Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12


RESPUESTAS Y ARGUMENTACIONES SOBRE LA DECADA POLEMICA
Discutir los 70

Las masas y su peronismo, las personas y los procesos, el rol del PRT, las figuras realmente emblemáticas del proceso revolucionario... temas que continúan una discusión sobre los años setenta.

Daniel De Santis *.
La política sin objeto

Cuando se escucha el nombre de Ernesto Guevara, se genera un espontáneo halo de admiración y respeto. No ocurre lo mismo con el hombre cuya trayectoria revolucionaria en la Argentina más se le aproxima. Mario Roberto Santucho es ignorado, o se lo nombra en las páginas interiores de los diarios cuando circula alguna información sobre el paradero de su cuerpo, nunca sus ideas. Algo similar ocurre con los otros grandes jefes revolucionarios Carlos Olmedo, Luis Pujals, Roberto Quieto, José Sabino Navarro o Enrique Gorriarán. Para evocar la lucha revolucionaria de los años ‘60 y ‘70 se suele identificar a éstas con otros nombres, más o menos importantes, Eduardo Firmenich (sus propios compañeros lo llamaban “El Pepe” por José Stalin) o Rodolfo Galimberti. Esto responde a la vieja treta de identificar un período histórico o a las clases explotadas y derrotadas de ese período con sus flancos más vulnerables.
Después de 25 años de carencia de una fuerza que representara cabalmente los intereses de la clase obrera, no sin dificultades y contradicciones, y con el marco internacional de la Revolución Cubana, surgieron nuevas expresiones de la fusión del marxismo revolucionario con la vanguardia obrera, principalmente en Tucumán, entre los obreros azucareros y la militancia del Partido Revolucionario de los Trabajadores, fundado el 25 de mayo de 1965. Ese mismo año impusieron seis diputados obreros marxistas y peronistas. Bajo la influencia del Cordobazo esa fusión se amplió a la ciudad de Córdoba, para luego extenderse a otras regiones industriales.
En respuesta a Feinmann, Mariano Ciafardini afirma que el 11 de marzo de 1973 no todas las masas eran peronistas, había muchos sectores populares que votaron a la Alianza Popular Revolucionaria y a la Unión Cívica Radical. Esto es cierto, pero más importante para el tema en debate (Masas y Teoría Política) es tener en cuenta que a partir del Cordobazo y el Rosariazo la fusión de la que hablamos comenzó a extenderse nacionalmente.
El Cordobazo fue la primera gran movilización obrera que no se dio en los marcos del peronismo, pero no porque su base obrera no lo fuera mayoritariamente, ni porque en su dirección no hubiese peronistas. No fue peronista por una cuestión política, Perón en 1966 ante el golpe de Onganía había llamado a “desensillar hasta que aclare” y Vandor en 1967 fracasó en su intento de golpear para luego negociar, ambos hechos pusieron al peronismo burgués y burocrático (PJ y CGT) en un segundo plano en la lucha contra la dictadura. El Cordobazo fue una movilización popular encabezada por el proletariado, independiente por su organización y por sus objetivos de la política burguesa. A partir de él comenzó a desarrollarse con fuerza el sindicalismo clasista. Aquí radica su gran importancia y su proyección hacia el futuro. El Cordobazo dio, además, inicio a una serie de puebladas en Rosario, Tucumán, Mendoza, Roca y un segundo Cordobazo, el 15 de marzo de 1971, en él las banderas del ERP flamearon al frente de las columnas obreras.
Esta situación hizo comprender al dictador Lanusse que el avance revolucionario era incontenible por medio de la fuerza, por lo que ideó una táctica llamada Gran Acuerdo Nacional, que combinaba la fuerza con la política, logrando el concurso del conjunto de la burguesía para frenar el proceso revolucionario. No eliminó las contradicciones entre las fuerzas burguesas, especialmente entre el peronismo y el Ejército. Lanusse pretendía llegar a las elecciones con el máximo condicionamiento del peronismo y Perón quería alzarse con la mayor cuota de poder. Estas contradicciones fueron presentadas hábilmente por Perón como antagónicas. En este engaño al pueblo contribuyó, ingenuamente, el peronismo revolucionario. Bonasso en esto se ha animado a avanzar un poco más que Feinmann. Seguir planteando hoy que el peronismo era revolucionario en aquel período es, ahora sí, taparse los ojos conscientemente, ya que quedó ampliamente demostrado que el peronismo es Menem, Duhalde, Ruckauf, De la Sota, el aparato del PJ y la CGT. El peronismo durante el gobierno de Menem realizó todas las tareas que le indicó el capital monopolista especulativo, en particular estableció relaciones carnales con el gobierno de los EE.UU.

