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Susan Sarandon y Natalie Portman se sacan chispas

Te amo, te odio,
dame más

Una debutó en The Rocky Horror Picture Show cuando la otra todavía no había nacido, ganó un Oscar, irritó a Hollywood con sus posiciones políticas y demostró ser una de las pocas actrices que supo qué hacer con su carrera después de los 50. La otra comenzó meteóricamente a los once años en El perfecto asesino y, después de actuar para Woody Allen y George Lucas, encarnó a Anna Frank en Broadway. En Cambio de vida –adaptación cinematográfica de la magistral novela A cualquier otra parte de Mona Simpson–, Susan Sarandon es la madre, Natalie Portman es la hija y ambas presentaron la película en Nueva York, en días separados y odiándose con disimulo, demostrando que la realidad efectivamente imita al arte.

Por Juan Ignacio Boido

La librería de usados en Broadway y la 73 es una de las dos únicas librerías en todo Manhattan donde se consigue The Lost Father –la segunda novela de Mona Simpson– y una de las pocas en que los vendedores conocen los libros sin consultar en la computadora. The Lost Father (1993) es la continuación de la primera novela de Simpson, Anywhere But Here (1986, traducida como A cualquier otra parte por Tusquets), que se consigue en estos días en cualquier librería de Nueva York, reeditada con una tapa que repite la foto de Susan Sarandon y Natalie Portman en el afiche de la película. Cuando Susan Sarandon se entera de lo difícil que era, hasta hace pocos días, conseguir la primera novela de Simpson y lo prácticamente imposible que es encontrar la segunda, confiesa con laconismo: “Lo que pasa es que las tengo todas yo”.

EL LIBRO En 1986, mientras la nueva camada de escritores norteamericanos se empeñaban literaria y personalmente en tomarle el pulso a las noches blancas de Nueva York, Mona Simpson debutaba con una novela que iba en la dirección opuesta: quinientas páginas a lo largo de las cuales una madre cuarentona abandonada por su marido en un pueblo de Wisconsin a principios de los 70, deja a su segundo marido, sube a su hija al auto, quema las naves y pone proa rumbo a Los Angeles, para convertir a la chica de 13 años en una niña prodigio del cine. Apenas aparecida, la novela fue bienvenida en Estados Unidos como el libro que llegaba para refundar el gran mito norteamericano: la conquista del Oeste. Nada de fraternidad protestante a lo familia Ingalls, ni de fraternidad etílica a lo Kerouac, ni de esa fraternidad ovárica que cinco años después llegaría con Thelma & Louise. Lo de Simpson era una disección de las relaciones familiares destrozadas por el Vietnam público y privado que significaron los 60 en las familias norteamericanas: madres que no sabían lo que querían pero lo querían ya, padres que no volvían o que nunca habían estado, hijas que ahí andaban, sin saber si querer o no a esas madres y esos padres. Y que, cuando decidían que los querían, pero lejos, “les duele, como a un pez tirando del anzuelo”.

LA FILMACION “Leí la novela apenas salió, y enseguida supe dos cosas: que quería hacer esa película y que, si se adaptaba entera, con todos los conflictos y las horas de ruta que tenía, iba a durar cinco horas. Así que decidí esperar a que alguien se tomase ese trabajo tan monstruoso”, explicó Susan Sarandon, cuando Wayne Wang, después de filmar Cigarros y Humos del vecino con Paul Auster, y estrenar sin demasiado éxito Chinese Box (con Jeremy Irons y Li Gong), la llamó con una adaptación de la novela lista para filmar. Un año después, con la película filmada, Sarandon volvió sobre el asunto: “En el ‘89, cuando me llegó el guión de Thelma & Louise, me atrapó por la misma razón: dos mujeres en la ruta, huyendo de una vida de mierda. Cuando salió The Lost Father, y vi cómo continuaba la búsqueda de aquel padre que había abandonado a su mujer y su hija, me volví a convencer de dos cosas. Una, que algún día me gustaría filmar todos los libros de Mona Simpson. La otra, que hay dos formas de empatía absoluta, para mí: la literatura y la actuación. La literatura es un tour de force, un ejercicio de largo aliento; la actuación es una especie de curso intensivo, el método Berlitz de la empatía.
”El problema fue que, por más empatía, durante la filmación alguien se había quedado con mis libros de Simpson y yo los quería de vuelta. Como detesto la idea de tener un libro escrito por alguien con una foto mía en la tapa, y no sé por qué no hubo demasiadas reediciones de esos libros, en el último año me convertí en una predadora de librerías de usados”.

