Deconstruyendo
a Woody
En
pocos días se estrena Dulce y melancólico, opus número
30 de Woody Allen, un documental apócrifo sobre un guitarrista
de jazz (a cargo de Sean Penn) que funciona como brillante apología
del artista cretino y como otra prueba más de que Woody Allen
sigue contándonos su vida a través de sus películas.
Tal como lo demuestra la flamante The Unruly Life of Woody Allen, una
biografía no autorizada sobre el cineasta que devela cómo
hace Allen Stewart Konigsberg para que no se sepa que Woody Allen se
somete a implantes capilares, coimea a los críticos, sufre crisis
de impotencia, planea infinitos suicidios, plagia cuentos y hasta le
jura a su mujer que tiene sida con tal de no tocarle un pelo en la cama.
Por
RODRIGO FRESAN
Woody
Allen duerme con la luz encendida porque le da miedo la oscuridad y
con cierta periodicidad y sin saber muy bien por o para qué
se hace implantes capilares. Las dos infidencias aparecen a las pocas
páginas de abrir The Unruly Life of Woody Allen, la reciente
biografía no-autorizada del director de cine, cuyo título
podría traducirse como La ingobernable vida de Woody Allen. Y
eso es apenas el principio y lo menos importante y revelador
de un libro bien escrito y bien investigado por Marion Meade, biógrafa
especialista en vidas complejas y complicadas ¿disfuncionales?
como las de Buster Keaton, Madame Blavatsky y Dorothy Parker, en las
cuales nunca se sabe del todo dónde termina la realidad y comienza
lo irreal: estas personas y personalidades son especialistas en el fino
y difícil arte de la reinvención y la máscara.
Pero lo interesante del muy documentado y objetivo libro de Meade es
que se trata del primer estudio serio sobre Allen no escrito desde el
amarillismo biliar que caracterizó los días más
duros del escándalo Farrow/Soon-Yi, ni desde la más descarada
admiración que regía antes de aquel episodio (la biografía
oficial de Woody Allen realizada por Eric Lax contó
con la plena colaboración del sujeto investigado;
el Woody Allen on Woody Allen eran diálogos del artista con su
fan Stig Björkman; la más centrada pero un tanto insulsa
Woody Allen de John Baxter no agregaba nada nuevo en ninguna dirección).
El libro de Meade escrito con la total desaprobación
de Woody Allen- es justo y necesario y sorprendente, porque trata
del Woody Allen persona que se oculta detrás del Woody Allen
personaje. Ese personaje cuyo autor nos hizo creer que era exactamente
igual a él, indivisible y merecedor de todo nuestro amor y admiración,
algo parecido a lo que consiguió Charles Chaplin, otro gracioso
e inteligente ángel caído.
1
Woody Allen es uno de esos iconos del siglo XX cuya sola figura pensar
en Freud, en Marilyn, en el Che Guevara dice mucho más
que varias toneladas de palabras. Un arquetipo. Para muchos un Shakespeare
moderno a la hora de retratar su época, de pintar su aldea, Woody
Allen es uno de los iconos de nuestros tiempos: el triunfo del alfeñique
de 44 kilates sobre el músculo de Charles Atlas, el inteligente
gracioso, el tipo feo y bajito con bellas y altas mujeres a su lado,
el antihéroe de éxito, el cineasta que no transa con el
sistema, el hermoso perdedor y, finalmente, el degenerado que le saca
polaroids porno a la hija adoptiva de su mujer y manosea a su otra hijita,
y traiciona a sus amigos y novias, y siempre se sale con la suya a la
hora de redimirse y consagrarse como perfecto publicista de sí
mismo. Pocas veces hubo alguien que respondiera más y mejor a
la etiqueta de self-made man. Esa dirección sigue el libro de
Meade: Woody Allen es un gran artista (lo que todos sabíamos)
y una muy mala persona (lo que no nos atrevíamos a pensar muy
en serio).
