En 
          la vereda del sol
        En 
          1963 Ipanema se convirtió en la capital mundial de la bossa nova 
          gracias a una garota que pasaba por ahí. Pero ¿por qué 
          le tocó a ese barrio casi perdido y no a la célebre Copacabana? 
          El periodista Ruy Castro acaba de publicar en Brasil Ela é carioca, 
          un libro donde recorre la increíble historia de Ipanema, desde 
          los días en que Isadora Duncan bailaba desnuda en la playa hasta 
          las borracheras de Vinicius y Tom Jobim, los berrinches de João 
          Gilberto, la mítica llamada que Frank Sinatra hizo al bar Veloso 
          y la vida del perro al que todos le pagaban la cerveza.
         
          Por Sergio Kiernan 
          
          
          La culpa fue, curiosamente, de Isadora Duncan. En 1915 antes del 
          magnate Singer, antes de San Petersburgo, antes de Maiakovski y mucho 
          antes de enredar su boa en la Bugatti Tipo Veintidue, Isadora 
          iba para Buenos Aires. Como todos los barcos de la época, el 
          suyo hacía escala en Río y la diva tenía agendadas 
          algunas funciones. Con ese ojo para encontrar lo mejor de cada casa, 
          Isadora se fue con João do Rio, cronista de las calles cariocas, 
          bello morocho de cuello duro y corbata pajarita, periodista famoso y 
          amado. La discreción de la época oculta los detalles, 
          pero no un hecho que se hizo histórico: la noche calurosa en 
          la que Isadora y João se fueron a una playa en el fin del 
          mundo, pura arena y piedras. Ella quería estar a solas, 
          bailar en paz frente al mar; él quería hacer lo que ella 
          quisiera. Salieron de la ciudad hacia el sur y cuando los faros del 
          Packard no iluminaron más que casonas sueltas y calles de arena, 
          ella mandó que pararan. What do you call this beach?, 
          preguntó ella. Praia do Arpoador, fue la respuesta. 
          And this area?. Ipanema. Isadora bailó 
          desnuda bajo las estrellas, como si estuviera en el lado oscuro de la 
          luna. João nunca volvió a ser el mismo.
          Un par de años después, João asombró a la 
          ciudad mudándose del centro de la ciudad a la playa que había 
          hecho famosa en una serie de artículos. El periodista era célebre 
          pero no rico: Río entero se preguntó con qué había 
          construido los dos espléndidos caserones de estilo inglés 
          donde alojar a su madre y a su corte de amantes. Todavía hoy 
          se especula si la serie de artículos de João no recibieron 
          como pago aquellos chalets, de parte de Kennedy de Lemos, el primer 
          especulador en ver el futuro del barrio. La casona de João desapareció 
          pocos años después de su muerte. La de su madre quedó 
          vacía durante décadas. En los años sesenta ya era 
          casi una ruina pero funcionó igual como escenario de fiestas 
          inolvidables donde corrían el sexo, las drogas y la música. 
          Para cuando los okupa fiesteros acompañaban como era debido el 
          sueño eterno de João, Ipanema ya era la playa más 
          famosa del mundo. La fórmula cabe en dos palabras: bossa nova.
        

          La 
          partitura original de Garota de Ipanema garabateada por 
          Tom Jobim. Heloísa Eneída, 
          la auténtica garota de Ipanema. Astrud Gilberto, la voz de la 
          Garota en la grabación en inglés con Stan Getz.
         