* Autor de “A Vencer O Morir: PRT-ERP Documentos”. Profesor de física en los Colegios Nacional Nº 2 y Normal Nº 3 de La Plata.

 

Alicia Pierini.
Debatir la historia, no sobre personas

Es fundamental el debate sobre nuestro pasado. Pero si lo que se pone en discusión es la vida personal de Rodolfo Galimberti con motivo del libro de Larraquy y Caballero no cuenten conmigo. No soy jueza de ningún montonero. Me une a ellos –a todos– la entrañable utopía que dio sentido a nuestra juventud.
¿O acaso se pretende hacer de Galimba un “modelo” o “antimodelo” de militancia, para plantear una nueva falsa antinomia, perimida ya la de los dos demonios? No confundamos más a las nuevas generaciones.
Lo esencial de nuestra militancia fue su carácter social. La historia de cada uno –la individual– estuvo y quedó inmersa en la colectiva amasada entre todos. Cada uno puso en la quimera común los talentos que tenía, como en la parábola bíblica, como en la vida. Cada uno dio algo de sí y recibió algo de todos. Así fue el “nosotros”, la “orga”. A la inversa de la política actual.
Cuando esa sinergia concluyó, cada uno quedó sólo con su propio equipaje, con su propia locura, con sus propias verdades, enterrando –o no– sus propios muertos. Y cada uno se recicló como pudo, en condiciones no elegidas. Ningún individuo representa al pasado, en la medida en que ese pasado fue colectivo, no individual.
La organización era mucho más –y diferente– que la suma de sus partes. Galimberti ni simboliza ni resume al conjunto que integró. Al contrario, siempre fue diferente, aunque la disciplina montonera integrara a todos en actitudes parecidas. Su conducta posterior le pertenece con toda exclusividad.
JAEN fue mi primer ámbito de militancia, o sea mi “escuelita”. Galimberti mi primer jefe político. Recuerdo las discusiones en JAEN acerca de la lucha armada. A casi todos nos costaba mucho esfuerzo aceptar la ruptura del histórico monopolio de la violencia armada contra el pueblo, y asumirla desde el pueblo. Como dice Benedetti, la lucha armada era “un amargo deber”.
La juventud peronista montonera construyó ese “nosotros orgánico” amasando con sueños y voluntad un nuevo proyecto dentro del gran movimiento creado por la generación peronista que nos precedió. Si el peronismo es un sentimiento y vocación de poder popular, nosotros le agregamos estudio y acción. Por eso la épica del Luche y Vuelve fue posible: se conjugaban amor, ética, teoría y praxis. Y el amargo deber. Se apostaba todo y valía la pena porque la apuesta era cambiarlo todo.
¿Alguien supone que esa épica colectiva fue químicamente pura? Me consta que contuvo en su seno –junto con grandezas y auténtico patriotismo– algunas mezquindades, contradicciones, psicopatías varias. En fin, colores humanos. Sólo que la organización metabolizaba y reencauzaba las desviaciones fierreras, sectarias, intrigantes, a veces mafiosas. Cuando se quebró esa correlación, avanzó el autoritarismo interno, el alejamiento del pueblo que llevó a la decadencia. La decisión de los dueños del poder de aniquilarnos no tuvo mejor aliado que nuestra propia debilidad, fruto de conceptuales errores políticos y de vicios internos.
El libro de Larraquy y Caballero es un ameno instrumento para volver –aunque sea a través de un protagonista atípico– a reflexionar sobre el pasado en el presente. Una oportunidad para el debate inconcluso sobre nosotros mismos y la huella montonera en la política nacional.
Pero Montoneros, la JP –y el sentido histórico de esa lucha– así como de las otras organizaciones contemporáneas a la nuestra, es mucho más que la suma de las historias de vida de sus militantes. Es otra historia que aún no está escrita.