La importancia de The Unruly Life of Woody Allen cuya autora se
declara, de entrada, una impenitente fan del Allen director de cine
y comediante es que contribuye no a la demolición de un
ídolo sino a su mejor y más íntima comprensión,
a partir de lo que manipula en sus películas y esconde en sus
entrevistas (según Meade, siempre realizadas bajo control del
entrevistado y siempre a cargo de adoradores y amigos del sujeto en
cuestión). Los días y las noches de Woody Allen conforman
uno de esos raros casos en que la vida y la obra se confunden y nos
confunden sin el menor escrúpulo ni compasión. De eso
se trata y siempre se trató la condición artística
y las intenciones del arte, es cierto; pero hay algo deliciosamente
doloroso en haber sido víctima de las mentiras de Woody Allen
durante tantos años felices y, por eso precisamente, sumergirse
en la lectura del libro de Meade con una mezcla curiosa de sentimientos,
con la sonrisa triste pero sonrisa al fin de quien comprende que ha
llegado lahora señalada y quiere estar ahí en primera
fila y con la nariz pegada al libro para ver qué pasa.
2
La hora señalada de Woody Allen su Día D, el principio
de su fin tuvo lugar el 13 de enero de 1993 cuando Mia Farrow
descubrió un montoncito de fotografías tomadas por su
hasta entonces pareja a la hora de predicar las inobjetables virtudes
de vivir juntos en el arte pero separados en la vida, cada uno en su
penthouse con el abismo verde del Central Park entre ambos. Más
allá del hecho incontestable de que la ex señora Sinatra
y adoptadora serial Mia Farrow nunca había sido ni será
un modelo de estabilidad emocional, el hecho en cuestión supuso
una grieta en la hasta entonces invulnerable fachada de Woody Allen.
Suele ocurrir: si subes alto, tarde o temprano vas a caer. Prerrogativas
de la fama y la ley de gravedad. Lo que hace particularmente interesante
la caída (en cámara lenta) de Woody Allen es que nadie
se la esperaba, y mucho menos él. Décadas de vivir a cubierto
y bien encubierto lo habían convertido en alguien demasiado seguro
de sí mismo, basándose en el hecho de que a través
de su obra se había convertido en su mejor y más
astuto biógrafo, su vocero oficial y sumo sacerdote de su propio
culto. En ese sentido, The Unruly Life of Woody Allen funciona como
uno de esos trabajos de restauración sobre un cuadro clásico
que ¡sorpresa! descubre paisajes insospechados, bocetos
frágiles, apuntes oscuros y hasta entonces escondidos por la
luminosidad de una pintura clásica e indiscutible.
Para empezar, una clave para la comprensión del Método
Allen: Todos mis defectos, fobias, neurosis y perversiones pueden
ser, al fin y al cabo, un buen chiste en una buena película y,
por lo tanto, convertirse en algo que dé risa. La capacidad de
hacer reír ha sido considerada, desde el principio de los tiempos,
como algo raro y valioso. ¿Por qué no llegar más
lejos, entonces, y convertir mis partes tenebrosas en valores universales
para que muchos puedan identificarse con ellos, conmigo?. Habría
que agregar que Woody Allen funciona como virus contagioso porque hay
más gente parecida a él de algún modo es
más fácil parecerse a él que a, por ejemplo,
Pierce Brosnan. Para parecerse a Woody Allen alcanza, pero nunca sobra,
con ver una y otra vez sus películas y con actuar y hablar y
pensar como Woody Allen (subrayo la obvia e insalvable diferencia entre
el verbo parecer y el verbo ser); mientras que asemejarse a Pierce Brosnan
es un poco más complicado y depende exclusivamente de la combinación
de los genes de nuestros progenitores y de salir beneficiado en la rifa
del número 007.
El atractivo y el mérito de Woody Allen reside en que es uno
de los pocos artistas que se las ha arreglado para vender la inteligencia
como una virtud, un elemento capaz de sustituir y hasta superar el atractivo
físico en una época donde la imagen es lo más importante.
Woody Allen se dedicó a construir su propia buena imagen
a lo largo de películas que funcionan como astutas estrategias
y brillantes publicidades de sí mismo. Así recorre Meade
la filmografía de Woody Allen: como si se tratara de una autobiografía
autorizada y pública que acaba cubriendo y confundiendo una biografía
íntima. Annie Hall sería la visión lírica
de su dolorosa separación de Diane Keaton (de la que en realidad,
cuenta Meade, nunca se recuperó); Manhattan ilustra su conflictivo
romance con Stancey Nelkin (una chica de diecisiete años y alto
coeficiente intelectual); Interiores retrata la vida familiar de su
segunda esposa (Louise Lasser) y Hannah y sus hermanas hurga en las
miserias del Clan Farrow; Maridos y esposas se interna en la debacle
de su idilio con Mia; Los secretos de Harry conforma su virulenta vendetta
en clave contra la literatura y la vida del escritor judío y
también automitologizador Philip Roth, archienemigo de años,
quien sería el supuesto autor fantasma de las incendiarias memorias
de Mia Farrow y quien en más de una oportunidad ha acusado a
Allen de vulgar ysentimentaloide en lo que a la condición
del ser judío se refiere. Así se suceden, una tras
otra, las versiones alternativas de las idas y vueltas que llevaron
a un tal Allen Stewart Konigsberg nombre que aparece en su partida
de nacimiento a inventar a Woody Allen. A su imagen y semejanza.