          
          NACE UNA MÚSICA Podría decirse que la bossa nova 
          fue el producto de una banda de amigos músicos, bohemios, pescadores, 
          campeones de caza submarina, ratones playeros que vivían de día 
          y de noche juntos en la playa Do Arpoador: en aquellos tiempos sin polución, 
          un paraíso de peces tropicales. Eran unas pocas cuadras: la avenida 
          Bulhoes de Carvallo al norte marcaba la frontera con Copacabana; doce 
          largas cuadras al sur, el canal rodeado de verde que la municipalidad 
          bautizó, en un arranque poético, El Jardín 
          de Alá, dividía Ipanema de Leblón: para atrás, 
          quedaban como máximo nueve estrechas cuadras hasta la laguna. 
          En ese mundito de menos de dos kilómetros cuadrados, más 
          chico que Mónaco, se juntaron alquímicamente los elementos 
          para crear la bossa nova. Estaban las familias de inmigrantes europeos 
          de pre y posguerra, cultos exiliados que llegaban con pianos, idiomas 
          e hijas rubias. Estaban los dos o tres colegios privados que incluían 
          artes en el programa de estudios, una rareza en los años treinta 
          y cuarenta. Estaba el ritmo de vida pueblerino, a minutos del centro 
          de una gran ciudad. Estaba la vocación de ignorar la pacatería 
          de todas las épocas. La actitud la marcaban mujeres como Miriam 
          Etz, una judía alemana escapada del nazismo que en 1936, apenas 
          desembarcada en su nuevo país y con 22 años, sacó 
          de la valija su dos piezas de lana y se metió al mar. Era la 
          primera bikini que se veía en la América del Sur.
          Para 1954, fecha arbitraria a la que se adjudica el nacimiento de la 
          bossa nova, el caldo hizo hervor en la banda playera. Antonio Carlos 
          Jobim tenía 27 años de edad, 26 vividos en Ipanema los 
          padres, fundidos por malas inversiones, se mudaron de la finísima 
          Tijuca al arenal de alquileres baratos poco después de su nacimiento 
          y veinte de música. Desde los doce vivía básicamente 
          en la playa, con aficiones como salir a nadar mar adentro en medio de 
          las tormentas. Kabinha, un pescador que terminó amigo de la flor 
          y nata de la intelectualidad brasileña, le enseñó 
          los secretos de los anzuelos: más de una vez Jobim se definió 
          como un pescador que hacía música. Sinhozinho le enseñó 
          a seguir el ritmo y a dar patadas en su escolinha de capoeira. Con esta 
          base, más las tediosas clases en un pesado piano vertical y miles 
          de horas de solfeo y armonía, Jobim ya era, al cumplir los veinticinco, 
          un veterano pianista de cabaret, casado y sempiternamente mal dormido. 
          Alcides, un sambista de la favela y letrista de algunas de sus primeras 
          composiciones, le consiguió en 1954 un trabajo mejor: el rubio 
          Jobim pasaba al pentagrama las marchas de Carnaval de las escolas do 
          samba, cuyos autores eran unánimemente analfabetos.
        
          
            |  | Leila 
                Diniz, la actriz que alborotó Brasil cuando apareció 
                en la playa en bikini embarazada de seis meses, en agosto de 1971.
 Vinicius 
                acodado en el bar Veloso, donde llamó Frank Sinatra para 
                pedir prestada su Garota.
  | 
        
         
          CUANDO TOM CONOCIO A JOAO Curiosamente, este trabajo pagaba mucho 
          más que el del cabaret. Jobim y su mujer Thereza se mudaron al 
          departamento 201 del edificio de la Rua Nascimento Silva 107. Como el 
          departamento tenía dos grandes salas, los amigos comenzaron a 
          reunirse en casa de los Jobim en una interminable fiesta musical. De 
          allí salieron los primeros sambascasi-bossa nova (como Teresa 
          da praia), la Sinfonía do Río de Janeiro 
          y, en 1957, las primeras canciones con Vinicius de Moraes: las de Orfeu 
          da Conceiçao, que incluían un clásico instantáneo 
          como Si todos fossem iguais a vocé. El departamento 
          también fue escenario del reencuentro de Jobim con João 
          Gilberto, un neurótico vecino que vivía con su mujer Astrud 
          en la Rua Visconde de Pirajá, justo encima del Zeppelin, un bar 
          alemán frecuentado por músicos y cineastas que Gilberto 
          jamás pisó ni para comprar cigarrillos. Una tardecita, 
          Gilberto le mostró a Jobim una manera peculiar de tocar la guitarra 
          que se le había ocurrido, y ambos se quedaron toda la noche trabajando 
          en lo que sería el tempo de la bossa nova. El que se puede escuchar 
          en temas como Desafinado y en absolutamente todo lo que 
          toque Gilberto, tangos incluidos. 
          El mundo la escuchó por primera vez en 1958, cuando el ignoto 
          músico acompañó a su amigo más famoso en 
          Chega de Saudades. Fue esta grabación que disparó 
          a la bossa nova. Su autor era Vinicius de Moraes, un diplomático 
          separado, vuelto a casar, vuelto a separar y casar, enamoradizo, adicto 
          a adolescentes, poeta consagrado, que a los 45 años se encontró 
          súbitamente transformado en una estrella-gurú de un movimiento 
          juvenil. Algo cansado de contar sílabas para sus sonetos, Vinicius 
          comenzó una revolución interior: aunque era un bohemio 
          internacional, casi nadie lo había visto jamás vestido 
          con otra cosa que un traje oscuro, zapatos a la inglesa, corbata de 
          nudo estrecho, pelo corto y bien afeitado. Era la vera imagen del secretario 
          de embajada brasileña en Europa, cargo que ocupaba en París 
          cuando una de sus tantas letras se transformó en un hit. La música 
          popular le permitió soltarse y fue entonces que el poetinha creó 
          su uniforme de camisa y pantalón negros, con la melena blanca 
          peinada para atrás. Bajo la égida del diplomático 
          al que el gobierno militar dio de baja por alcoholismo 
          en 1965 la bossa nova se transformó en movimiento.
          
