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UN RELATO ESTREMECEDOR SOBRE EL REPRESOR RICARDO CAVALLO
Un represor en casa

El de Sara fue uno de los muchos casos de la ESMA. En esta crónica escrita por su hermana, los represores se �instalan� en la vida de la familia de su víctima y hasta festejan Año Nuevo con ellos. Cavallo, que se presentaba como �Marcelo�, tenía la mórbida costumbre de salir a pasear y hasta ir al casino con sus �pupilas� y sus familiares.

Blanqueo: Llegaron al rato, venían Claudio
y otro, trayendo a Sara. Ella venía con la consigna expresa de no hablar con nadie sobre lo que había vivido.

A la memoria de Juan Carlos Silva
Por Silvina Testa

Esta historia que les voy a contar no es mía, o mejor dicho, no es la mía porque yo era apenas una niña, cuando todo aquello comenzó, que miraba y me dolía con ese dolor puro-gesto como es el de los niños, callado, denunciante, memorioso. Pero esta historia también es mía como lo es de toda mi familia, porque después de lo ocurrido ya nadie volvió a ser como era antes. Todos nos perdimos un poco, todos nos extraviamos por caminos raros, queriendo encontrarles luz a las tinieblas y asegurarnos de que el amor no se desvanece por los avatares de la historia. Pero hubo alguien que arriesgó su vida, en cuerpo y alma, alguien con quien la pesadilla se ensañó particularmente. Alguien a quien la vida la hizo víctima y testigo, dándole piel y memoria donde marcar sus huellas.
Ella siempre fue así, viviendo la vida como se lo dictara su real deseo, sin importarle quién quedara en el camino. Según mi mamá y los que la conocen desde niña, ella siempre fue rebelde. Rebelde... esa palabrita que dice tanto y no dice nada. La de ella, mi hermana Sara, es de esas rebeldías que se expresan naturalmente, que genuinamente se desarrollan en el lugar y espacio que las genera, como si no existieran vallas para limitarla ni tiempos para demorarla. De la rebeldía familiar pasó a la escolar y de la escolar a la social. En la casa sus revueltas eran por un maquillaje antes de tiempo o por un ombligo al aire cuando apenas alcanzaba los 14 años, aunque también podía contestar pésimamente mal y hasta le hacía frente al viejo, que por aquellas épocas infundía temor y respeto; o se le ocurría comprarse ropa, cosméticos y zapatos anotándolo a nombre de mamá y la vieja tenía que estirar el mango como un chicle para poder pagarlo y sin que el viejo se enterara.
Entonces los castigos paternos iban desde salir con la cara lavada, cambiarse la ropa y hasta un buen par de cachetadas; en cambio, mamá no le pegaba, pero sí brundulaba, protestaba horas y días enteros sobre aquellos gastos impulsivos y desconsiderados. En el colegio de monjas las rebeldías se hicieron colectivas, hacer entrar los novios por el patio trasero de la escuela, la clásica fumada en el baño y un día, la más grave, fue a través de la ventana del aula cuando le preguntaron a un señor si era de apellido Gallo, y como el hombre les respondió que no, le retrucaron, “perdón, nos equivocamos de gallinero”.
Todo esto que les cuento yo apenas si me acuerdo, pero en mi casa lo contaron tantas veces que me lo aprendí de memoria. Es como esas anécdotas de la propia infancia, uno termina sin saber si lo vivió, lo vio en una foto o se lo contaron, pero para el caso es lo mismo. La rebeldía de Sara siempre fue una de las conversaciones predilectas en las reuniones familiares, a todos les daba placer agregar algo cuando se hablaba del tema, además que aprovechaban y descargaban en ese momento la montaña de palabras atragantadas que les infligía tanta revuelta ajena. Ella, la mayor de los cuatro hermanos, la que se rebeló a todo, desde el mandato paterno hasta del orden social, la que nos sigue sorprendiendo por sus actos y por su vida, se cayó varias veces y se sigue levantando tanto como sea necesario. Su otra rebeldía, la que vino después, ya no pudo ser un tema predilecto ni un motivo de risa, mucho menos de descarga.
