagandistas teóricos iba disipándose. Los movimientos feministas y gays de los ‘70 pueden haber sintetizado las políticas de izquierda con el radicalismo sexual, pero no lo hicieron en beneficio de Reich. Michel Foucault, líder teórico de la política sexual, era de ideas claramente no reichianas. Consideraba a Reich como una suerte de decepción ideológica, un pensador que, pese a toda su osadía, seguía atrapado en una manera de pensar tradicional. En el primer tomo de su Historia de la sexualidad (1978), después de reconocerle una importancia histórica, Foucault sostiene que “Reich no produjo más que un cambio táctico en el gran despliegue de la sexualidad que hace de la sociedad moderna una pesadilla carcelaria”.
Irónicamente, mientras el análisis de la personalidad, la pol-sex y la influencia literaria siguen siendo los legados reichianos más interesantes y perdurables, Reich, sobre el final, ya había dejado atrás las tres cosas. El trabajo que sí le interesaba —el orgón, la biopatía cancerosa y otras cosas por el estilo— sólo sirvió para marginalizar a sus seguidores y garantizar que el grueso del mundo pensara en él, si se le ocurría hacerlo, como en un bicho raro o un excéntrico. Los historiadores suelen ponerlo junto a Carl Jung, Norman D. Brown, R.D. Laing y otros que trataron de hacer de la psicología el fundamento de la profecía. En su propia imaginación, sin embargo, Reich era mucho más que eso: un Jesús moderno, o un Prometeo contemporáneo, condenado por los dioses por haberles robado el poder. En un documento llamado “Mi encarcelamiento ilegal”, escrito en su celda hacia el final de su vida, Reich declaraba: “Cometí el error de revelarle a la humanidad la energía cósmica primordial que llena el universo. Esa energía gobierna todos los procesos vivientes y el comportamiento legal de las funciones celestiales. Determina nuestras emociones, nuestro sentido de la orientación, nuestro discernimiento y nuestro equilibrio. Cometí el error de descubrir y volver accesible la fuerza básica de la naturaleza que muchas lenguas llamaron “Dios” a lo largo de milenios”.

“Reich es el único en el campo del análisis que tiene la posta. El tipo no está loco; es un genio del carajo”, le escribía William Burroughs a Jack Kerouac en 1949.

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