          LA GAROTA DE IPANEMA En el verano de 1962, Jobim y Vinicius pasaban 
          las tardes en el viejo bar Veloso, saludando, bebiendo, conversando. 
          Un día, se les fueron los ojos detrás de una morena de 
          pelo largo, una modelo principiante llamada Heloísa Eneída. 
          Tan impresionados quedaron que, uno con la guitarra y el otro con esas 
          biromes mordidas que le gustaba usar y perder, la incluyeron en la agenda 
          de composiciones para las semanas siguientes. Vinicius hizo más 
          y más bocetos, hasta que encontró aquello de Olha 
          que coisa mas linda, mais cheia de graça.... Y entonces 
          perdió la letra. Cuando ya no sabía qué hacer, 
          recibió dos llamados: uno de Carlos Lyra, preguntando por qué 
          le había mandado un tema de amor, si habían hablado de 
          uno de nostalgia; y otro de Jobim, reclamando porque en lugar de una 
          composición sobre Heloísa había recibido un tema 
          nostalgioso. Vinicius pidió los dos sobres de vuelta, cruzó 
          los papeles, arregló el asunto y pensó seriamente en dormir 
          más y beber menos. Ya en agosto, en el show que dieron en la 
          boite Bon Gourmet de Copacabana, con João Gilberto y Os Cariocas, 
          una de las canciones que estaban listas para el estreno era Garota 
          de Ipanema. A todo el mundo le gustó, hubo aplausos, hasta 
          se grabó una versión ahora justamente olvidada. Pero no 
          pasó nada, hasta que se metieron los norteamericanos. 
          Un productor llamado Creed Taylor buscaba por ese tiempo repertorios 
          nuevos para uno de sus protegidos, el saxofonista Stan Getz. Y decidió 
          traerse a esos brasileños de los que tanto le hablaban para grabar 
          un disco. Estados Unidos ya estaba saturado de bossa nova, en versión 
          combo eléctrico pre-muzak, un éxito comercial en los bares 
          de hoteles. En marzo de 1963, Getz y Jobim grabaron Garota de 
          Ipanema en Nueva York, con João Gilberto cantando en portugués 
          y Astrud Gilberto en inglés. La cinta quedó durante meses 
          durmiendo en un cajón hasta que Taylor se animó a editarla 
          en forma de disco. Fue el mayor éxito de su carrera: 96 semanas 
          seguidas en el ranking de la revista Billboard, cuatro Grammy (disco 
          del año, single del año, mejor solista de jazz y mejor 
          grabación). Aunque la globalización haga pensar que antes 
          no existían modas mundiales, en 1964 ya había un mercado 
          internacional suficientemente vasto. Garota de Ipanema sonaba 
          en todo el planeta Tierra, vendía millones de copias y ponía 
          de moda al Brasil. Los norteamericanos quedaron tan encantados con Astrud, 
          que la muchacha dejó a su João, se mudó a Nueva 
          York y se transformó en una chanteuse de prestigio. Jobim y Vinicius 
          se llevaron de vuelta a Ipanema al desolado guitarrista, y descubrieron 
          que por primera vez en sus vidas no tenían que vigilar el bolsillo.
          Lo cual resultó en un aumento de consumo de alcoholes diversos 
          en el Veloso. La rueda incluía bohemios como Raul Gunther Vogt, 
          un hijo de suizos que hacía suspirar a las garotas con sus ojos 
          azules y su verba, talentoso diseñador gráfico que, de 
          tanta enemistad al trabajo, prefirió ser mendigo que languidecer 
          a una oficina. También bebían y hablaban en aquella mesa 
          Cacá Diegues, la bellísima Leila Diniz que casi 
          va presa por aparecer en la playa en bikini con seis meses de embarazo, 
          los escritores Ferreira Gullar, Fernando Sabino y Clarice Lispector, 
          un jovencito llamado Chico Buarque de Hollanda, y la plana mayor de 
          la revista O Pasquim (con los dibujantes Ziraldo y Jaguar a la cabeza), 
          que prácticamente inventó el humorismo politizado en Brasil 
          y que tenía sus oficinas en la mesa de la esquina. Fue en el 
          Veloso donde Jobim y Vinicius juntaron coraje, recién en 1965, 
          para contarle a Heló Eneída que ella era la garota de 
          Ipanema, con lo que la lanzaron al estrellato instantáneo como 
          modelo y actriz, para su gran desconcierto. Y fue en el Veloso donde 
          un día de 1966 el mozo Arlindo se acercó a la mesa de 
          Jobim para decirle que un gringo lo llamaba de Nueva York. Era Frank 
          Sinatra, que quería grabar la célebre Garota. 
          De ese llamado salió Francis Albert Sinatra & Antonio Carlos 
          Jobim, el único disco en que Sinatra no es Frank.
        
