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FLOREAL FERRARA, ESPECIALISTA EN MEDICINA SOCIAL Y EX MINISTRO DE SALUD BONAERENSE
Las obras sociales y la salud como bien público

Ferrara es crítico de la corrupción en sectores gremiales, pero asegura que es necesario defender las obras sociales y que deben ser gobernadas por los trabajadores. Frente al imperio de las prepagas propone la creación de un Sistema Nacional de Salud integrado por las obras sociales y la salud pública.

Por Luis Bruschtein

Floreal Ferrara escribió varios libros sobre medicina social, fue amigo de Ramón Carrillo y ministro de Salud de Oscar Bidegain y Antonio Cafiero en la provincia de Buenos Aires y en la actualidad, con 76 años, integra el Polo Social con el padre Luis Farinello. “La relación paciente-médico es absolutamente asimétrica donde, por lo general, una clase ejerce el poder sobre otra”, asegura desde sus muchos años de experiencia. Y además advierte que “no podemos seguir entregando las obras sociales a las trasnacionales; el pueblo tiene que gobernar su propia salud”. La idea de medicina social es antitética con el neoliberalismo y el libre mercado. Ferrara plantea la integración de un Sistema Nacional de Salud conformado por las obras sociales y la salud pública.
–¿Cómo surgió en usted la inquietud por la medicina social, que de alguna manera polemiza con la medicina como negocio?
–Inicié mi carrera como médico clínico y un año después me especialicé como cardiólogo, y tuve la suerte de tener como profesor a Pedro Cossio, el médico que va a atender a Perón hasta el final de su vida, un profesor fenomenal, un cardiólogo de primer nivel. Después tuve la oportunidad de encontrarme varias veces con Ramón Carrillo, hablando de los temas de salud. Atendí durante bastante tiempo a un amigo suyo y él venía o a veces me llamaba. Era ministro, pero llegaba solo, manejando su auto. Me contaba las diferencias que tenía con Eva, me decía que Eva estaba totalmente convencida de que los hospitales debían ser del pueblo y por lo tanto debía gobernarlos el pueblo. Y Carrillo se enojaba, decía que no estaba de acuerdo, que los hospitales eran responsabilidad del Estado y que debía gobernarlos el Estado. Se acaloraba y me apuraba “¿usted qué piensa?” y le decía que como Eva. “¿No ve? Son todos revolucionarios”, me decía. Todo esto me apasionaba por la formación que había tenido en mi hogar, soy hijo de sindicalista.
–¿Entonces su padre no estaba relacionado con el mundo de la medicina?
–Fue fundador del primer sindicato de Luz y Fuerza que tuvo el país, allá en 1923, en mi pueblo, Punta Alta, cuando se construyó la cooperativa eléctrica. Me contaba mi viejo que cuando apenas había llegado de Yugoslavia, se puso a crear un sindicato, como muchos inmigrantes, estoy hablando de 1911, 1912. Y como no había tantos trabajadores fundó un sindicato que se llamó de oficios varios porque los juntaba a todos.
–Su apellido no parece yugoslavo...
–El es hijo de italianos, pero nació en Yugoslavia, así que yo soy nieto de italianos, pero hijo de yugoslavos y de madre española. De allí me viene una pasión socialista, una pasión por lo social. Y la medicina fue mi vida. Me metí en esas cosas a partir de 1955, 1956. Entré como jefe de trabajos prácticos de Medicina Social y allí seguí mi carrera profesional hasta que las Tres A me echaron de la universidad en 1975. Pero éste es otro episodio. A partir de mi militancia en las villas, poniendo consultorios y trabajando con la gente, con todo el pueblo, yo tengo una gran relación con los jóvenes en la universidad, a partir del ‘55 en adelante, una relación que se hace muy estrecha en la época dura de la dictadura de Lanusse, tengo mucha relación con ellos, los atiendo en situaciones muy conflictivas...
–¿Usted atendía en las villas por razones geográficas o por una actitud ideológica...?