Le llegó el tiempo de ir a la universidad. Mi papá no quiso que fuera a estudiar a Córdoba porque allá había estallado el Cordobazo y todavía todo seguía bastante convulso. Además que en la Docta estudiaba su novio del pueblo y los viejos pensaron que no era oportuno que estuvieran los dos en la misma ciudad porque lo menos que iba a hacer era estudiar y hasta iba a terminar de madre soltera. Entonces la mandaron muy lejos, a 700 largos y lejanos kilómetros del pueblo, a una ciudad tranquila del interior delpaís donde nunca pasa nada. Pero, fue como dicen por allí, “lo que está pa’ ti no hay quién te lo quite”. Ya verán.
Aterrizó en esa ciudad que era serena como un pueblo grande, aunque en su nombre llevara la marca de la rebeldía, la ciudad de Resistencia. Bella por sus flores y sus frutos subtropicales, dolida por sus aborígenes desde siempre olvidados, esta capital norteña se sumó como otras tantas a los movimientos populares de izquierda. Y ella, Sara, no quedó indiferente a la época que le tocaba vivir. Así fue que cambió los vestidos de lamé, uno diferente cada sábado, y sus cosméticos de adolescencia por el poncho rojo y negro y la cara lavada, símbolos de una joven revolucionaria. Estudiaba en la universidad, trabajaba para mantenerse y militaba, se había convertido en una mujer casi perfecta para su tiempo, dejando atrás un pasado de caprichos de hija malcriada de clase media. El amor ligado a esta nueva identidad no tardó en llegar, se enamoró de uno de los dirigentes estudiantiles. El también tenía el perfil perfecto, estudiante de ingeniería, inteligente, políticamente formado, descendiente de indígenas; no era bello, pero sí apuesto. Cuando íbamos a visitarla a aquella ciudad, era para mí ir al encuentro de todo lo que mi pueblo gringo y excesivamente llano no me daba. Yo soñaba, a través de su historia, con una vida de estudiante en la ciudad, con miles de amigos con quienes hablar de “cosas importantes” y, por supuesto, con un gran amor.
Pero los tiempos comenzaron a ponerse hostiles; el gobierno civil en sus últimos tramos dio espacio para la existencia de una siniestra organización de odio y exterminio, la tristemente famosa Triple A. Y se acabó el cuento de hadas para empezar la historia del horror. Sara tuvo que dejar Resistencia para poder resistir, de allí se fue a Formosa y de Formosa, a Santa Fe. Todo cambiaba vertiginosamente, las ciudades, su propia imagen, los amigos, la identidad. Para sobrevivir ya no se podía ser el mismo, había que ser otro. Y Sara pasó a ser Nana y el Indio fue Ignacio. Día a día se iban enterando de la desaparición de tal, del arresto de cual, de la muerte de aquel otro. Pero ellos seguían la lucha, clandestina y convencida, cada vez más riesgosa.
De dos pasaron a ser tres, Nana quedó embarazada. El mundo se le abría y se le cerraba a la vez; la vida le seguía imponiendo retos. Aquella bellísima mestiza, mezcla de sangre indígena con la italiana del nuevo mundo, abrió los ojos en el preciso instante en que su padre estaba reunido con los obreros del frigorífico que amenazaban con cerrar. Y en la maternidad no hubo nadie más que ella, recién nacida y sin derecho a una inscripción legal, y su madre, recién parida, clandestina y con documentos falsos. Pero no tan lejos de allí, éramos unos cuantos, muchos, que esperábamos con temor y gozo su llegada. Cuando llegó la noticia a la casa, mi alegría fue gigantesca; ella y yo éramos casi hermanas gemelas del día de nacimiento, apenas nos separaban 12 años y unas pocas horas. Me sentí menos sola.
La clandestinidad es un camino difícil y las emboscadas de aquellos criminales acechaban en cada esquina. Nana les pidió a mis padres que buscaran a la niña y se la llevaran por dos semanas al pueblo, para poder escapar de Santa Fe y perderse en el gigantesco Buenos Aires. La pequeña llegó a la casa con unos cuatro meses de edad, toda vestidita de rosa. Cuando los viejos entraron por el pasillo, mamá la traía en los brazos, papá venía detrás, los tres hermanos estábamos almorzando, fue extraño ese momento. Hubo silencios, miradas, regocijo por saberla viva. Papá se calmó de sus cóleras; mamá estaba feliz por ese pedacito de su hija en su regazo. Era la vida entre tanta confusión, era el amor por sobre todo el resto. La niña estaba como su madre, clandestina y con identidad falsa, “era la hija de una prima que debía hacerse operar y se quedaría por poco tiempo”. Pero la niña se enfermó y hubo que traer al médico, llamamos a una doctora joven que recién llegaba al pueblo, a ella se le podía mentir”diagnóstico: angina roja, hay que darle medicamentos, ¿cómo se llama la criatura?”. Todos nos miramos, ella no tenía nombre. Mamá saltó muy rápido, “Catalina Pérez”, respondió.