Y convertirse luego en él.
3
La cuestión es decidir si todo esto está mal. La respuesta,
creo yo, es no. Pocos artistas no se han valido de su experiencia personal
y la de su entorno para construir una cosmogonía que el tiempo
y la perspectiva acabó solidificando como suya y nada más
que suya. Hoy, el Londres victoriano e industrial de Dickens nos parece
mucho más cierto que el que nos cuenta cualquier fotografía
o periódico de entonces. Aspirar a lo universal implica reclamar
el universo como algo propio. Lo que causa cierta incomodidad en el
caso Allen es: 1) la patológica manipulación de los implicados
quienes son primero queridos, enseguida utilizados y tarde o temprano
descartados por el artista. y 2) la adicción casi desesperada
a ser Woody Allen. Uno de esos pactos fáusticos que siempre acaban
resultando mefistofélicos: como un Doctor Jekyll sitiado por
un Míster Hyde, como un ventrílocuo de carne y hueso gobernado
por su muñeco de madera, Allen Stewart Konigsberg ya no puede
dominar a Woody Allen. Desde esta perspectiva, la vida de Woody Allen
se convierte en algo muchísimo más interesante aunque,
también, en algo muchísimo menos admirable.
La primera parte del libro de Meade y de la vida de Allen está
llena de detalles cuestionables y un tanto psicóticos. Su propensión
al plagio del estilo de S. J. Perelman guionista de las películas
de los Hermanos Marx en los cuentos que escribe para The New Yorker
(y que le rechazan varias veces antes de empezar a publicárselos);
su explotación nunca reconocida de colaboradores como el compaginador
Ron Rosenblaum (responsable del brillante montaje de Robó, huyó
y lo pescaron y de la estructura revolucionaria de Annie Hall cuando
un desesperado Woody Allen no sabía qué cuernos hacer
con todo el material filmado); su necesidad patológica de seducir
a críticos con regalos, cenas, etc.; su increíble estrategia
para conseguir condiciones impensables a la hora de tener el control
absoluto de su obra más allá del éxito de taquilla
y de la política de los grandes estudios de Hollywood; su preocupación
por lograr productos artísticos coherentes hasta lo patológico.
Esta primera parte del libro es la que llega hasta sus traumáticos
y épicos inicios como competitivo stand-up comedian, instancia
donde inventa a Woody y lo convierte en una especie de monstruo de decir
crueldades (con maléficos chistes buenísimos, basados
en la estupidez de su primera y casi secreta esposa, que le costarán
una demanda millonaria y un arreglo fuera de tribunales).
La segunda etapa de la vida de Allen es su llegada al cine y abarca
los años entre 1968 y 1977 donde es un cómico puro, creador
de películas graciosas e inteligentes más graciosas
que inteligentes, que lo convierten en una nueva especie de humorista
judío especialista en la parodia de géneros. En 1977,
con Annie Hall, llegan los Oscar, la ruptura del cascarón de
simple comediante y el arribo triunfal de Woody como personaje a la
conciencia universal. Meade cuenta que, preocupado por la posibilidad
de que no le dieran ninguno de los Oscar a los que estaba nominado,
Woody Allen inventó eso del lunes y el clarinete y se vio obligado
a perderse no sólo las fiestas de Hollywood sino cualquier otra
que tenga lugar un lunes. A partir de entonces y hasta 1992, es el turno
de esas altas y bajas que en ocasiones Interiores, Comedia sexual
de una noche de verano, Septiembre, Sombras y niebla lo obligan
a brotes esquizofrénicos à la Ingmar Bergman, su verdadero
héroe y modelo de perfección. Homenajes: esa palabra que
según la crítica Pauline Kael no es más
que un delito de plagio que tu abogado te dice que no puede serllevado
a juicio. Hasta que llegamos a los 90, cuando Woody Allen
(la criatura) se devora a Woody Allen (el creador) y ya no lo deja escapar.
