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David Ho contra el sida
por Alec Wilkinson

El general en su laberinto

Hace apenas cuatro años, David Ho puso al sida contra las cuerdas y fue elegido Hombre del Año por la revista “Time”. Ahora el virus contraatacó, pero Ho —otra vez lejos, para su alivio, de los horarios centrales y los fotógrafos— no baja la guardia y envía desde su laboratorio de Nueva York los últimos partes de una guerra que desde hace dos décadas se libra en la sangre de la humanidad.

Quizá nadie que haya sido elegido Hombre del Año por la revista Time se haya preocupado menos por la distinción que David Ho, el investigador del sida. Ho fue Hombre del Año en 1996. Se sintió honrado, pero no hizo ningún esfuerzo por llamar la atención de los editores de la revista. Lo que hizo fue anunciar un tratamiento que parecía doblegar al virus que causa el sida. Desde el lanzamiento de la edición, el 30 de diciembre de 1996, con su cara detrás de unos anteojos espejados en la tapa, Ho ha tenido que vestirse de smoking mucho más de lo que le gustaría, y le han sacado más fotos de las que le sacan a una persona normal a lo largo de toda una vida. A menudo le han pedido que prediga la fecha en que el virus del sida será derrotado, lo que pondría a cualquier científico en una posición incómoda. Ha pasado explicando su trabajo ante los periodistas un tiempo que debería haber pasado en su laboratorio, y el desarrollo de sus experimentos, que debería ser privado, ha sido monitoreado sin descanso. Ho es director del laboratorio de investigación de sida más grande del mundo, el Centro de Investigación de Sida Aaron Diamond de Nueva York. Tenía 37 años cuando le dieron el puesto.

1 Si creemos que la personalidad es una colección de hábitos, gestos y comportamientos reunidos para esconder ante los demás lo que realmente pensamos, entonces la personalidad de Ho es lisa y astuta y eficaz. Por lo general es afable. Tiene una expresión atenta y opaca. Descarta con gentileza y energía cualquier pregunta cuya respuesta podría revelar cómo se siente o qué siente en relación con su trabajo y sus logros o con su pasado. No da la impresión de pensar mucho. En su escritorio no hay pilas de papeles, ni desorden, ni señales de frustración, ni obstáculos, ni cosas tipo dónde-diablos-está-mi-lapicera, ni nada que sugiera la lucha de una inteligencia imperiosa e inestable contra un adversario malévolo. Nada de lo que hace tiende a llamar la atención de los demás.
El clamor y la estima que produjo la designación de Time podrían haber infatuado a alguien más impresionable, más ávido de aclamación, más fácilmente intoxicable con invitaciones a la Casa Blanca, más convencionalmente ambicioso, pero Ho ha permanecido absorto en el propósito que abrazó hace casi veinte años, cuando examinó a una serie de hombres homosexuales que presentaban síntomas fatales e inexplicables y decidió descubrir lo que los afligía.