Catalina se parecía a su verdadero nombre, Carolina, y Pérez hay millones en mi país. Nunca nadie la llamó Catalina, ella fue siempre en el pueblo Lila, como la bautizó su abuelo. En los pueblos las indiscreciones duelen duro, recuerdo aquel día que iba caminando con una amiga de la escuela y el viejo Lagos, el bicicletero sucio y roñoso, me paró en la calle para preguntarme si yo era la hermana de la guerrillera; o aquella otra vieja, la que tenía la tienda a la vuelta de la iglesia y a la que se le salían los dientes postizos cuando hablaba, que me señaló como la hermana de la terrorista. Llegué llorando a la casa, ellos no imaginaban el alcance de sus palabras. Las malas lenguas pueblerinas pueden traer consecuencias aún peores, como lo que hizo Raquel. Raquel había visto a Sara en Santa Fe caminando con su niña y ella, que nunca llamaba a su madre, esta vez la llamó para contarle el chisme. Y fue reguero de pólvora y llegó a oídos de la Policía Federal de la provincia. No tardaron en allanar nuestra casa. Llegaron de madrugada, eran cientos, entraron con violencia, ellos no saben hacer las cosas de otro modo. Había policías en cada rincón de la casa, nos sacaron de la cama, nos pusieron contra la pared. A Lila, que dormía en su cuna paciblemente, le pusieron una pistola en la cabeza, con sus cuatro meses de vida ella era la rehén. Papá pidió hablar con el que dirigía la operación, lo llevó a su oficina, al cruzar el pasillo, el mismo por el que había entrado con mamá y Lila 15 días antes, había decenas de policías apuntándole. El viejo estuvo astuto, les negoció con la mentira. Empezó por confirmarles que lo que ellos ya sabían, que Lila era hija de Sara y el Indio, era verdad; luego les dijo que se la habían entregado unos desconocidos en un cruce de rutas y que él estaba dispuesto a colaborar con la policía, es decir que cuando supiera de su hija y su yerno se los entregaría. Y ellos se fueron, y nos dejaron la angustia y el miedo, pero estábamos vivos.
Nana e Ignacio ya no tenían casa, el desmantelamiento era feroz, en toda la ciudad quedaba un solo foco de militantes. Se preparaban para huir a Buenos Aires. La última noche en Santa Fe durmieron en casa de los Bartolli; ellos eran los padrinos de Carolina. Era una casa antigua, de esas donde las habitaciones se alinean una detrás de la otra, muy larga y angosta. Nana e Ignacio dormían en el último cuarto. En la madrugada, la hora que los militares preferían para sorprender a la gente, llegó el allanamiento. Ignacio lo escuchó y despertó a Nana, huyeron por el patio; la casa colindaba con las vías del ferrocarril. Corrieron entre los rieles en la oscuridad mientras escuchaban los gritos de la familia Bartolli, no quedó nadie, a todos los mataron. Nana tenía mucho miedo, lloraba, sentía que perdía sangre, le faltaba el aire, estaba asustada, sus pasos eran cada vez más lentos. Ya no tenía fuerzas para seguir, el Indio le suplicó que corriera, ella desfallecía a cada paso. El le impuso la resistencia “o corrés o tendré que matarte”, le gritó apuntándole con una pistola, la muerte acechaba por todas partes. Llegaron como pudieron a una ciudad cercana, a la ciudad de Esperanza. La esperanza se les tendía a los pies, fueron los únicos sobrevivientes del último allanamiento en Santa Fe.