–Un poco las dos cosas. Eran las villas de La Plata, había una que estaba muy cerca de un pueblito que se llamaba La Granja; yo viví toda mi vida en una quinta en una zona rural, muy pobre, muy humilde, de la que fui médico muchos años, desde fin del ‘49, que me casé, hasta el ‘76 que me fui por razones de higiene pública y militar. Me vine a vivir a Buenos Aires, que fue lo que me salvó. Ya en el ‘75 Lastiri, López Rega y Llambíme echan de la facultad, y estaba de ministro... pero qué suerte, ya me olvidé del apellido. En el ‘73 fui ministro de Oscar Bidegain, un tipo formidable, al cual el país le debe un homenaje sincero. El día que lo enterraron fuimos sólo 30 tipos. Por suerte hubo un pibe ahí que gritó: ‘¡Don Oscar, hasta la victoria final!”. Imagínese, en Azul, 30 tipos en un cementerio, en el momento en que lo íbamos a poner en el nicho, aparece un pibe que grita desde atrás, y yo me estremecí y grité también: “¡Hasta la victoria final!” y éramos nada más que nosotros dos. Después nos abrazamos. En el ‘73 Bidegain, que asumía como gobernador de la provincia de Buenos Aires, me hace ministro y yo celebro ese episodio, lo vivo como una distinción de un revolucionario como era Bidegain.
–Eran momentos de mucha agitación política y además muy cambiantes, ¿cuál era el proyecto principal en su área?
–Nuestra prioridad era el afianzamiento del hospital público. Duré muy poco, lo que duró el gobierno de Cámpora, unos 120, 140 días, caímos en seguida. Esto fue suficiente para que después tuviera largas dificultades durante toda mi vida. Y bueno, después yo sigo en la facultad, llego a ser profesor titular y en ese momento llega la Renovación. Me metí con toda la fuerza en la Renovación en el ‘85 y allí soy ministro con Cafiero.
–¿Usted tuvo muchos problemas con los militares?
–Me persiguieron mucho después del ‘76. Me obligaron a salir de la ciudad, me destruyeron la casa. Mi primera mujer murió después de un episodio de apriete, adonde fue la policía a buscarnos. Ella hizo una crisis cardíaca cinco o seis días después y se murió. De manera que los dolores están instalados también, no quizás con tanta intensidad como los desaparecidos, pero están. Bueno, ya con el retorno a la democracia viene el episodio del ministerio. Yo creo que en ese momento impulsábamos el último episodio revolucionario en el campo de la salud. El primero de ellos fue sin ninguna duda con Carrillo con aquello que se dio en llamar la revolución de la capacidad instalada. Desde 1947 hasta el ‘54 en que se va, en que lo echan, en todo ese período duplica la capacidad instalada de 65 mil camas, a 130 mil. Esa es la revolución de Carrillo con muchas otras cosas dentro de eso, por supuesto. En el ‘85 nosotros nos dimos cuenta de que había que producir una modificación. Eramos un grupo muy intenso que trabajó teórica y prácticamente. Me siento orgulloso de esa revolución que fue decir: “el país no debe construir más hospitales, los tiene que mantener, acondicionar, cuidar, pero ahora la revolución es la de la atención médica ambulatoria. Este fue el camino de los Atamdos (Atención Ambulatoria y Domiciliaria de la Salud).
–¿La idea era llevar la atención médica a los barrios?
–Primero la revolución fue entender que había que cambiar la atención de hospitalaria a ambulatoria y domiciliaria. Lo segundo fue darnos cuenta de que no era problema sólo de un médico, sino de un equipo. Y ese equipo estaba constituido por un médico, una trabajadora social, una enfermera y una psicóloga, junto con un odontólogo cada dos grupos y un administrativo. Ese grupo era responsable de mil familias, que asignábamos de acuerdo con la accesibilidad geográfica. Eso produjo una revolución fenomenal, porque además les dimos el gobierno de ese instrumento a las familias que tenían bajo su cuidado. Se reunían, hacían asambleas, nombraban el concejo de administración. Les dábamos el dinero a ellos. Cuando me fui hicieron una investigación muy profunda porque nadie asumía la responsabilidad de lo que significa aguantar el pueblo, cuando el pueblo gobierna es irreverente, es fuerte, es prepotente, es pueblo, es poder. Investigaron profundamente si había algún desfalco y no faltó un peso, nada.
–¿En ese contexto cuál era el papel de los hospitales; los grupos tenían relación con éstos?