2 De los primeros cinco casos identificados como sida, Ho debe haber visto tres. Esto sucedía en 1981. Ho completaba su residencia en el Centro Médico Cedars-Sinaí de Los Angeles cuando le pidieron que examinara a un paciente de 30 años que decía ser gay. “El hombre había estado sintiéndose mal uno o dos meses”, dice Ho. “Había perdido peso, no comía bien, muy lentamente empezaba a tener problemas respiratorios y se cansaba al menor ejercicio. Después cayó gravemente enfermo en serio; tenía fiebres intensas y se quedaba sin aire. La magnitud del asunto era algo bastante asombroso. Una serie de ataques decidieron su hospitalización. Era un misterio. ¿Cómo podía desmoronarse de esa manera alguien que dos meses atrás gozaba de buena salud? Evidentemente algo estaba pasando en su cerebro: está teniendo ataques. Por sus problemas respiratorios es evidente que tiene neumonía. Un monitoreo cerebral muestra que tiene un agujero en el cerebro, lo que es congruente con los ataques y con un déficit en su condición mental. Y cuando le hacemos una biopsia de colon encontramos una forma de virus que está provocando una infección. Es un virus ubicuo, pero es preciso custodiarlo. Un parásito está causando el agujero en el cerebro, y tiene otro en el pulmón. Todo indica que algo está destruyendo su sistema inmunológico. ¿Estaba tomando drogas? Algunas drogas contra el cáncer ocasionan ese tipo de destrucción. Pero el hombre no está en terapia anticáncer.”
“El segundo paciente llegó dos semanas después. Tenía una infección en la retina y la boca llena de espuma, la lengua blanca, aftas. En un par de meses los casos subieron a cuatro, y luego la frecuencia aumentó. Hacia el final del primer año ya habíamos visto cincuenta casos: gays que llegaban al hospital con infecciones múltiples y simultáneas, algunos con neumonía y fiebre cerebral al mismo tiempo, lo que llamaríamos encefalitis. Jaquecas graves junto con complicaciones neurológicas, debilidad y anomalías sensoriales, pérdida de sensibilidad en una pierna, por ejemplo. Los cuadros no eran idénticos, pero estaban relacionados. Todos eran gays con un gran número de parejas. Un grupo de pacientes con un denominador común: infecciones de las que normalmente debería haberlos protegido el sistema inmunológico. Microbios.”
“Como médicos estamos acostumbrados a observar un problema por vez. Una de las premisas era que tal vez hubiera algo que había pasado de uno en otro y que había comprometido el sistema inmunológico. Después de un tiempo empezó a haber algunos casos de heterosexuales, algunos de ellos consumidores de drogas, y el consumo de drogas, al menos, se agregó a la premisa de que se trataba de algo transmisible. Nunca había oído nada parecido, pero dije: Bueno, volvamos a la literatura y veamos si encontramos algo, y en los libros no había absolutamente nada al respecto. Científicamente era muy interesante: algo nuevo, algo transmisible, algo que destruye el sistema inmunológico de una persona previamente sana. Todos creían que sólo era una curiosidad médica; se lo clasificó como algo realmente bizarro. Hace tiempo que me interesan las enfermedades infecciosas, y me gustan los enigmas; estaba dispuesto a revisar ciertas enfermedades que no tienen explicación —el MS no tenía causa y sigue sin tenerla; el lupus; la artritis reumatoide— y simplemente decidí poner el foco de mi investigación en esa nueva enfermedad. Todos creyeron que estaba loco, pero yo decidí salir tras ella. Como todo el mundo, jamás me imaginé que sería lo que terminó siendo.”

3 Una de las marcas de una inteligencia sólida y penetrante es la capacidad de concebir las posibilidades como algo ordenado en una secuencia intrincada, como si fueran pasos de baile dibujados en el piso. Cuanto más capaz es la inteligencia, más extensivo el patrón. El virus del sida fue identificado en 1983, y al año siguiente se inventó una manera de testear su presencia. Se lo consideraba un virus indolente, en el sentido en que parecía entrar en una persona y quedarse allí dormido durante años. Algo, eventualmente, lo despertaba, pero nadie sabía qué. Entretanto, nada parecía andar mal en el paciente. No se le prescribía tratamiento alguno.
El virus ataca a un componente del sistema inmunológico llamado célula T. Específicamente, una célula CD4T. Un microlitro de sangre de alguien sano puede contener mil células T. Cuando hay menos de doscientas aparecen las complicaciones. Ho observó que durante el período de latencia —esto es, cuando se creía que el paciente estaba bien— estaba perdiendo lentamente células T. Esto le sugirió que el virus estaba activo, aunque todos creyeran que no.
El virus distrae de la célula T el material que usa para reproducirse. Una primera estrategia para someter al virus consistía en ofrecerle señuelos artificiales. Los virus incubados en el laboratorio atacaban confiados a los señuelos. Ho descubrió que los virus salvajes —esto es, los hallados en los pacientes— no. Dado que se había invertido considerable dinero en el desarrollo de esa estrategia, llamada CD4 soluble, el descubrimiento de Ho no lo convirtió en alguien muy popular que digamos. El error de cálculo respecto del virus llevó a Ho a pensar que la estructura del virus había sido insuficientemente comprendida. Se sabía que la sangre de un paciente en las fases finales del sida contenía altas cantidades del virus. Ho descubrió que también había grandes cantidades en la sangre de una persona que había sido expuesta algunas semanas atrás. En ese momento, por lo general, una persona pasa unos días con fiebre, escalofríos, dolor en las articulaciones, quizá dolores de cabeza: los síntomas de una gripe, aunque en su sangre no haya evidencia de ningún virus gripal. En unas pocas semanas, la carga viral prácticamente desaparece, y en algunos casos parece desaparecer. El individuo se recupera de la fiebre y parece estar bien.
En 1995 Ho publicó un artículo en Nature, la revista inglesa de ciencia, en el que decía que el virus no permanecía dormido para nada. Al revés, en el mismo período en que se creía que estaba latente, en realidad estaba reproduciéndose vigorosamente, y el sistema inmunológico estaba limpiándolo diligentemente del cuerpo. El individuo se sentía mal, por fin, cuando su cuerpo ya no podía seguir el ritmo del implacable trabajo del virus. Como pasa con cualquier experiencia traumática que se vuelve prolongada, algunos pueden resistir más que otros, pero eventualmente todos sucumben. Mientras se creía que el virus dormía, era sensato que los médicos esperaran la manifestación de los síntomas antes de responder. El trabajo de Ho demostró que el virus y el cuerpo eran antagonistas desde el principio, y que la mejor manera de resistir al virus era atacarlo inmediatamente.