          
            |  | La 
                plana mayor del Cinema Novo en el bar Zeppelin, el único 
                que fiaba en tiempos de malaria. Odete 
                Lara, la actriz que en 1963 se convirtió en el sex symbol 
                nacional con la película Linda pero ordinaria. | 
        
        EL 
          GAROTO DE IPANEMA Aunque Ipanema tenía, en esos años 
          dorados, apenas cuarenta mil habitantes y el edificio más 
          alto no superaba los cuatro pisos, la zona rebasaba de barcitos. Estaba 
          el Mal Olor, el Lagoa, el Chopnik que proponía un chopp 
          beatnik, el Farolito, el Zeppelin, el Jangadeiro, el Bofetada 
          y muchos otros menos famosos. El Jangadeiro tenía el cliente 
          más consecuente y querido del barrio: Barbado, un perrito atorrante 
          y callejero que un día de 1962 se sentó bajo la mesa del 
          actor, dibujante y humorista Hugo Bidet y del pescador Kabinha, que 
          pidieron un bol, le sirvieron una cerveza helada y lo bautizaron por 
          la barbita que le asomaba bajo la quijada. Con el tiempo, Bidet y Kabinha 
          terminaron convencidos de que el perro era algún amigo bebedor 
          que había muerto y reencarnado de cuatro patas, pero todavía 
          con sed. Barbado recorría los bares y aceptaba ecuménicamente 
          todos los chopps que le sirvieran, pero siempre pasaba primero por el 
          Jangadeiro a comerse un bifecito. Por la tarde iba al centro en tranvía 
          todos los conductores lo conocían y volvía 
          a tiempo para su borrachera nocturna. Aunque cruzaba las calles zigzagueando, 
          nunca lo pisó un auto. Barbado hasta fue actor en una puesta 
          carioca de La fuerza bruta (Of Mice and Men), de John Steinbeck: el 
          perrito llegaba siempre en horario, esperaba en bambalinas con paciencia 
          y nunca ladró fuera de momento. A tal punto, que el crítico 
          Fausto Wolff destrozó la puesta en su columna de A Tribuna da 
          Imprensa, pero elogió la actuación de Barbado. En 1970, 
          el perrito desapareció. Vavá, uno de los mozos del Jangadeiro, 
          se lo encontró meses después en un bar de camioneros en 
          medio del campo. Lo invitó a volver, pero Barbado prefirió 
          subirse a la cabina de un camión amigo y terminar sus días 
          on the road, como otros tantos hijos de Ipanema.
          
