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el Kiosco de Página/12

La otra orilla
Por Andrea Ferrari

No tendría que haber salido del Hospital Alemán. Podría haberme quedado cómodamente sentada en un sillón esperando. Pero no: yo quería llegar a mi casa un miércoles en medio de la lluvia.
Tampoco debería haber tomado ese taxi. Cualquiera sabe que no se cruza el río en taxi. El taxista, gordo y calvo, transpiraba, se secaba el sudor con un trapo, limpiaba el vidrio con el mismo trapo, se agarraba la cabeza y protestaba:
–Y yo tengo que pagar 50 pesos por el día del coche.
El tráfico por Córdoba no quería avanzar. Nada. Sugerí intentar por Honduras. Fue peor. En la radio decían que había llovido 130 milímetros. Llevaba una hora arriba del taxi. Una ambulancia intentó pasar con la sirena encendida y algunos autos se subieron a la vereda. El problema, me explicó alteradísimo el taxista, era Juan B. Justo. Nunca íbamos a lograr atravesar Juan B. Justo. Nunca.
–Pero yo vivo al otro lado –dije tímidamente.
–Yo quisiera llevarla, pero no vamos a llegar nunca –dijo y señaló triunfante a los autos que se volvían contramano por Honduras después de mirar de cerca ese río amenazante.
Dimos unas vueltas más y cuando el taxista parecía a punto de ponerse a llorar decidí bajarme. Acababa de ver un colectivo 151 que tal vez sí lograba cruzar el infierno Juan B. Justo. Pagué los 15 pesos que marcó el reloj del taxi por no llevarme a ninguna parte. Corrí, me mojé y subí. Arriba me di cuenta de que no tenía monedas.
–Pasá nomás –dijo el colectivero, que llevaba 45 minutos de retraso en su recorrido y ya nada parecía importarle.
En el colectivo el ambiente oscilaba entre la indignación y el abandono de toda esperanza.
–A los gobernantes no les importamos nada –dijo una mujer–. Ellos viven en residencias que no se inundan.
La gente contaba sus pesares. Algunos habían iniciado el viaje en tren, otros en subte. Ahora el destino nos había unido a todos a bordo de un 151 que intentaba cruzar el río. Estábamos en manos de un colectivero de cara triste y un acompañante increíblemente parecido a Alfredo Casero, que oteaba el horizonte en busca de un paso posible.
–¡A la derecha! No, está peor, mejor quedate. Uy, uy, uy, nooo, allá hay mucha agua, no pasa nadie, hay que doblar. ¡Doblemos!
El colectivero dudó y preguntó al aire:
–Vamos a seguir yendo hacia allá. ¿Alguien tiene problemas?
Nadie supo qué contestarle. Problemas tenían todos, pero no era el momento de ventilarlos. Una mujer dijo bajito:
–Mientras nos saque de acá.
Doblamos. Era peor. Pasamos otros 15 minutos sin movernos. Logramos volver a doblar. Ahí entramos en río abierto. Al avanzar, el colectivo hacía olas que chocaban contra los autos que flotaban abandonados. Algunos de sus dueños surgían de la nada y hacían señas, como náufragos que ven un trasatlántico. Pero el colectivero no estaba dispuesto a parar, y menos a empujar.
–Correte, flaco, que te paso por encima –dijo al ver a un tipo con los pantalones recogidos y un gorrito tipo piluso que hacía gestos desesperados. El flaco no lo oyó, pero se corrió igual.
Al fin llegamos a la meta: Santa Fe. Sólo para enterarnos de que allí el tráfico estaba inmóvil y las aguas corrían turbias. El doble de Casero llamó a la empresa por celular.
–A los que se desvían de Córdoba no los mandes para Pacífico que está peor. Acá la cosa no avanza y los pasajeros están molestos.
Molestos era poco decir.
–Choferes –gritó una mujer–, ¿ustedes no sabían que por acá es peor?
–Buscábamos una forma de salir –se defendió el símil Casero. –¡Pero si por Pacífico nunca avanza! Ustedes nos traen por acá y después se lavan las manos –volvió a gritar la mujer, sin advertir la ironía de la metáfora acuática.
–No nos lavamos las manos, estamos acá con ustedes –respondió Casero sin reírse.
–Y a dónde van a ir –acotó un hombre en voz baja mirando por la ventana.
No había dónde ir. La gente caminaba con el agua a la altura de los muslos. Un hombre arrastraba a una mujer, pero no era claro si ella estaba desmayada o simplemente no lograba ordenarles a sus piernas que atravesaran ese torrente oscuro. Alguien comentó que nos acabábamos de cruzar con una ambulancia que llevaba un enfermo y no podía avanzar.
–Y esto es sólo una lluvia –reflexionó una mujer–. Acá, si hay una catástrofe de verdad, nos morimos todos.
Una pasajera generosa me ofreció medio asiento. Acepté.
–Así podés leer –dijo señalando La Caverna, en mi falda–. Yo estoy leyendo el mismo.
Leí. “No entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen”, decía Saramago.
El colectivero parecía no ver la otra margen ni encontrar las piedras. Casero se agarraba la cabeza.
–Esto no se mueve, loco.
Seguí leyendo. “A no ser que tales ríos no tengan dos orillas sino muchas, que cada persona que lee sea ella su propia orilla y que sea suya y sólo suya la orilla a la que tendrá que llegar.”
–Nosotros en algún momento vamos a llegar –dijo filosófica mi compañera de asiento–. Tres, cuatro o cinco horas tarde, pero vamos a llegar. Peor está el de la ambulancia.
Tenía razón. Al fin avanzamos. Lento, pero avanzamos. Dejamos atrás las olas y la marea de autos. Habíamos logrado atravesar Juan B. Justo y se acercaba el final del viaje.
Caminé las dos cuadras que me quedaban casi contenta. Calculé: había hecho un trayecto de quince minutos en tres horas y media. Pero había llegado a mi orilla. No estaba tan mal. A esa hora Buenos Aires estaba llena de gente que aún no alcanzaba su orilla. Algunos no la alcanzarían nunca.

 

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