4 El AZT, la primera droga que obstaculizó al virus, afectaba la habilidad del virus para reproducirse, pero el virus a veces necesitaba apenas unos pocos días para evolucionar hacia formas resistentes. En 1991, en un congreso en las afueras de Orlando, Ho se encontró con un técnico químico llamado Dale Kempf, que trabajaba para los laboratorios Abbott de Chicago. Ho había ido al congreso a dar una charla, y Kempf había sido invitado para hacer una presentación con posters: esto es, para desplegar su trabajo en una serie de afiches y pararse adelante y contestar preguntas. Kempf había estado desarrollando unas drogas llamadas inhibidores de proteasa. Una enzima de proteasa es una enzima que el virus usa para reproducirse. “Esto es lo que es”, dice Ho: “una tijera química. La proteasa viral corta los grandes pedazos de la proteína viral en pedazos pequeños, y los pedazos pequeños se unen para formar la partícula viral”. Ho sintió que si se podía “paralizar la tijera”, se podría interrumpir el virus. Ho y Kempf se encontraron haciendo cola para devolver los autos que habían alquilado. “Empezamos a charlar —dice Ho—, hicimos amistad y decidimos complementarnos mutuamente: él es un químico, no trabaja con el virus. El hace las drogas. Hablamos de cómo el virus podría desarrollar una estrategia para eludir las drogas.”
El virus se reproduce furiosamente. Como suele suceder, tiene una notable propensión al error. Cada vez que se copia a sí mismo comete errores, lo cual es una ventaja, ya que el sistema inmunológico debe responder constantemente a un adversario alterado. “En un 99 por ciento somos iguales a los chimpancés —dice Ho—, y fíjese el tiempo que nos ha llevado ese 1 por ciento de evolución. El virus cambia un 1 por ciento por año. El sistema inmunológico está tratando de trabajar en esto.”
Para encarar las cualidades plásticas del virus, Ho y otros tomaron prestada una estrategia de la terapia para el cáncer. Más que emplear una sola droga y dejar que una parte del virus se vuelva resistente, empezaron a usar varias drogas con la esperanza de abrumarlo. Esas combinaciones, que incluyen un inhibidor de proteasa, se conocen como cócteles de drogas. “Sabemos a qué velocidad está reproduciéndose el virus —dice Ho—, y a qué velocidad va a generar a los mutantes. Si le pido que haga una mutación, es probable que la haga muy rápido. También si le pido que haga dos. Pero le voy a pedir que haga cinco mutaciones al mismo tiempo, y eso, numéricamente, es algo muy, muy improbable. Se trata de presentarle muchos frentes de batalla. Esa es la partida de ajedrez que estamos jugando con el virus.”
Los cócteles de drogas funcionaron tan bien que en muchos pacientes la cantidad del virus en la corriente sanguínea cayó por debajo de los niveles detectables. Al dejar de estar bajo ataque constante, sus sistemas inmunológicos revivieron y se volvieron contra las infecciones bacterianas y micóticas que los acosaban. Los pacientes mejoraron. Los cálculos de un matemático que Ho consultó indicaban que las drogas limpiarían el cuerpo de cualquier rastro de virus en dos o tres años. Pruebas en animales indicaron que si una persona empezaba a tomar los cócteles a los —digamos— dos días de infectarse, estaría en condiciones de derrotar al virus por completo. Una enfermedad que era incorregiblemente fatal parecía, al menos, haber sido doblegada. Ho se convirtió en el Hombre del Año.

