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TRES REFLEXIONES SOBRE UNA FIGURA SIMBOLICA
El fantasma Galimberti

En el gran contrapunto que discute los años �70 argentinos, la figura de Rodolfo Galimberti anuda repudios y fascinaciones. La publicación de una reciente biografía reaviva la discusión sobre su parábola: militante, guerrillero, amigo de ricos y famosos, millonario en formación. Página/12 publica tres voces que se unen a la discusión de una proceso y de un nombre.

POR MARIO WAINFELD.
Cuando el coro era protagonista

Es Rodolfo Galimberti un cabal símbolo, una cifra de lo que fue la Juventud Peronista? ¿Es ese aventurero capaz de transformarse en socio de sus ex secuestrados, una síntesis o una metáfora de lo que fueron los 70?
Una primera respuesta posible sería excluirlo por algunas de sus peores marcas personales: el individualismo, su vocación por el dinero y el poder medido en los términos que proponen quienes fueron antaño sus enemigos. Ese criterio –que comparto en cuanto conlleva una valoración del pasado muy superior a la figura de un condottiero de derecha que integró una curiosa vanguardia de izquierda– me parece incompleto.
También me parecería parcial –aunque también certero– señalar que no es la cúpula de las organizaciones armadas la síntesis, ni aun la mejor representación de la militancia de aquel remoto entonces.
Lo que sospecho es que el fenómeno político de los 70 no se deja contar por ninguna biografía. Ni la de Galimberti, ni la de Carlos Mugica, ni la de Mario Firmenich, ni de la Roberto Santucho, ni la de los militantes de segunda línea que testimonian en la película Cazadores de Utopías (nombres estos que enumero sin pretender agotar nómina alguna, sugiriendo las asociaciones más ostensibles que desata cada uno de ellos).
La imposibilidad no deriva de la falta de importancia o pertinencia de esos u otros protagonistas sino de la naturaleza del fenómeno que encarnaron. Un fenómeno esencialmente colectivo, el de una generación que se jugó en pos de una sociedad mejor –y antes que mejor distinta, y antes que distinta nueva– que creyó en lo que decía, que le puso el cuerpo a sus palabras y que pagó con usura esas decisiones. Con digno castigo por haber querido cambiar el mundo y por haber metido miedo.
Parece fábula decirlo hoy, cuando las relaciones de fuerzas parecen cristalizadas y los privilegios eternos. Pero esa generación metió miedo en el poder. Y, ojo, en parte asustó por la violencia de algunas acciones, pero mucho más porque engendró entre los dueños del poder la sensación de que la revolución –fuera lo que fuera– estaba ahí nomás. Y, si no la revolución, un cambio importante, un feroz barajar y dar de nuevo.
Lo que, con titubeos, trato de decir es que lo que dio el tono dominante a los 70 no fue la violencia sino esa otra gran ausente de hoy: la política con su potencial de cambiar la sociedad. Y que la violencia tuvo que ver con el autoritarismo, con cierta excitación a veces adolescente y militaroide (mucho de eso hay en Galimberti) pero también derivó (fue la medida) de la gravedad de lo que había en juego.
Ningún individuo sintetiza esos tiempos, porque en esencia no fueron tiempos de individualidades... aunque –claro está– las hubo fascinantes, decadentes, valientes y, con expresiva asiduidad, heroicas. Al fin y al cabo, los 70 hubieran sido lo mismo que fueron si Galimberti, literalmente, no hubiera existido. El tono lo dieron las multitudes, las agrupaciones, los militantes de base. Si se quiere, en términos del pasado, los movimientos más que los partidos o las orgas.
Ningún relato biográfico, por riguroso y preciso que fuera, pintará un fresco integral de esos tiempos. Se dejan pintar mejor por varias voces como lo hizo, para mí hasta ahora insuperadamente La Voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós. Relato sugerente a fuerza de excelentemente escrito y sentido pero sobre todo por su estructura de relato coral.
Es que esa fue la época en que el coro ocupó el centro de la escena. Aunque eso parezca fábula hoy, en tiempos en que sólo –en la política y no sólo en la política– los que hegemonizan todo son los solistas, usualmente desafinados y, lo que es peor, desangelados.