Buenos Aires les trajo aires buenos, mejores que los vividos en los últimos meses. Con sus diez millones de habitantes, la ciudad les ofrecía un lugar más propicio para la clandestinidad y el anonimato. Pasaron los años, creo que fueron dos o tres, no más, el país vivía bajo una dictadura militar sangrienta, pero una tensa calma reinaba en las ciudades. No se recomendaba andar de noche por las calles, tampoco sin documentos. Nana volvió poco a poco a su verdadero nombre, encontró un trabajo, alquiló un departamento. El Indio siguió militando, nunca se desenganchó, con cautela y perseverancia seguía su meta. El venía al pueblo dos veces al mes avisitar a su hija. Llegaba de incógnita en el ómnibus de la mañana temprano y se iba para la casa del abuelo. El Nono fue un cómplice maravilloso, no entendía demasiado, pero sabía que tenía que cubrir. Lo esperaba con mate y una copita de caña Legui, según él, curaba todos los males. En esos años, no sólo Lila esperaba la visita de su papá con ansias, yo también. El fue quien me abrió los ojos en mi adolescencia, quien escuchaba mis conflictos de los 15 años, quien me reconocía en mi verdadero sentir. El también era mi padre, con Lila éramos doblemente hermanas. Cuando me tocó mi turno de ir a la universidad, allá conocí a mi primer amor, un día le dije, “vos sos como él”, a lo que respondió, “sólo llevamos el mismo nombre y las mismas ideas, pero no más que eso”, y era cierto, pero a mí no me importaba, él era como el otro. Sara venía menos, una vez cada dos meses. Venía en otro ómnibus, por otra ruta, para que no hubiera gente del pueblo que pudiera reconocerla, papá iba a buscarla, venía escondida en la parte de atrás del auto, cuando ella llegaba toda la casa se cerraba y nadie que no fuera de la familia podía entrar. La
clandestinidad se hacía familiar en la propia casa.
El tiempo había transcurrido; ya la dictadura llevaba cuatro años en el poder; la Cruz Roja y Amnesty Internacional habían visitado las cárceles y centros de detención clandestina del país y habían hecho públicas sus declaraciones. Las esperanzas crecían. Sara llevaba una vida tranquila en Buenos Aires; el Indio continuaba con su militancia, un tiempo en el país, un tiempo en el extranjero. Lila seguía viviendo con nosotros en el pueblo. Los viejos le propusieron a Sara unas vacaciones en Mar del Plata, así ella podía pasar unos días con su hija. Al regresar, el viejo siguió para el pueblo y mamá, a Buenos Aires con Sara y Lila, para que las vacaciones se le prolongaran un poquito más. A los tres días de haber llegado, una mañana llaman por el portero eléctrico, era Enrique. Mamá se alegra con su visita y lo hace subir, al abrirle la puerta del departamento se encuentra con que él no estaba solo. Enrique había sido detenido la noche anterior en un bar de Buenos Aires por no llevar documentos y, cuando lo hicieron hablar, él cantó. La única persona que conocía con un pasado militante era Sara y ahora venían a buscarla. Esperaron por ella, le arrancaron a Lila de los brazos y se la llevaron. Gritó con toda su fuerza que le entregaran la niña a su madre. Mamá pasó todo aquel día con tres parapoliciales en el pequeño departamento de la calle Junín, eran los mismos que le habían traído a Lila. Por la noche se fueron diciéndole que su hija había sido retenida por toxicómana. Mamá llamó a uno de los pocos amigos que Sara tenía en Buenos Aires, por suerte era abogado. La buscaron por todas las comisarías, no estaba en ninguna. Al día siguiente la llaman por teléfono, era uno de los del día anterior, “su hija estará demorada por algunos días, si quiere puede mandarle ropa y productos de higiene, pasaré a recogerlos más tarde”. Mamá regresó al pueblo con Lila y la angustia a cuestas; nadie entendía qué había pasado aquel viernes 13 de noviembre que, por cierto, no tiene su mala reputación en vano. Sara estaba secuestrada en la ESMA, allí donde habían masacrado a tantos miles y miles de argentinos. Al mes recibimos un llamado, “estamos en Las Rosas, a 80 km del pueblo, vamos para allá, llevamos a su hija, cierren toda la casa y abran el portón que da sobre la calle Urquiza”. Yo recuerdo que venía de la escuela en mi motito cuando veo a papá parado en medio de la calle con los brazos en alto y haciéndome señas de que entrara a la casa urgente, todo estaba cerrado, yo seguía sin entender, aunque a mis 15 años entendía mucho más que otros. Llegaron al rato, venían Claudio y otro, que no recuerdo su nombre, trayendo a Sara. Ella venía con la consigna