Según Meade, toda película de Woody Allen no es más
que una astuta traducción de su vida al cine, sólo que
en el celuloide se deja mejor parado y en una posición de casi
invulnerable pequeña grandeza. A veces actúa él
de sí mismo y a veces llama a otros actores John Cusack,
Kenneth Branagh y, próximamente, Hugh Grant para que hagan
un Woody. Meade se detiene estratégicamente en Maridos
y amantes (estrenada luego del gran escándalo y presentando a
un Woody Allen que, finalmente, se separa de su esposa pasiva-agresiva,
rechaza las tentaciones de la carne joven y se encierra a escribir su
gran obra) porque allí tiene inicio el último y más
oscuro período del cine de Woody Allen, donde el énfasis
está puesto ya no en la consolidación del personaje sino
en la redención
metafórica de la persona. El período que se inicia con
Maridos y amantes se caracteriza según Meade por
películas que funcionan como soberbios SOS directamente dirigidos
a sus más fieles seguidores. Misterioso asesinato en Manhattan
es un retorno a la comedia amable y ciudadana de sus inicios apoyado
en el retorno de la vieja socia Diane Keaton. Disparos sobre Broadway
es (al igual que Dulce y melancólico la película
que se estrena en estos días en Argentina, con Sean Penn en el
papel protagónico de un guitarrista de jazz que quiere ser Django
Reinhardt) la apología de esa tesis que dice que no importa
ser un delincuente, un gangster, si se es un artista de corazón.
Poderosa Afrodita es el grito de ¡hey, yo también soy un
buen padre preocupado por mi hijo aunque sea adoptivo! Todos dicen Te
Quiero esconde, bajo el disfraz de un musical itinerante, a un hombre
maduro y solitario y sabio, mientras que Los secretos de Harry funciona
como contraataque contra la intelectualidad judía y ridiculización
de la figura del escritor, a la vez que defensa del derecho a utilizar
material de primera mano, de robarles las vidas a aquellos que lo rodean
porque, si no, para qué se acercan a él. Celebrity es
un retorno al mundo pesadillesco en el que ya se había internado
en Recuerdos una de sus mejores, más profundas y definitivamente
incomprendidas películas, donde todo parecía escrito y
descrito con la caligrafía de una carta de odio a sus fans
pero ahora observado desde el lado del fracasado, del hombre que quisiera
ser Woody Allen y nunca va a poder serlo, pobre: no olvidemos que HELP!
es la palabra escrita en el cielo de Manhattan con la que empieza y
termina Celebrity.
4 Dulce
y melancólico opus 30 de Woody Allen, y la película
más costosa de toda su carrera, aunque su aspecto sea el de otro
pequeño gran cuento como Zelig o Broadway Danny Rose es
uno de los picos más altos en toda su obra y, al mismo tiempo,
aparece dotada de una rara humildad. Otra vez, como en sus últimas
películas, hay un mensaje subliminal sobre el estado de las cosas.
La tesis, esta vez, sostiene que un gran artista puede ser un enorme
cretino pero, ah, miren cómo se transfigura cuando agarra su
guitarra. En Dulce y melancólico (título que remite a
cierto modo de tocar jazz), Woody Allen vuelve a valerse del formato
falso-documental como en Robó, huyó y lo pescaron,
Zelig y, parcialmente, en Maridos y esposas para contar una historia.
Pero ahora no es el turno de un ladrón fracasado, de un camaleón
humano, ni de dos parejas en picada. Se trata de ensayar una suerte
de jam-session alrededor de la figura de un tal Emmet Ray, guitarrista
de jazz ensamblado con trozos de varios célebres y no tan célebres
jazz-men de los años 20. Un apócrifo músico
(actuación magistral de Sean Penn, quien afortunadamente se niega
a hacer un Woody) que Allen hace verosímil porque
ése es el único modo de conseguir una brillante reflexión
sobre la naturaleza del arte y la posibilidad más de una vez
probada de que un gran artista puede ser también un inmenso hijo
de puta. Emmet Ray es una basura de tipo: ególatra, malvado,
borracho, cafishio,fascinado por su propia miseria, feliz de hacer infelices
a los que lo rodean. Pero Emmet Ray también es un ángel:
cuando se cuelga la guitarra y se pierde y se encuentra en los rasgueos
de Limehouse Blues o Sweet Georgia Brown.