 

Mariano Ciafardini *.
Masas y teoría revolucionaria II

Debo ahora hacer algunas precisiones acerca de la nota de mi amigo Rafael Bielsa del domingo pasado. Empecemos por el ABC.
1- ¿Qué era en los setenta (y sigue siendo hoy, a mi juicio) teoría revolucionaria? Una teoría que justifica, fundamenta y proporciona las herramientas teóricas para llevar a cabo una revolución.
2- ¿Qué es una revolución? Un movimiento político que asume el poder y cambia las estructuras de las relaciones económicas, políticas y sociales vigentes hasta el momento.
Después de la Revolución Francesa y la suma de movimientos políticos que fueron su consecuencia, dignos de ser llamados revoluciones, la única nueva propuesta de cambio estructural que se conoce es el marxismo. A tal punto esto es así que todos los movimientos políticos verdaderamente revolucionarios que se hicieron del poder y comenzaron el arduo camino de la construcción de otra estructura económico-social o se identificaron con el marxismo desde un inicio, o terminaron identificándose a poco andar, como el caso de Cuba, y no le quepa a Bielsa ninguna duda de que si la Revolución Zapatista hubiera triunfado y hubiera proseguido su camino se habría identificado con el marxismo y no con el ideario social-cristiano corporativista del peronismo histórico. La reforma agraria no proviene del ideario peronista. Desde luego que revolución se le dice a cualquier cosa desde el pustch de Onganía, autodenominado revolución argentina, hasta la revolución informática o la revolución en la moda, pero éste no es el caso.
Dejando de lado el arrebato macartista (seguramente involuntario) que sufre Bielsa al echar mano del remanido argumento de criticar al marxismo a través de las degeneraciones stalinistas y maoístas (argumento dilecto de la reacción más recalcitrante y de los servicios de inteligencia nacionales e internacionales) a tal punto llegó la autocrítica de los rusos que fueron ellos mismos (tal vez en un exceso) los que derrumbaron todo el sistema ante el asombro no sólo de los marxistas sino de todo el mundo, incluyendo a los peronistas de izquierda. En cuanto a la supuesta autocrítica que se habrían hecho los dirigentes montoneros, especular sobre si se equivocaron con la contraofensiva del ‘79 o si estuvo mal asesinar a Rucci, o irse de la plaza, eso no es autocrítica. Autocrítica es reconocer que se pusieron a jugar a los soldados y contribuyeron con ello a hipotecar el futuro del proceso democrático en la Argentina, democracia que no se había logrado, como ellos erráticamente suponen, con el asesinato de Aramburu y otros golpes de efecto, sino con las movilizaciones y luchas obreras y populares de la década del ‘60 y principios de los ‘70. Y cuando digo juego, no lo digo alegremente profanando el respeto a los muertos, torturados y desaparecidos, a los que por otra parte jamás me referí ni me referiría como “burgueses post mortem” como me endilga Bielsa. Lo digo faltándole el respeto a una táctica infantilista que obvió las condiciones reales imperantes en el momento, sobre todo porque el sentido real del concepto “movimiento de masas” le era evidentemente ajeno (como gran parte de los principios fundamentales de una verdadera teoría revolucionaria) y devino en un lamentable juego suicida, más allá de la convicción y el valor revolucionario de los que se comprometieron en ella.
Bielsa vuelve a dar por supuesto como lo hizo Feinmann en la nota anterior que la condición de masa, de pueblo, ya implica de por sí contenido revolucionario.