expresa de no hablar con nadie sobre lo que había vivido en el último mes. La traían porque venían a “blanquear” su expediente de Santa Fe. Esa noche Sara no podía dormir, yo tampoco, creo que nadie durmió, me hizo un gesto en silencio y yo comprendí que debía seguirla. Fuimos enpuntas de pie hasta la galería, cuando llegamos ella se levantó el camisón y me mostró su vientre, tenía infinitas lastimaduras, después sus muñecas y sus pies, traían la traza de las sogas que amarraron sus miembros. Le pregunté qué era, me dijo llorando, “la tortura, ves, esto es de la picana eléctrica y esto otro, de estar atada días y días a una pared”. Nunca pude olvidar ese momento, me parece verla, ella, esbelta y bella como se lo regaló la naturaleza, y el dolor que no sabía por qué espacio de su cuerpo gritar. Ya hacía mucho tiempo que no tenía fuerzas para la rebeldía.
En el año de 1980 el gobierno lanzó un programa escolar donde invitaba, entre otras actividades, a que los estudiantes rindieran homenaje a las grandes figuras de las Fuerzas Armadas Argentinas. Entre las veinte estudiantes de mi clase, las monjas me solicitaron a mí para que diera una clase especial. Se trataba del aniversario de la muerte de un alto oficial del Ejército, Juan Carlos Aramburu, se responsabilizaba a los Montoneros de dicha acción. La perversidad del sistema se ensañaba con todos los miembros de la familia, Sara estaba siendo torturada en Buenos Aires al mismo tiempo que en el pueblo me obligaban a hablar bien de sus torturadores.
En los cinco meses que Sara estuvo secuestrada, la trajeron varias veces de visita, por supuesto siempre con algún torturador que la acompañara. El viaje más patético fue el del Año Nuevo, no le recomiendo a nadie empezar el año con dos torturadores a su mesa y en el patio de su propia casa. A las doce de la noche brindamos con sidra... ¿qué se podía festejar? Nada, sino la resistencia con el enemigo adentro y desear que se murieran pronto todos esos asesinos. La burla era tan grande que nos trajeron regalos y dulces y bebidas, los mismos que torturaban a mi hermana día y noche en la ESMA. ¿Cómo no indigestarse con tanta mierda? Después era Marcelo quien la traía, su “responsable”. Las fuerzas paramilitares de represión habían desarrollado un macabro sistema de tutores en el que cada secuestrado tenía el suyo; yo no sé bien para qué servían, pero Marcelo fue un poco confuso con Sara; sacaba a sus “pupilos” a comer pizza a la medianoche, les traía libros de los que secuestraban en los allanamientos, nos dio su nombre verdadero y su dirección para que le escribiéramos a Sara, la llevaba al pueblo uno o dos fines de semana al mes. Se convirtió en parte de la familia porque sin él no podíamos tener a Sara con nosotros. Llegó a hacer cosas increíbles, como ir al casino de Paraná a jugar con Sara, mi hermano y su mujer, y dejarnos su auto para pasear por el pueblo, un Dodge verde que tenía un pedal suplementario, era para disparar a las gomas de otros autos en algún atentado. Le gustaba la casata brasilera, un postre exquisito que mamá preparaba, se llevó la receta.
A Sara la secuestraron por delación, aunque ellos no sabían exactamente a quién se habían llevado. Pero cuando pidieron información a otras provincias supieron quién era, “así que vos sos Nana y tu marido Ignacio, los dos que se nos escaparon de Santa Fe... vos ya no nos interesás, pero Ignacio sí, te vamos a guardar hasta que lo encontremos a él, vos nos vas a ayudar”. Le pidieron que escribiera una carta para hacerlo venir del extranjero, ella resistía, no aceptaba. Mamá ya le había escrito al Indio para contarle lo que había pasado y para que no se acercara a la casa ni llamara por teléfono porque estaban intervenidos. Como las torturas eran cada vez peores, ella aceptó redactar la carta diciéndose que la escribiría de tal modo que él comprendería lo que estaba aconteciendo. Lo hizo, no se la aceptaron y se la devolvieron junto con la de mamá... “ya no te necesitamos”. Su rebeldía no le alcanzaba para salvar a su compañero. Sara recobró su libertad el 25 de marzo de 1981, ese mismo día el Indio cumpliría 33 años.