Organizada como una serie de viñetas autoconcluyentes unidas
por entrevistas a músicos verdaderos y falsos, entre los que
se cuenta el propio Woody Allen, que conocieron u oyeron hablar de Ray
y que no pueden ponerse de acuerdo sobre vida y obra de este hermoso
horrible, Dulce y melancólico acaba consiguiendo una narración
más afinada y lírica que la de Zelig, donde los testigos
(gente de la talla de Susan Sontag, Saul Bellow y Bruno Bettelheim),
al ver la película, se sintieron utilizados y estúpidos
y nunca volvieron a dirigirle la palabra. Tal vez incida el factor jazz
en este juicio de valor: cierta musicalidad acaba impregnando la vida
del personaje y traduciéndolo a una partitura fílmica
de solos y variaciones sobre un mismo tema que se superponen hasta conseguir
la calidad del pequeño gran milagro. Penn aprendió a tocar
guitarra para ajustar su actuación y, aunque no sea él
quien toca en la banda sonora del film, mueve los dedos con velocidad
pasmosa sobre las cuerdas que corresponden. Sus desmayos recurrentes
frente al legendario Django Reinhardt, sus cigarrillos colgando del
labio, su forma de jugar al pool y su sinuoso andar, su espantoso vestuario,
su pánico a la hora de tocar suspendido sobre una luna de papel,
su necesidad de dispararles a las ratas y ver pasar los trenes, su romance
con la muda, sufrida y busterkeatoniana Hattie (la actriz británica
Samantha Morton, nuevo descubrimiento femenino de Allen y van...) hacen
que, por una vez, el director con mayor insistencia y éxito a
la hora de automitologizarse, se haga tiempo y espacio para construir
otro mito a partir del mito propio: Emmet Ray es la necesidad de Allen
de ser de sentirse un gran músico de jazz a la vez
que una fuga hacia otra época y otro tipo de hombre al que todo
se le disculpa. Una forma clásicamente norteamericana de
hacer memoria, de asentar los hechos, tal como declaró
en Barcelona su retorno al formato falso documental para enfrentar una
biografía tan contradictoria como la de Emmet Ray (o Woody Allen).
5
Blues del hombre salvaje, aquel documental dirigido por Barbara Kopple
sobre el Woody Allen músico, apenas esconde según
Meade la necesidad de otra maniobra publicitaria y distractiva:
mostrar que el otro Woody es el mismo Woody, porque todo y todos desde
sus padres a Soon-Yi responden obedientemente a lo que él
venía diciendo y mostrando sobre su persona en las películas
que dirigía. El experimento salió mal, o demasiado bien.
Está todo pero parece ruidoso, irritante: Woody Allen apenas
dirigiéndoles la palabra a sus músicos; Woody Allen soportando
los maltratos y agudezas de una Soon-Yi despreocupada de que se note
que, a diferencia de lo que se dijo, su coeficiente intelectual es más
bien bajo; Woody sufriendo los gritos de su madre; Woody Allen dando
vueltas por Europa más agrio y deprimido que dulce y melancólico
con cara de qué he hecho yo para merecer esto.
Al final de su libro, Meade propone la contracara de ese documental.
Enumera datos de esos que producen cierto delicioso horror: sus mentiras
a Mia Farrow (Allen le dijo que tenía sida para no tener que
hacer el amor con ella), sus crisis de impotencia, sus fantasías
suicidas, su pasividad curiosa ante los extraños métodos
educativos de la Farrow, su relación casi simbiótica con
su amiga y ahora productora Jean Doumanian (considerada insoportable
por el tout Manhattan), su agónico renacimiento como tipo asqueroso
dentro del inconsciente colectivo de su país donde ya casi
nadie va a ver sus películas por más que aparezca Leonardo
Di Caprio junto a gente como O.J. Simpson, la madame hollywoodense
Heidi Fleiss y el polimorfo y perverso Michael Jackson.
6
En Recuerdos, Sandy Bates el director de cine cómico interpretado
por Woody Allen decía: No puedes controlar tu vida.
Sólo el arte y la masturbación pueden ser controlados.