 

POR LUIS BRUSCHTEIN.
Deslumbrado por el fusil

La figura de Galimberti tiene la fuerza del paradigma negativo. Resume en forma exagerada, hasta el grotesco, aquello que en el conjunto aparece más disperso, mezclado con otros valores. Es decir, la gran mayoría de los jóvenes militantes montoneros de los ‘70, los que sobrevivieron y los que no, verían en Galimberti exactamente lo que ellos no querían llegar a ser. Galimberti, y algunos pocos más, no son representativos de esa generación. Y sin embargo fueron parte de ella.
Leyendo su biografía es difícil explicarse qué hacía Galimberti junto a ellos. Una explicación casi de cajón está en la concepción de la violencia, de lucha armada, que primaba en las organizaciones guerrilleras. Esta concepción se basaba en la idea de que el fusil es un objeto inerte y depende de quien lo empuñe.
La realidad demostró que no es así. La organización, la estrategia y el pensamiento militar imponen una lógica propia que tiende en todo momento a imponerse sobre la ideología. De lo estrictamente militar se desprenden valores militares que abarcan desde concepciones sobre el debate y las jerarquías hasta la idea de triunfo, éxito o victoria. Y por lo general son valores opuestos a los de una lucha obrera y popular por sociedades más justas. Un militante popular, triunfa o es derrotado junto a su pueblo, porque su destino está unido al de su pueblo. Lo ideológico no reside sólo en definirse ya sea marxista, trotskista o peronista o lo que sea, sino en la forma en que se concibe la relación de la organización y del militante con los trabajadores y su pueblo.
En vez de concebir a la lucha armada, en todo caso, como un mal necesario cuya práctica sería necesariamente corrosiva, se la concebía como todo lo contrario, como una acción purificadora para la conciencia de los militantes. De esta manera la ideología quedaba inerme frente a la acción degeneradora del militarismo y un militante revolucionario podía quedar equiparado con un aventurero con aptitudes militares.
Las organizaciones guerrilleras no supieron resolver esa contradicción lo que permitió que –entre otros problemas–, además de la gran mayoría de los militantes motivados por la propuesta ideológica, se sumaran otros más deslumbrados por la acción militar que, justamente por eso, nunca llegaron a compartir realmente los valores de vida de sus compañeros aunque coexistieran con ellos.
Habría que diferenciar que para esas organizaciones y para la mayoría de sus militantes y simpatizantes esta problemática entre ideología y militarismo se expresaba como una contradicción mal resuelta. La diferencia es que para Galimberti no fue así porque, evidentemente, nunca pesó el polo ideológico, sólo el polo militarista, al punto que aún hoy sigue siéndolo, ahora como empresario de guardaespaldas.

 