Nadie niega que las masas eran (y son) el sujeto histórico de la transformación social, y nadie niega que en los ‘70 las masas, en particular las obreras, estaban compuestas en su inmensa mayoría por peronistas. Eso era justamente parte del problema. El peronismo no era una “teoría revolucionaria” más allá de los grandes cambios sociales y culturales que nadie le niega haber generado en este país. El peronismo nunca fue revolucionario ni intentó (todo lo contrario) que las masas peronistas viraran hacia la revolución. Cuando digo que el único deseo de las masas de obreros y empleados (peronistas y no peronistas) era ser beneficiadas por “los servicios sociales” o aumentos de sueldos, en primer lugar no me estoy mofando de nadie porque considero totalmente dignos y justos los reclamos populares por mejoras del tipo que sean. Lo que estoy diciendo es que hay un largo camino en la disposición a movilizarse y luchar por esos reclamos y el encuentro definitivo de las masas con la teoría revolucionaria. Esa distancia es la que no supieron apreciar en toda su dimensión no sólo los grupos armados sino también la juventud de izquierda que resolvió hacerse peronista y militar en la JP, la JTP y otras agrupaciones tratando desde dentro del peronismo de hegemonizar el movimiento y conducirlo hacia la revolución socialista. Esto pretendía voluntaristamente sintetizarse en la consigna “Perón, Evita, la patria socialista” sobre la que dicho sea de paso, la izquierda no camuflada ironizaba diciendo que Evita debía leerse en realidad como el presente perfecto del verbo evitar.
Estas consideraciones no son hechas desde el odio de clase sino desde la intención de que la clase obrera avanzara ideológicamente a algo bastante más avanzado social y políticamente que las reivindicaciones economicistas del peronismo. Para entender lo que es odio de clase hay que saber lo que es clase social y para ello hay que leer a Marx.
Es cierto que las FAR se aliaron a montoneros buscando al proletariado, pero el hecho es que por esa vía nunca lo encontraron.
Para finalizar, dos aclaraciones: una, creo que todos los que escribimos estas líneas en estos espacios de debate lo hacemos sintiendo el dolor y el respeto por todos los mártires que cayeron o sufrieron luchando por un mundo mejor, hayan sido de la filiación partidaria que hayan sido y todos sabemos que el mayor número era de la izquierda peronista. Pero es justamente ese respeto el que nos debe llevar a continuar con una discusión que quedó trunca. Ellos no murieron para que hagamos borrón y cuenta nueva ni para que el respeto por ellos se invoque como censura del debate político.
La segunda: todos escribimos con el diario del lunes en la mano. Esa es la ventaja que nos da el paso del tiempo pero es una ventaja que tenemos todos por igual y hay que aprovecharla. Le quisiera aclarar a Rafael, de todos modos, que varias agrupaciones políticas les hicieron a los montoneros y a otras agrupaciones armadas y a la izquierda peronista estas críticas desde los años ‘60 y particularmente desde 1973 en que les señalaron hasta el cansancio la importancia de proteger el proceso democrático a pesar de sus contradicciones, cuando no teníamos en la mano ni el diario del lunes ni el del 24 de marzo de 1976.
Analizar no es condenar. Partamos de una base igualitaria: todos los que creímos que éramos parte de un proceso que iba a desembocar, años más, años menos (nunca pensamos en más de 20 años) en un mundo mejor, más justo, más solidario y menos violento, hayamos escogido el camino que hayamos escogido para lograrlo, nos equivocamos, al menos en el tiempo en que suponíamos que esto iba a ser así. Frente a este tremendo error histórico caben dos actitudes: o que el peso del error nos lleve a no hablar más seriamente de aquellos tiempos, o que parándonos sobre nuestros errores (y eso significa estar dispuesto a discutirlo todo) volvamos al debate de entonces y lo desarrollemos hasta el presente para reconstruir una nueva teoría del cambio social que esta vez sí se junte con la gente (valga el aggiornamiento de los términos).
Sólo así habrá otra historia.

* Abogado.

 

PRINCIPAL