Dos áreas en las que soy un experto absoluto. Luego de
trabajar varias veces a sus órdenes, Sydney Pollack declaró:
Contrariamente a lo que todo el mundo piensa, Woody Allen no dirige
a sus actores, apenas les habla. Las maravillosas interpretaciones que
consigue no se deben a su habilidad como director, sino al hecho de
escribir el material perfecto para un determinado actor, o de adaptarlo
al actor que escoge. Teniendo en cuenta que el 90% de su trabajo está
en el guión y en el casting, queda muy poco que hacer a la hora
de filmar. Por eso, si no le gusta lo que haces, directamente te despide
y contrata a otro. Judy Davis, por su parte, declaró a
la prensa, en medio del escándalo con la Farrow: ¿Si
he hablado con él? ¿Por qué tendría que
hacerlo? No lo conozco mucho; no somos amigos. Creo que es un gran hombre
con el que tengo una gran relación de trabajo. Lo que hace fuera
del set no es asunto mío. ¿Para qué iba a llamar
al pobre hombre? Ya lo han molestado suficiente. Elliot Mills,
amigo de la infancia, coincide a su manera: Cuando la gente me
pregunta qué pienso de cada nueva pareja de Woody Allen, invariablemente
respondo: Ahí tienen el resultado exitoso de décadas de
psicoanálisis. Si te has estado psicoanalizando el tiempo suficiente,
llegas al punto en que puedes justificar cualquier cosa. David
Letterman comentó en su programa televisivo: Pocos placeres
más grandes en la vida que tener a tu ex novia de suegra.
Un actor que pidió no ser identificado reflejó lo que
pocos dicen con nombre y apellido sobre Allen en el mundo del cine:
Los más grandes quieren actuar en sus películas.
El tipo tiene una obra de calidad pero, como persona, no es más
que un chico malcriado por los críticos. El poder absoluto corrompe
absolutamente. En un ensayo titulado The Woody Allen Mess
(incluido en su libro póstumo Sea Battles on Dry Land), Harold
Brodkey escribió: Allen presenta a su personaje siempre
dentro de los límites del fatalismo agresivo. A menudo sugiere
que su voz no puede soportar tanta locura. La naturaleza autocongratulante
y su sentido de la humillación se van alterando como una especie
de absolutista e incoherente sube y baja en sus películas: la
presentación de la pesadilla como chiste y confesión al
mismo tiempo nunca alcanza la grandeza en el pesar de los personajes
de Kafka. Allen sufre para vencer. Siempre. Y, después del escándalo,
más que nunca. En uno de los perfiles que escribió
para el diario El País durante 1987 y posteriormente reunió
en el librito Señoras y señores, Juan Marsé miró
a los ojos y diagnosticó a Woody Allen con piadosa dureza: Una
insospechada actividad anímica se articula frenéticamente
desde su mente poderosa hasta su cara irrelevante. Una vertiginosa actividad
soterradamente subversiva, que provoca el desajuste del tipo con la
realidad, la famosa cadena de frustraciones y pequeñas catástrofes
cotidianas que nos hacen entrañable y próximo al personaje.
De algún modo, este señor no para de hablar por temor
a que se le entienda todo.
Meses atrás, fui a ver a Woody Allen a la conferencia de prensa
en que presentaba Dulce y melancólico en Barcelona, y vi que
era exactamente idéntico a sí mismo, al de las películas.
Pero, si se lo observaba con cuidado y de cerca, aleteaba una crispación
rara y desesperada, una especie de comezón constante. La gente
se reía de todo lo que decía y hacía, incluso cuando
se rascaba la cabeza, incluso cuando hablaba de cosas tan interesantes
como serias y profundas. Como si pensaran que estaban viendo una película
de Woody Allen. La gente se acercaba a él y se sacaba fotos a
su lado como si fuera la Torre Eiffel o el ratón Mickey Mouse.
Una periodista le pidió permiso para besarlo y Woody Allen preguntó,
a todos y a nadie: ¿Alguien podría explicarme quién
es esta mujer tan idiota?. Nadie se atrevió a responderle
pero varios se rieronpensando que era, sí, una broma de Woody
Allen en una película de Woody Allen. Ese tipo gracioso que una
vez afirmó, en broma y en serio: Mi único pesar
en la vida es no ser otra persona. Demasiado tarde. Lo único
que se le permite a la hora de la fuga es, como mucho, dejar el psicoanálisis,
ponerle la voz a un insecto en Hormiguitaz, adoptar un bebé con
Soon-Yi. Y, mientras tanto, seguir haciendo películas que reciban
alguna nominación y tal vez ganen algún Oscar que él
jamás podrá recoger.
arriba