EL RUMOR Dos días antes del estreno, con el piso 18 del Hotel Regency neoyorquino tomado completamente por la Fox y convertido en salas de prensa a lo Notting Hill por donde circularán Sarandon y Portman para enfrentar a los periodistas, empieza a correr un rumor que bien podría convertir al estreno en un escandalete: Sarandon y Portman darán entrevistas por separado, no se hablan, se detestan en silencio y desde hace tiempo. Para Sarandon, Portman es en la realidad la misma adolescente insufrible de la película. Para Portman, Sarandon es tan insoportable como la madre en la película. Una hora después, casi cuarenta periodistas reciben por debajo de la puerta de sus habitaciones el certificado con que la Fox decide aplacar gentilmente los ánimos: Sarandon y Portman darán conferencias de prensa en días separados porque Portman tiene que rendir exámenes en la universidad. Fin del tema. Escandalete controlado.

LA HIJA Al día siguiente, una periodista brasileña y un periodista noruego se juegan una cena: la apuesta es si, a los diecisiete años, Portman es tan impresionante en persona como aparecía en El perfecto asesino o en Chicas lindas. La nueva película y La guerra de las galaxias parece que no cuentan, por carecer de un tipo sucumbiendo a los encantos precoces que acostumbra exhibir Portman (que llevaron a Adrian Lyne a ofrecerle el protagónico de su versión de Lolita, y que Portman no aceptó por la máxima paterna que rige su carrera: “No hagas en la pantalla lo que no hiciste en la vida”). Natalie Portman aparece en jeans, remera y ojotas, y el noruego queda desolado. Una belga y un suizo –corresponsales de dos revistas “para la mujer europea”– toman la punta y despliegan un cuestionario. Portman esquiva como puede una batería de preguntas sobre cómo se lleva con sus propios padres, qué tan buena hija es, cómo sobrelleva su condición de fantasía sexual involuntaria, si su padre es realmente dentista, si es verdad que nació en Jerusalén y que habla hebreo fluidamente. Portman se las ingenia para dejar en claro que se lleva con sus padres “tan bien como me llevé con Susan durante la filmación”. Agrega que improvisaron mucho, “sobre todo las escenas de pelea”. Después de recalcar eso un par de veces, queda contenta, pero lo que no queda es demasiado tiempo. El suizo pregunta qué va hacer en el nuevo siglo y en el resto de su vida. “Cuando termine esta entrevista tengo que leer como quinientas páginas y escribir un trabajo para pasado mañana”, contesta Portman. Y, sabiendo que es la última pregunta, acepta explayarse un poco más: “Al lado de estudiar, actuar es fácil. Nadie puede decir que le cuesta, salvo que nunca haya estudiado. Así que, por ahora, seguiré yendo a la universidad y actuando cuando me propongan algo que me guste. Pero no me interesa meterme en Hollywood: es un mundo en el que todos son demasiado violentos y ambiciosos, capaces de ofrecer casi cualquier cosa con tal de que aceptes un papel. Yo ni siquiera sé los estrenos de la semana, salvo que haya una película en la que actúo. No persigo papeles ni pido que me manden guiones ni hago desnudos. Cuando me mandaron el guión de esta película había una escena de desnudo, así que rechacé el papel, porque tampoco quería obligarlos a cambiar el guión. Probaron otras chicas y a las tres semanas volvieron, con una nueva versión sin desnudo. Pero fue una excepción. Es muy injusto de parte de la industria tener una pila de productores pidiéndole a chicas jóvenes que se desnuden, porque saben que muchas harían casi cualquier cosa con tal de conseguir un papel. Todos sabemos que, con un desnudo, después va a haber muchos tipos comprando el video y poniendo pausa. Si algún psicópata se obsesiona conmigo, por lo menos sé que no hice nada para provocarlo. Es todo lo que puedo hacer.”
Una pregunta más, pide el noruego. Quiere saber “si entonces podemos decir que no habrá desnudos de Natalie Portman en los próximos años”. Portman pone cara de “Yo no fui” y se va.