 

Las reacciones al fallo mexicano

La resolución del juez Jesús Altamirano Luna, que abre las puertas para la extradición a España del ex represor argentino Ricardo Cavallo, fue ayer ampliamente elogiada por la prensa mexicana.
El diario La Jornada tituló su edición con la frase “Día Memorable” y señaló, en su portada, que “triunfó la justicia”. Además definió a Cavallo como “una figura relativamente menor del horror, que no contó con las complicidades políticas que en el Reino Unido y en Chile han salvado de conocer la prisión en España a Augusto Pinochet”.
El matutino El Universal destacó en primera página que el fallo del juez Altamirano Luna “dio un paso histórico para apuntalar una decisión muy delicada que no debe ser eludida por las autoridades mexicanas”. También se refirió al argumento de la territorialidad, esgrimido por los abogados defensores de “Sérpico”: “Si hay pruebas suficientes para apoyar la petición del juez Garzón, debe procederse en favor de la petición extraterritorial de la Justicia”, señaló.
Pero no sólo en México le dieron una amplia cobertura al dictamen de extradición de Cavallo. La agencia France Presse emitió ayer un cable -firmado por Roland de Courson– en el que se consideró a la decisión del magistrado azteca como “una espléndida victoria para el juez madrileño Baltasar Garzón y su combate por una `justicia universal’ contra los dictadores y genocidas”.

 

OPINION
Por Laura Bonaparte*

Un fallo fantástico

El fallo de extradición contra Cavallo es fantástico. La verdad es que todos los gobiernos nos están dejando atrás en la cuestión de hacer justicia. Hubiera sido terrible que Cavallo fuese autorizado a volver a la Argentina. Sus crímenes son imprescriptibles y los indultos de Menem y las leyes del gobierno de Alfonsín son contrarias a los propios pactos internacionales firmados por Argentina. Lo que me duele son las versiones sobre que el Gobierno habría querido interceder para traerlo acá. Tiene que ser juzgado y condenado en un lugar donde efectivamente se cumplan los fallos. En cambio, acá la justicia se simula, no se averigua nada, todo queda a medias, como la voladura de la AMIA. Por otra parte, sé que el canciller mexicano, Jorge Castañeda, tiene una reputación excelente y espero que no obstruya a la Justicia. Lo que tiene que haber es un juicio en donde se condene realmente al genocida, porque en caso contrario no hay justicia y se monta una estructura de impunidad.

* Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora.

 

OPINION
Por CELS*

El principio de justicia

La decisión de otorgar la extradición a España del represor Ricardo Cavallo para que sea juzgado por secuestros, torturas y desapariciones cometidas durante la última dictadura argentina ratifica el camino de la justicia universal y anuncia el fin de la impunidad para los culpables de estos aberrantes crímenes. El Centro de Estudios Legales y Sociales manifiesta su profunda satisfacción por el fallo de la Justicia mexicana. Asimismo, espera que la Cancillería de ese país ratifique la misma voluntad por lograr verdad y justicia, ajustando su resolución al consenso internacional que exige establecer bases institucionales de toda sociedad democrática a partir del principio de justicia. La decisión es un paso más en la lucha contra la impunidad, es el resultado del trabajo de la comunidad internacional en su búsqueda por lograr que los derechos humanos dejen de ser sólo un discurso y se transformen en realidad, mediante acciones y determinaciones concretas.

* Centro de Estudios Legales y Sociales.

 

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