–Sí, pero estaba muy tensionada porque los hospitales sentían que se quedaban sin pacientes. Porque el hospital no tiene por qué estar repleto de gente. Tiene otra misión más intensa, que es la internación, laespecialización, lo que hace a la actividad secundaria y terciaria. La atención primaria de la salud es en los lugares periféricos. Muchos de mis amigos que eran directores de hospital me decían: “¿Floreal qué querés, hacer, querés dejarme sin hospital? No tengo nadie, no viene nadie a la sala de maternidad e infancia”. Yo les preguntaba cuándo iba la gente. Me decían que cuando estaban por tener familia. Eso era el éxito. Logramos colocar 150 Atamdos. No eran mucho, 150 mil personas. Lo fuimos distribuyendo en Patagones, Coronel Rosales, en Salto... Teníamos que conseguir locales, el Atamdos más simpático que recuerdo funcionaba en una capilla, en Merlo. Nos fuimos instalando donde podíamos. Lo más importante fue la participación popular. El plan era llegar a mil Atamdos. Los médicos, psicólogos, enfermeras, trabajadores sociales y demás ganaban el mismo sueldo y muy parecido al que yo tenía como ministro. Así designamos a unas 600 personas. Era caro desde el punto de vista del recurso humano, pero no por la cantidad de gente que atendió. Comenzamos en algunos lugares con 150 consultas diarias, desde que empezaba a las diez de la mañana, hasta que terminaba a las diez de la noche.
–¿Y el tema de los medicamentos...?
–El tema de los medicamentos fue implementado en dos etapas. La primera fue la elaboración de un vademécum, un formulario terapéutico para los hospitales bonaerenses. Y la segunda fue habilitar a los hospitales que tenían farmacias para producir medicamentos a partir de la compra de las drogas básicas por el Estado. Pudimos hacerlo nada más que en dos o tres hospitales y después nos caímos. Pero nos dimos cuenta de que estábamos produciendo medicamentos de altísima calidad a muy bajos precios. Los laboratorios empezaron a pegar duro. El otro tema importante allí es que, cuando planteamos la transformación del modelo prestacional, denunciamos la enorme significación que tenían las cesáreas. Era un hecho muy específico, pero que mostraba cómo se iba deformando la función médica. Teníamos en el hospital público un porcentaje del 11, 12 por ciento de cesáreas. En los sanatorios a los que les pagábamos con las obras sociales y el IOMA, tenían el 40, 50 por ciento de partos con cesáreas y algunos, el 60 por ciento. Me produjo un escozor tremendo con el mundo médico.
–La práctica de la medicina es una zona en la que terminan confluyendo fuertes intereses y la vuelven muy conflictiva...
–Claro, la práctica de la medicina toca dos o tres elementos que son clave. Primero: por lo general el dinero sale de las obras sociales, o sea que se obliga a los trabajadores a pagar más. Pero además, el que realiza esta sustracción pertenece a otra clase social. No es cierto que la relación paciente-médico sea simétrica, es absolutamente asimétrica, donde una clase ejerce poder sobre otra. Esto se ve en las relaciones cotidianas. Se ve nítidamente en cómo lo tratan, en cómo le exigen, en cómo le cobran. Estas deformaciones fueron las que nos llevaron a pensar muy seriamente que hay que producir un cambio en el terreno de las obras sociales que no es precisamente el cambio, digamos neoliberal y frustrante que están produciendo el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
–¿Y en qué sentido habría que transformar a las obras sociales?
–El camino hacia una salud diferente en la Argentina para la mitad de este siglo, para dentro de 30 años va a tener que pasar por un Servicio Nacional de Salud, en el que deberán tener representación los trabajadores porque son parte del mecanismo. En el interín hay que tratar de que las obras sociales sean auténticamente de los trabajadores, que no sean del Estado ni de los organismos internacionales. Los trabajadores deben gobernar las obras sociales, para lo cual se requiere una militancia sindical de clase, profundamente de clase, que sea capaz de corregir las corrupciones que hemos padecido. Nadie es ajeno a la perversidad de algunas dirigencias sindicales, pero son los propios trabajadores los que tienen que sacar a esas dirigencias. Tendría que llegarse así a la conformación de un Sistema Nacional de Salud integrado por las obras sociales y la salud pública. El sector privado que se maneje como leguste, pero la seguridad social más el hospital público tienen que estar juntos. Hay que volver a pensar en un hospital público bien financiado, gratuito, igualitario, eficiente y de alta calidad, donde el gobierno de ese hospital esté transferido a la comunidad y donde seguramente tendrán que intervenir las conducciones sindicales porque parte de las contribuciones que sostienen al hospital proviene de los trabajadores.