LA MADRE Un día después, Sarandon entra y saluda a uno por uno a los periodistas, menos al noruego, que esa mañana ya le hizo una entrevista para un canal de televisión nórdico y que ahora toma la iniciativa, para cumplir con los cinco diarios de los que es corresponsal. La explicación es increíble: “En Noruega hay un diario en Oslo y uno por cada pueblo o ciudad; en realidad son del mismo dueño, pero como necesita disimularlo, cobro cinco sueldos como corresponsal, como si viviera en cinco ciudades distintas de Estados Unidos”.
Las preguntas –concebidas bajo el fantasma de las entrevistas separadas en un ambiente caldeado, y una adaptación que decidió dejar afuera las tres quintas partes del libro dedicadas a exhumar los odios más viscerales entre madre e hija– se circunscriben previsiblemente a lo mismo que esquivó Natalie Portman el día anterior: cómo se lleva Sarandon con sus hijos, cómo se llevan sus hijos con ella, qué espera del nuevo milenio, qué piensa de la imagen femenina esculpida a fuerza de bisturí y silicona, cómo compagina su carrera con las tareas domésticas. Sarandon escucha llover preguntas como si le estuviesen tirando tupperwares vacíos en los que ella puede meter lo que quiera, hasta convertirlos en respetables molotovs domésticas, listas para estallar en las páginas de las revistas para la mujer europea. “¿Si me preocupa la imagen?”, repite, reacomodando la pregunta como más le gusta. “Bueno, sí, creo que me preocupa lo que piensen de mi imagen. Hace unos años, después de haber estado en varias marchas políticas durante la Guerra del Golfo, una mañana iba caminando por la calle con mi bebé y un tipo se acercó para insultarme. La cantidad de odio que uno puede desatar en alguien que ni siquiera conoce es preocupante y va en aumento. Por eso, el libro de Mona Simpson me pareció visionario, y no costó nada readaptarlo y ambientarlo en los 90. La madre de la chica lo único que quiere es eso que ahora llaman un estilo de vida. Pero resulta que estilo de vida es exactamente eso: un estilo, que es accesible sólo a unos pocos. Son cada vez más los que andan en autos que no pueden pagar, con tarjetas de crédito en rojo perpetuo y viviendo en casas de las que en cualquier momento los van desalojar, por no pagar la hipoteca. Aunque no dejo de admirar a los que saben manejar su imagen. A mí me cuesta horrores elegir un vestido para la noche de los Oscar. No le encuentro la gracia, y eso que no los pago. Es cierto que si una gana una de las estatuitas se divierte más, pero ¿cuántas veces se puede ganar una? Salvo la lista de las peor vestidas, donde figuro siempre”.