          LOS BARES DE IPANEMA El Zeppelin era el hogar de los cineastas 
          y, contradiciendo su historia, de la izquierda festiva. Lo había 
          abierto en 1937 Oskar Geidel, un trapecista austríaco al que 
          le gustó el sol de Ipanema y la calma de la Rua Visconde de Pirajá. 
          Oskar preparaba patrióticas tortas de mariscos decoradas con 
          camarones formando una esvástica, y le servía sus cervezas 
          al jefe de la policía secreta de Getulio Vargas, Filinto Müller, 
          que no escondía su amistad con el representante de la Gestapo 
          en Río. Pero en 1942, cuando Brasil le declaró la guerra 
          al Eje, los patriotas de Ipanema destruyeron el Zeppelin, junto al Renania 
          y al Berlín. Todos los bares alemanes arreglaron los daños, 
          cambiaron el nombre y disimularon. Oskar, más duro, no cambió 
          ni el cartel. Sus únicas concesiones fueron pintar el frente 
          de verde nacional y sacar el decorado de camarones de las 
          tortas. Como su pato a la manzana era irresistible, y Oskar fiaba, los 
          bohemios volvieron al Zeppelin. Pocos años después, el 
          bar del nazi era la sede semioficial del PCI: el Partido Comunista de 
          Ipanema, como bautizó el humorista Millór Fernandes a 
          sus amigos del partidao. El Cinema Novo, a falta de una sala en el instituto 
          de cine el recién nacido Embrafilm usaba el Zeppelin 
          como sede: Nelson Pereira dos Santos, Ruy Guerra, Joaquim Pedro, Walter 
          Lima Jr., Zelito Viana, Luiz Carlos Barreto, Glauber Rocha y León 
          Hirszman hablaban de cangaceiros y de bandidos místicos, de Nouvelle 
          Vague y de las novedades que leían en Cahiers du Cinema, rodeados 
          de vasos. El argentino residente Héctor Babenco caía a 
          veces.
          El 25 de agosto de 1961, con la velocidad con que pasaba todo en esos 
          tiempos, Ipanema se transformó en la capital brasileña 
          de la moda. Hasta ese día, las musas locales no tenían 
          qué ponerse, a menos que salieran del barrio y fueran a Copacabana 
          o el centro de compras, a locales que sólo proveían una 
          moda conservadora. Por esos tiempos, Mara MacDowell y Georgiana Vasconcellos 
          inauguraron Mariazinha adentro del Bar 20, una idea que 
          haría furor a lo largo de los años sesenta. La boutique 
          funcionó tan bien que el barrio se llenó de competidores 
          que producían batik, zuecos, capelinas y collares gigantes. El 
          más delirante de los flamantes modistos era José Luiz 
          Itajahy, un gigante de túnica con barba de profeta, dueño 
          de Bibba, en la esquina de Martia téria y Visconde 
          de Pirajá. Itajahy cuya idea de marketing era pararse en 
          la puerta de su local a verduguear a las mujeres que pasaban, diciéndoles 
          qué mal les quedaba la ropa inventó las remeras 
          con inscripciones: en 1967, nadie que estuviera à la page salía 
          de casa sin exhibir la marca Bibba de Ipanema en la manga.
          
          EL DUDAÍSMO Lo que le dio a Ipanema el monopolio de la 
          moda no fue sólo la creatividad de sus diseñadores. En 
          sus pocas manzanas se reunían algunas de las mujeres más 
          lindas y más famosas del Brasil. Por ahí andaba Odete 
          Lara, actriz y escritora que le voló la cabeza a medio país 
          en películas como Linda pero ordinaria (1963), y logró 
          el milagro de ser chica de tapa de las revistas del corazón a 
          la vez que era una de las musas del Cinema Novo. También se dejaba 
          ver Danuza Leao, cuando volvía de París para sus vacaciones 
          o sólo para asistir a una fiesta. Danuza era modelo desde los 
          quince años, amiga de Chaplin, Avedon y Robert Capa, aficionada 
          al beaujolais, actriz y, todavía hoy a los 66 años, con 
          décadas de periodismo encima, una de las mujeres más atractivas 
          del país. También estaba Odile Rodin, una rubia espectacular 
          que debutó en el cine en París, era amiga de Brigitte 
          Bardot y fue tal vez la única mujer que enamoró realmente 
          al playboy Porfirio Robirosa. Una que no estaba sino que volvió, 
          de un internado en Suiza y a los dieciocho años, era Duda Cavalcanti: 
          linda, morena, moderna fue la primera brasileña en desflecar 
          los jeans, al segundo día en Brasil, ya la contrataban 
          como modelo. Duda no tardó en seducir a Vinicius, ganarse con 
          justicia el sobrenombre de la catedral de carne y simbolizar 
          la rara alianza de la época, en que las modelos más cotizadas 
          salían con poetas y artistas, paraban en los barcitos bohemios 
          y participaban en el cine de vanguardia. Era un fenómeno que 
          el cronista Carlinhos Oliveira llamaba dudaísmo. 
          Era tanto el charme del sector mujeres de Ipanema, que el publicitario 
          Paulo Garcez convenció a la mayor tabacalera brasileña 
          de crear un cigarrillo para damas y llamarlo Charm. Garcez creó 
          una campaña publicitaria simple y directa: una foto de las garotas 
          reunidas, fumando unos cigarrillos angostísimos y desmesuradamente 
          largos.
          
