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Una deliciosa jornada
callejera amenizada por la Agrupación Custodia

La conjura de los necios

La muestra Infiernos e idolatrías de León Ferrari despertó tardíamente las iras de la ultraderecha católica. Dos días antes del cierre de la muestra (que se exhibió durante todo el mes de mayo en el ICI), se hicieron presentes, munidos de rosarios y custodiados por sospechosos patovicas, para “pedir a las benditas llagas de Jesucristo por la conversión o el castigo a ese judío que se hace llamar Ferri” (sic).

 

 

 

Por EL CATADOR CATADO

“Compatriotas –estalló la voz desde un megáfono–, esto no es arte. Es blasfemia. Es sacrilegio.” La calle Florida al 900 a las 6 de la tarde del lunes 29 de mayo hacía recordar fulgores patrios de otras décadas. Frente a las puertas del ICI, una imagen de la Virgen de casi un metro de alto condensaba a unas cincuenta personas que, de haber existido reflectores, cámaras de filmación y un director gritando: “¡Acción!”, bien podía confundirse con el rodaje de una mala película sobre la Alemania de la Segunda Guerra Mundial. Muchachones de pelo corto y bates de béisbol asomando de sus bolsos, adolescentes rubicundos en uniforme de colegio religioso, señoras de escapulario sobre sus impecables trajecitos sastre, caballeros engominados y de sospechoso bigotito, curas altísimos de sotana larguísima, monjas de un blanco tan blanco como la imagen de la Virgen ostentando una enorme cruz roja en sus pechos. Y, como un anillo de protección, una corte de guardaespaldas girando en torno al grupo. Muchos de ellos mostraban orgullosos un escudito prendido al pecho: “Si nos agravian, que nos oigan rezar”.
Habían llegado por primera vez al lugar el viernes 26, alertados por la muestra de León Ferrari titulada Infiernos e idolatrías (ver Radar Nº 196). Un tanto tardíamente, vale aclarar: la muestra se inauguró el 9 del mes pasado. Pero, dispuestos a recobrar el tiempo perdido, los manifestantes reaparecieron duplicados en número el lunes 29, para “redoblar las fuerzas contra aquellos que no respetan a la verdadera libertad cristiana” (será que la verdadera libertad cristiana, como el ICI, no abre los fines de semana). Lo cierto es que ese lunes, mientras dos uniformados de colegio religioso desplegaban una cartulina que anunciaba en marcador negro y letra despareja “los católicos exigimos respeto”, el desaforado del megáfono insistía en el uso de las mayúsculas: “¿Qué corresponde hacer? Reaccionar. Atacar lo católico es traicionar a la Patria”.
Los volantes que arrojaban las viejitas rebotaban mansamente contra las puertas de vidrio del ICI y lloviznaban sobre la vereda. Firmados por la Agrupación Custodia, decían que “los derechos de los hombres no pueden pisotear los derechos de Dios”, e invitaban a rezar un rosario por las “gravísimas ofensas y blasfemias contra Nuestro Señor Jesucristo, su Santísima Madre y la Iglesia”. En involuntario gesto promocional, la Agrupación Custodia había agregado en letra más pequeña al pie de los volantes, una descripción de la muestra de Ferrari: “Sin querer abundar en detalles, puede observarse la imagen de María Santísima cubierta de cucarachas, a Nuestro Señor Jesucristo y los Apóstoles en jaulas, y otras del mismo tenor”.

