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“LAS MIL Y UNA NOCHES”, SEGUN PEPE CIBRIAN CAMPOY
El sultán y la esclava kitsch

La puesta del musical es espectacular y se ve realzada por una serie de actuaciones destacadas, pero su realización peca de una visión más que liviana del clásico literario del islamismo.

El espectáculo no es fiel a la geografía ni a la leyenda, pero sí a la grandiosidad típica de Cibrián Campoy.

Por Hilda Cabrera

En un tono que recoge con parejo énfasis alegrías y tristezas, este nuevo musical de Pepe Cibrián Campoy reitera la grandiosidad característica de los trabajos de este director, su gusto por los desplazamientos en masa del elenco y la tendencia a martillar por medio de la música las escenas que considera básicas. Lo llamativo en esta puesta es que esas situaciones no se relacionan con las historias narradas por la célebre Scherezade en Las Mil y Una Noches (símbolo de infinito) sino con una fantasía del director, aquí también autor del libro, de las letras de las canciones y del diseño coreográfico. No es pues, como podría suponerse, una adaptación de la colección de narraciones más populares en Occidente, probablemente más que las famosas propias, como el Decamerón de Boccacio, o Los Cuentos de Canterbury de Chaucer. En este caso se trata de una historia triangular de corte edípico, en cuyos vértices se encuentran la sultana Feyza, su hijo el sultán Solimán (el Magnífico) y la bella Helena, esclava de origen griego y fe cristiana, vendida en la plaza de Estambul por los piratas que asaltaron la embarcación en la que viajaba rumbo a Italia para encontrarse con su prometido. Avistada por el joven sultán, que vagabundea de incógnito por el lugar, tiene a éste por oferente. Pero otro redobla la apuesta, gana, y hace de Solimán un desdichado.
Este personaje, encarnado con apasionada expresividad por el versátil Juan Rodó, revela haber aprendido poco de la vida. Sojuzgado por el posesivo amor de su madre, se descubre débil y sentimental, y todavía más cuando se enamora. Por eso no es casual que sea también su progenitora quien lo libere de sus tribulaciones. Feyza comprará a su vez a la griega (Georgina Frere), segura de que mediante este acto mantendrá el dominio sobre su hijo. Lejos está de imaginar que “su regalo” se convertirá en algo más que una noche de amor. La intrigante no sabe que se ha topado con una hábil narradora de cuentos, capaz de utilizarlos para ganar tiempo. Su ardid es interrumpir el relato en el momento de mayor tensión, de manera tal que el sultán, ansioso, espere por el desenlace hasta la noche siguiente. Fascinado por quien a primera vista parece una niña perdida, Solimán demorará así la posesión física de la joven hasta que ésta se lo pida: escuchará infinidad de cuentos y tendrá su premio, pero también sufrirá algunos cimbronazos decisivos.
Quienes se sientan atrapados por el título están avisados: la joven émula de Scherezade eternizará sus noches con el sultán, pero el público que acuda al Luna Park no se reencontrará con la historia de la heroína virgen que arriesga su vida para salvar la de otras inocentes que, como ella, deben expiar el adulterio de una favorita del poderoso. Tampoco escuchará ni verá escenificado ninguno de los otros mágicos relatos incluidos en ese compendio de historias (reunidas a fines de la épocapreislámica y comienzos del islamismo) que poseen, como escribió Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas, el mérito de mejorar la vida del oyente. Hallará en cambio una historia de amor atravesada por las maldades de una madre ambiciosa, dispuesta a emponzoñarle la vida al hijo. El formato elegido para este espectáculo, que según su productor, Juan Carlos Lectoure, costó algo más de un millón de pesos, es el del musical a lo Broadway, pero con arrestos de identidad nacional. Esto se debe a que Cibrián Campoy no sólo domina el tiempo destinado a cada escena y sabe cómo potenciar lo técnico, sino a que además le imprime al conjunto una intención paródica, revisteril y deliberadamente kitsch. Ejemplos de esto son los pasajes referidos a los eunucos y los que muestran a un conjunto de esclavas contoneándose como vedettes.
El escenario (que Rodó-Solimán atraviesa a zancadas) es utilizado a pleno para disfrute de un público que se maravilla ante tanto despliegue visual. Una vistosidad ni siquiera empañada por la conflictiva relación entre madre e hijo, entre la que gobierna y el que disfruta, como dice Feyza, personaje que, con tintes tanto cómicos como patéticos, compone admirablemente Claudia Lapacó. El espectáculo, por otra parte, no guarda fidelidad ni a la leyenda ni a la geografía. Lo evidencia la arbitraria mezcla de personajes, épocas y lugares recogidos en el texto y letras de las canciones, de una simpleza por momentos apabullante, en concordancia con las híbridas partituras de Angel Mahler. Esta mezcla, o revoltijo, no responde a la necesidad de retratar lo inexplicable o irracional, sino, según parece, al gusto por una vistosidad kitsch, paródica y sentimental.

 

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