           EL ULTIMO ESCENARIO Las musas de Ipanema tenían su santa 
          tutelar, una anciana que vivía en la mansión de la Rua 
          Vieira Souto 176. Laura Alvim fue una de las bellezas de su época, 
          nacida en una familia rica y aficionada a las artes. Papá Alvim, 
          precursor de la radioterapia, amaba la música pero prohibió 
          que su hija única se dedicara a las licencias de la bohemia: 
          las niñas de buena familia no eran artistas. Laurita tuvo que 
          acatar y esperar la libertad, que llegó en 1926 cuando su padre 
          murió. Ya era tarde para empezar una carrera propia, por lo que 
          la petite Voltaire, como le decían en el colegio, 
          decidió transformar su propia vida en un espectáculo. 
          Pasó a usar largos vestidos de seda negra, maquillaje de actriz 
          de cine mudo, melenita a la garçon, decenas de anillos y fue 
          transformando su infinita mansión de Ipanema, ambiente por ambiente, 
          en una escenificación llena de espejos de camarín, teatrillos 
          y cortinados. Su salón era uno de los lugares más concurridos 
          por la bohemia de los años 50, cuando la ya madura y realista 
          dueña de casa decidió profesionalizarse y 
          transformar el caserón en un centro cultural de verdad. Mandó 
          construir un teatro con trescientas butacas en el jardín y remodeló 
          los salones para que sirvieran de galería de arte y salas de 
          conferencias. El proyecto se fue devorando su fortuna y para los años 
          70, después de perder sus fondos en la Bolsa, Laura había 
          vendido su última propiedad en Río. Con setenta años, 
          empobrecida, siempre envuelta en un chal que le llegaba a los pies, 
          con aire a fantasma de cine mudo, Laura se encontró con su casa 
          ocupada por la enorme familia de su cocinera. Sus amigos tuvieron que 
          rescatarla de una piecita donde pasaba el día comiendo frutas 
          y renegando contra el destino. Esos amigos la convencieron de donar 
          la casa al Estado para que finalmente fuera el centro cultural que ella 
          nunca llegó a financiar. Laura, que había recibido ofertas 
          de hasta diez millones de dólares por la mansión, firmó 
          la donación sin vacilar. Llegó a ver el comienzo de las 
          refacciones de su mansión antes de morir, en 1983. Desde 1986, 
          el Centro Cultural Laura Alvim no sólo es la casa de belleza 
          y poesía que soñó: es la única mansión 
          que queda en Ipanema. Es que son pocos los que resistieron los cañonazos 
          de 10 millones de dólares, de cinco o hasta de uno. Las casas 
          y los caserones se fueron: todo el mundo quería vivir en Ipanema 
          y el barrio se pobló de altas torres, de un aire a Manhattan 
          tropical. Se fueron los viejos bares queda apenas el Veloso, ahora 
          transformado en el Garota de Ipanema, irresistible para las cámaras 
          del turismo japonés, la playa se pobló hasta el 
          límite, la inmigración cubrió los morros de favelas, 
          el tránsito se llevó la tranquilidad. Ni la caradura de 
          Isadora se animaría a bailar en la playa, hace años iluminada 
          de neón y urbanizada con una enorme vereda diseñada por 
          Oscar Niemeyer, otro poblador ocasional. Sin embargo, el fantasma del 
          encanto perdura. Por alguna razón, Ipanema sigue teniendo restaurantes 
          más cálidos que otros barrios, en las disquerías 
          los vendedores saben lo que venden, y los bares tratan mejor a los bebedores 
          regulares. La vieja feria hippie de la plaza General Osorio 
          sigue ahí, hay cuadras y cuadras de boutiques (aunque ya nadie 
          verduguea a las clientes) y las callecitas continúan siendo la 
          sede natural de librerías y galerías. Y hasta volvió 
          de la decadencia general de Río: la Visconde de Pirajá 
          fue remodelada a principios de los noventa, todo se iluminó más, 
          algún mural homenajea a los bohemios. El barrio tiene un lugar 
          especial en el corazón y la cabeza del Brasil: es el hogar y 
          el símbolo de una era en que el país se sintió 
          por primera vez moderno, dueño de una cultura que atrajo a propios 
          y ajenos para hacerlos bailar desnudos a la luz de la luna. 
        
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