EL GUION Con un indiscutible sentido de la oportunidad, el noruego sostiene que, siendo una película que empieza en un pueblo de mala muerte en Wisconsin y termina en Los Angeles, resulta curiosa la elección de Nueva York como lugar de estreno. A eso le agrega un repaso rápido de la actividad política de Sarandon, desde su debut en una protesta anti Vietnam en sus años escolares hasta la marcha anti Ku-Klux-Klan que esa misma tarde se organiza en Manhattan. Sarandon atrapa el tupperware y lo llena: “Es evidente que Hollywood y la política están muy ligados. Sin ir más lejos, tuvimos un actor que llegó a presidente. Lo que no resulta tan raro: después de todo, Hollywood toma sus decisiones siguiendo al pie de la letra las encuestas. Si una película recauda, encargan dos, tres, cuatro iguales. Si esta película recauda, lo más probable es que encarguen la secuela sin siquiera leer el libro. Se podrían hacer buenas películas, pero la industria se conforma con la idea de que los adolescentes y los jóvenes son el mercado más fértil; entonces contratan directores publicitarios y quieren hacer clips de dos horas. Y así les sale. El otro día, por ejemplo, me llamó Stephen Dorff desesperado. Le habían mandado un guión y no lo entendía. Por supuesto, no había nada para entender: era uno más de esos guiones que son una cruza entre MTV y un videogame. Una cantidad enorme de peleas tan elaboradas que ni siquiera se entiende por qué pelean, y un personaje que es el principal sólo porque es el único que sobrevive a esas peleas. No sé si esta pobreza conceptual tiene que ver con la incapacidad de los guionistas para concentrarse en una historia o con la escasa exigencia de todos estos directores desesperados por filmar no importa qué. Yo elijo guiones según una lógica darwiniana: es difícil encontrar uno que llegue listo; así que los leo, sugiero correcciones, y espero. Algunos, los veo meses después, filmados por otras actrices. Otros van y vuelven cinco veces. Sólo acepto filmar los que quedan bien. En esta película trabajamos durante meses con el guión. Wang escribió tantas versiones que llegamos a olvidarnos qué había quedado y qué no. Así que volví al libro de Simpson, anoté algunas frases que decía mi personaje y, cuando filmamos, las incluí. Lo increíble es que todavía hoy, con el libro reeditado y disponible por todas partes, algunos me felicitan por esas improvisaciones, como si las hubiera inventado yo. Siempre me pareció que las mejores películas son las más desesperadas. De hecho, cada día me convenzo más de que es el único tipo de entretenimiento que me interesa hacer: películas incluso fallidas, pero para gente desesperada que se mete en el cine en busca de algo”.

LA NEUROSIS Ultima pregunta: es que la revista para la mujer europea insiste que necesita saber realmente cómo se lleva Sarandon con sus propios hijos. Alguien agrega que una de ellas aparece en la película, casi imperceptiblemente, en una pantalla de televisión. La cosa, entonces, cambia: Sarandon, que ya estaba yéndose con su taza de café al cuarto de al lado, contesta, casi agradeciendo la gentileza: “Son muy pocos los padres que no ponen sus esperanzas en sus hijos, los que son capaces de escuchar y aceptar que el hijo no quiera ser abogado sino tocar la guitarra. Buena parte de las estrellas que parecen despreocupadas por las idioteces que hacen sus hijos, se reconfortan sabiendo que a ellos les queda todavía una buena cantidad de millones para sacarle a Hollywood. Pero el resto de los padres, la mayoría, no puede dejar de pensar que estará al lado de sus hijos toda la vida, así que quieren verlos metidos en algo que les asegure cierto porvenir. Así que lo mejor que puede hacer una es apoyarlos cada vez que se mandan una cagada, todas las veces que sea necesario hasta que aprendan. Comprender eso lleva mucho tiempo, en muchos casos más tiempo del que pueden esperar los hijos. Una vez Gore Vidal, que es padrino de uno de mis hijos, me dijo: Es imposible no transmitirle neurosis a los hijos; lo único que se puede hacer es que esa neurosis sea productiva. La verdad es que estoy agradecida de que ninguno de mis hijos quiera ser dentista, porque quién sabe lo que hacen los dentistas con su neurosis. Así que en eso estoy desde entonces: en la neurosis productiva”.

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