5 Al parecer, los efectos periféricos de los inhibidores de proteasa son graves. Ocasionan calambres y dolores gastrointestinales y debilitan el hígado. Interfieren en la capacidad del cuerpo para metabolizar las grasas; los pacientes desarrollan lo que se llama panzas de proteasa y jorobas de búfalo, quejas que los médicos inicialmente descartaban como meras cuestiones de vanidad, hasta que descubrieron que las grasas pueden dar lugar a la diabetes y las enfermedades cardíacas.
Además, los pacientes a veces cometen errores con el riguroso programa que deben seguir para tomar la medicación, y cualquier demora trabaja a favor del virus. Algunos pacientes dicen que las drogas causan más problemas de los que resuelven y se rinden. Cuando interrumpen, el virus vuelve. Un paciente que tome los cócteles de drogas puede recobrar un nivel de salud tal que su sistema inmunológico será capaz de derrotar al virus remanente. Alguna porción del virus, sin embargo, permanece latente en las células T, donde ha sido incorporado al ADN de las células y es difícil de desterrar. Al principio, Ho pensó que esas células no vivían lo suficiente para proporcionarle refugio al virus, pero desde entonces descubrió que algunas pueden vivir veinte o treinta años. Esas células pueden volverse activas sólo si se las convoca para oponerse a una infección: una gripe, digamos. Para purgar el virus oculto en esas fortalezas, Ho cree que hay que despertar a la célula, lo que se puede hacer voluntariamente enfermando a una persona. Las células actuarían, y el virus emergería y sería doblegado por los ingredientes del cóctel. Lo que le preocupa es que el virus pueda hallar refugio en lugares como el cerebro, un órgano al que las drogas antivirales no son especialmente adeptas a acceder. Y también está la cuestión de cuánto tiempo puede sostener una persona la terapia química. El verano pasado, un joven tratado con la terapia de cócteles de drogas de Washington D.C. sufrió un ataque al corazón provocado por las dificultades derivadas de la acumulación de grasas.
Ho no esperaba que pudiera salvar a nadie. Sabía que el uso de inhibidores de proteasa implicaría dificultades, como sucede con todas las drogas. Qué clase de dificultades y de qué grado de gravedad, eso es algo de lo que todavía sigue enterándose. Pero de todos modos señala que desde que empezaron a usarse, hace ya tres años, la tasa de mortalidad de sida en Estados Unidos es un quinto de lo que supo ser. Nadie está seguro de cuánto tiempo se mantendrán esas cifras en vigencia. Ho sigue refinando sus ingredientes. El resto del tiempo lo dedica a tratar de entender mejor la estructura del virus y a trabajar en una vacuna y una cura. Si otra persona descubre una cura, él trabajará en una vacuna. Si otra persona descubre una vacuna, él trabajará en una cura. Y si no participa de ninguno de esos descubrimientos, se dedicará personalmente a vigilar que se los distribuya bien, especialmente en Asia y Africa, donde la gente que los necesita no está en condiciones de pagarlos. Para mucha gente, los inhibidores de proteasa no son medios para obstaculizar el virus sino una cura, aunque Ho haya tenido el cuidado de aclarar que no lo son. Ho lamenta que ese error de concepto le haya quitado tanto fervor al discurso sobre el sida en Estados Unidos.

6 He leído que Ho es fanático de un dicho taoísta: “Las cosas más suaves del mundo derrotan a las más duras”. Un día, sentado en su oficina, le pregunté si era religioso y me contestó: “No mucho”. Dado que es mucho más inteligente que yo, yo estaba preparado para oír su explicación de cómo veía la presencia de Dios en un mundo que incluye a un adversario tan implacable como el que él conoce íntimamente. Le pregunté si alguna vez había concebido el mundo en esos términos y me dijo que “no, en absoluto. Este universo no existe sólo para nosotros. Somos sólo una entre millones de especies, cada una de las cuales evoluciona para ser mejor y mejor. Las estrategias de este virus son muy simples: nosotros somos su fuente de alimento”.
Esa noche fui con Ho, su esposa, su hijo y su hija menor a comer a un hotel del centro de Manhattan, donde figuraba en una nómina de homenajeados. Daba la comida una organización llamada Coalición de Isleños de Asia y el Pacífico sobre HIV/Sida. Ho recibiría el premio Genio. Fuimos en su auto desde su oficina y estacionamos en una calle donde ya había muchos autos estacionados, pese a que una hora más tarde todos estarían en infracción. Le pregunté si tenía un cartel de médico para dejar en el auto. “No”, dijo. “Además, si lo pone se le meten en el auto para buscar drogas.” Le dije: “Está bien, pero es un Mercedes: se le van a meter igual.” Y dijo con jovialidad: “No hay problema: atrás hay un Lexus”.
En el hotel lo estaban esperando hombres de smoking y traje y mujeres vestidas de largo. Periodistas y fotógrafos de diarios asiáticos deambulaban por el salón con credenciales en las solapas que decían “Prensa”. Un trío tocaba música de cóctel de un rincón. Una vez retirados los platos de la cena, Ho recibiría una escultura de cerámica y diría: “Es más de lo que me merezco... el trabajo de otros científicos... queda mucho por hacer”. Pero primero se detendría a la entrada del salón y diría: “Va a haber mucho revuelo”. Y después entraría a la sala. Un fotógrafo se le acercaría diciéndole: “David, ¿puedo sacarle una foto con su familia?”, y él se pararía en un rincón, detrás de su mujer, su hijo y su hija, y sonreiría cerrando los ojos, los flashes de las cámaras iluminando la sala como detonaciones.

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