Rezar, rezaron. Pero, además, con un sutil movimiento de pinzas (mientras algunos del grupo optaban por arrodillarse) fueron cortando el paso de la calle Florida, la puerta de ICI y, por cercanía, la entrada a los negocios linderos. “Cholo, sacáme a estos locos”, pedía un comerciante a un sargento de guardia. “Encima que hay malaria, si me cortan la calle, no voy a vender un carajo.” Pero el sargento Cholo se iba retirando cada vez más de la escena. “Si no tengo órdenes, no puedo hacer nada. Estamos en democracia.” Los arrodillados orantes aprovechaban para obstaculizar a quienes intentaban cruzar el vallado humano, mientras los menos devotos del espontáneo cónclave empujaban sin sutilezas a los presumibles ateos y la exaltada guardia de corps aplicaba golpes de puño en las zonas genitales a un conocido artista plástico que trataba de ingresar al ICI.
El del megáfono atacó nuevamente: “El general San Martín nos enseñó cómo castigar a los blasfemos. Primero, atarlos durante diez días a la intemperie para el escarnio público. Y, segundo, si no se retractasen, atravesarles la lengua con un hierro al rojo vivo”. Un señor que miraba y oía con cara incrédula sonrió, por un momento, ante la imagen que se le representó en la cabeza: León Ferrari atado a la cabina de Telecom frenteal ICI, rodeado de flamígeros inquisidores. La sonrisa se le borró de la cara cuando fue rodeado por cinco espaldas anchas que vivaban a gritos, salpicando saliva, a Cristo Rey (¡VIVAAA!), a María Reina (¡VIVAAA!), a la Patria (¡VIVAAAAAAAA!). “Cholo, Cholo, hacé algo”, insistía otro comerciante cuando, desde adentro de la galería un vendedor ya cansado gritó: “¡Viva Lucifer!”. Cincuenta caras se dieron vuelta al instante, consternadas, rabiosas. Momento en que el transeúnte de cara incrédula salpicada de baba optó por retirarse hacia Retiro limpiándose con un pañuelo mientras uno de los traviesos muchachones empezaba a hacer sonar su bate de béisbol contra las vidrieras del ICI, ante la sonrisa paternal de uno de los curas.
“Cristo reina, Cristo vence”, gritaba Don Megáfono, mientras los muchachones de hormonas a flor de piel y borceguíes número 45 clamaban justicia divina. “¡Hermanos, veniiid; alabad a Criiisto!”. La Agrupación Custodia cerraba filas con sus cánticos. A lo mejor fue Dios el que desató una temporaria lluviecita para ver si se dispersaban y dejaban el ridículo para otro momento. Pero no. Ni la lluvia podía pararlos. Abrieron sus paraguas y siguieron rezando. Los que venían de Córdoba para Plaza San Martín se volvían para Córdoba, los que subían desde Plaza San Martín volvían a bajar. Los ojos desorbitados de los manifestantes los hacían retroceder y guardarse la pregunta (“¿y estos locos quiénes son?”).
Cada interrupción del rosario servía para que Don Megáfono enunciara sus peticiones: “Pedimos la clausura de la exposición y que los responsables de la muestra, junto al blasfemo León Ferrari, sean castigados con las mismas penas con que se azota a quienes sólo rozan las falsas religiones”. Un señor se alejó unos pasos tratando de reflexionar acerca de la misteriosa frase. Como en el tango, se paró al lado de un botón y oyó: “En eso tienen razón –decía el sargento Cholo–, si alguien pinta una esvástica, se arma un quilombo de novela”. El señor vio todo muy claro. Una epifanía casi. Y rumbeó para su casa, rapidito.
No se perdió mucho. Sólo la desconcentración de la Agrupación Custodia y el último alegato de Don Megáfono: “Pidamos a las benditas llagas de Jesucristo por la conversión de León Ferrari”. No se sabe si las benditas llagas de Jesucristo desoyeron el pedido por considerarlo un esfuerzo superior a sus divinas fuerzas o porque una señora escudito en pecho las confundió diciendo: “¡Castigo a ese judío que se hace llamar Ferri!”. Por las dudas, al mediodía del día siguiente, un Custodia arrojó una granada de gas lacrimógeno, basura y un balde de pintura al interior del ICI, y huyó corriendo por la calle Florida con destino a la salvación eterna. El balde quedó en la puerta, junto a un puñado de pibes de la calle, descalzos, que pedían: “Una limosnita por el amor de Dios”.

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