POR JOSE PABLO FEINMANN.
Galimba, el colimba

Hay una instrumentación política en la maniobra por instaurar al oscuro Galimba como símbolo de la militancia de los ‘70. Si ése fue el símbolo, poco puede haber de rescatable en los valores de esos años. En suma, que lo que reste de todo un proceso histórico complejo, rico y hasta fascinante sea un personaje tramado por la ambición, el pragmatismo impúdico y el matonismo favorece a toda una concepción que busca desacreditar los valores de la militancia, del compromiso histórico, de los afanes por la transformación social.
Hace un par de años un escritor polemizó con otro (cosa rara, ya que los escritores raramente polemizan y menos aún –¡Dios los libre!– sobre cuestiones políticas) acerca de los compromisos de cierta literatura con el videlismo. Tomás Eloy Martínez le reprochó a Abel Posse haber sido embajador en Venecia durante los años tenebrosos. Posse se defendió de un modo paradigmático. Instrumentó la cuestión Galimberti para protegerse. Respondió algo así como “¿Iba yo a abandonar la deliciosa (sic) Venecia para acompañar a Firmenich y Galimberti?”. El razonamiento es paradigmático porque reduce todo un momento histórico (toda una historia: la de la militancia de los ‘70) a un personaje desdeñable. O a dos. Firmenich y el Galimba.
Hay algo patético (y terriblemente injusto) acerca de la militancia de los ‘70. Lo dice Martín Caparrós en Cazadores de utopías. Cito de memoria: “Cualquier militante republicano de la Guerra Civil Española puede hablar con orgullo de su historia. La izquierda peronista, no”. Se ha logrado instalar en la sociedad que toda –insisto– la complejísima urdimbre que constituyó a la izquierda peronista fuera reducida primero a Montoneros y luego –personalizando– a Firmenich y –muy especialmente– al Galimba. En esto han colaborado los propios Montoneros por empeñarse en sumar a su crédito la lucha de esos años. Si ellos fueron la totalidad de la lucha, entonces les resulta fácil a quienes desean hundir en el abismo de lo irrecuperable a toda una generación dar un paso más y decir: “¿Cuál era la conducción de Montoneros? Firmenich y Galimberti. ¿Qué se podía esperar de una generación que siguió esas conducciones?”.
Incluso en el reciente libro de Miguel Bonasso (lo que voy a decir aquí es meramente un apunte, ya que el libro de Bonasso y sobre todo Miguel Bonasso merecen un análisis más detallado que espero hacer pronto y que adelanté en la presentación del libro), pareciera que la lucha fue la lucha de los clandestinos. Se sabe, no obstante, que la mayoría de los desaparecidos fueron obreros, y se sabe también que un obrero no es un clandestino sino un hombre de superficie. Se sabe, en suma, que los desaparecidos –en enorme, abrumadora y dolorosa medida– fueron los llamados “perejiles”, que no sabían manejar un arma ni pasar a la clandestinidad. Que eran la carne fácil para las represalias que los militares ejercían como respuesta a medidas tan atroces como la contraofensiva del ‘79, de perfecto cuño galimbertiano.
Galimberti representa lo peor de una generación, y nada de lo bueno. Representa: 1) los fierros antes que la política; 2) el aventurerismo irresponsable; 3) el desapego y hasta el desdén por toda política de masas. Curiosa condición, porque el peronismo –al que decía pertenecer– siempre fue un movimiento que concibió a la política en relación con las masas. Y el marxismo también. Galimba hereda lo peor del foquismo guevariano. Con una inmensa diferencia: el Che no ordenaba contraofensivas desde París o desde Nicaragua. Si había que ir a Bolivia, iba él. Si había que morir, moría él. Por eso hoy lo respetamos, aun en la discrepancia. Galimba, en cambio, ordena que nadie salga del país... en 1977. Ordena (él y Firmenich, claro) que un pibe de diecinueve años (El Missi, Ernesto Sapag) apoye con las armas la huelga ferroviaria de octubre (diecisiete) de 1977. Y al Missi lo matan. Y muchos, demasiados obreros desaparecen porque los militares se justifican en que la acción guerrillera transforma en subversiva a la huelga ferroviaria. No hay nada más opuesto –salvo la política de la patronal– a una huelga obrera que una acción miliciana. Notienen nada que ver una con otra. ¡Qué bien les vino a los militares el “apoyo” guerrillero a la huelga del ‘77! Así, al Missi (hecho que sensiblemente narra Bonasso en su libro, sin extraer las conclusiones que yo extraigo) lo matan, desde luego, los genocidas de la seguridad nacional, pero antes lo había matado –desde México– la conducción de Montoneros. 4) Y, por último, el Galimba representa la metamorfosis de la militancia en militarismo. El concepto de “guerra” que utilizan los Montoneros los transforma en “militares”. Otorgar a la ratio militarista que en este país hubo una guerra es otorgarle todo, absolutamente todo. Si hubo una guerra, ellos dirán, entonces, que en una guerra se cometen excesos, que su intervención estaba justificada y que debían salvar a la patria de un ejército agresor. No hubo una guerra: hubo un ataque terrorista del Estado sobre todos los sectores de la sociedad que pudieran representar una alternativa o un impedimento al plan económico que se buscaba instaurar. (Ver la Carta de Walsh. Quien, conviene recordarlo, decía, a comienzos del ‘76, que había que suspender las acciones armadas, ya que se estaba ante las puertas de una masacre. Walsh, que no se fue a Italia a fundar ante las luces de la elegante izquierda europea ningún Partido Peronista Montonero, sino que se fue a una quinta en San Vicente, a meditar su Carta.) Pero para el Galimba era la guerra. Vivía para el heroísmo y para los fierros. Como todo fascista. Así, coherentemente, se transforma en un milico. O en un “colimba” (Galimba-colimba), fanático que desea mimetizarse con el “enemigo”. En uno de esos “colimbas” que entran al Ejército para ser lo que anhelan: militares. Lo que Bonasso narra bien cuando el Galimba se encuentra con el Tucho Valenzuela (militante de hierro que había salvado la vida de Firmenich) y, como gran expresión de respeto, le dice: “Mayor Valenzuela, solicito autorización para continuar con la operación”. Y el Tucho le responde: “Dale, Loco, no rompás las pelotas”.
Bonasso (en un pasaje de gran importancia) escribe: “Pienso que la guerra sucia y sin cuartel que libramos puede deshumanizar a más de un comandante. Me digo que si la deshumanización llegara a ser total, la lucha dejaría de tener sentido, porque el enemigo nos habría moldeado a su imagen y semejanza”. No fue así con tipos como Tucho Valenzuela, pero con el Galimba ese pronóstico se dio por completo. Por eso hoy está donde está. Asociado a sus viejos enemigos, haciéndose millonario.

 

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