–Pero la mayoría de las obras sociales están prácticamente quebradas...
–Porque está quebrado el sistema de retribución de la fuerza del trabajo. Si tiene la mitad de los trabajadores que tenía antes, la mitad de los sueldos y la mitad de esa mitad porque va en negro, más las evasiones que todavía se producen... Hubo una solicitada hace poco de Raymundo Ongaro, donde denuncia la crisis dramática por la que atraviesa la obra social de los gráficos porque hay una evasión de entre el 40 y el 50 por ciento por parte del empleador. Hay más de dos millones de desocupados que antes eran contribuyentes a ese sistema y ya no lo son. En un país que se desarrolla con equidad las obras sociales pueden funcionar perfectamente. Hay que ser franco, porque cuando uno habla de la corrupción en las obras sociales siempre habla de dos sujetos. Y frecuentemente, del otro lado del mostrador estuvieron los profesionales, que aquí aparecen como si no tuvieran nada que ver.
–¿Para realizar este cambio tan amplio debería haber también un cambio profundo en la mentalidad de la gente?
–Son cambios que se van a ir produciendo paulatinamente. Yo estoy en este momento en una fuerza de cambio, con toda decisión, junto a Luis Farinello, en la creación del Polo Social, trabajando con un grupo importantísimo de médicos, sanitaristas, psicólogos y demás, en la construcción de un proyecto que tenga que ver con los trabajadores. El Polo tiene una importante inserción en el mundo sindical tendiente a producir en la Argentina un cambio que no será inmediato, porque con las elecciones no se logra el cambio, pero es un camino.
–Pero todas las ideas que no están relacionadas con una ganancia directa han sido muy desprestigiadas y ha habido una campaña muy dura contra las obras sociales...
–Totalmente, porque el Banco Mundial vino a imponer el modelo de libertad de mercado y el paladín de ese modelo fue el menemismo. Esta situación no tiene nada que ver con Menem ni con De la Rúa, sino con el poder imperial, que hoy no es Estados Unidos, sino el capitalismo que también ejerce influencia sobre Estados Unidos. Los ejecutores han sido el Banco Mundial, el Fondo Monetario, la Organización Mundial del Comercio. En 1991 ingresan a la Argentina como una de las funciones del Banco Mundial y nos dicen lo que hay que hacer en el campo de la salud, la economía, la educación. En 1993 producen un documento en el campo de la salud que es patético: “Si usted no tiene plata y tiene niños con muchas dificultades, déjelos morir. Si tiene muchos sidóticos y no tiene plata, déjelos morir”. Está dicho en la página 119 de “Invertir en Salud”, así como lo cuento, con este patetismo. Todo era el mercado. Tres años después, 1996-97, empiezan a darse cuenta de que por ese camino llegaron a tener el 40 por ciento de desocupados en el mundo y más del 30 por ciento de hambrientos y tuvieron que corregir. Producen un documento en 1997 que se llama “El Estado en la época de transición” donde hacen alguna concesión al Estado. Nuestros decretos 440 y 1110 de ahora dan libertad de afiliación a los hombres y mujeres de las obras sociales para que se cambien a las prepagas. Una gran porción de esas prepagas son propiedad de las grandes sociedades y empresas financieras, mucha de las cuales están siendo brutalmente condenadas por el propio Senado de los Estados Unidos como lavadoras de dinero. Entre ellos están el Citibank, el Chase Manhattan, el Bank of New York, el Hong-Kong Bank.
–¿A todo esto la ética médica no tiene nada que decir? No ya desde un lugar político, sino desde la ética.
–Los médicos en términos generales constituyen una congregación muy desinformada, tienen gran información médica, es decir ejercen lo que Kant llamaría “el oficio en sí mismo”, es decir la profesión en sí, la cual no tiene que ver con la sociedad. Sólo un puñado de médicos se ocupa de la influencia del campo de la salud en la sociedad. El resto sabe magistralmente todo lo que se puede saber sobre la última enfermedad. El médico no tiene una visión global sino parcializada, de cuya parcialidad, frecuentemente hace maravillas; lo digo yo como paciente más que como médico, pero no les hable de ninguna de estas cosas, porque para ellos no tienen sentido. Y esto es la consecuencia de un sistema que no solamente tiene a la televisión de cómplice, sino también a las universidades.
–Usted señaló recién que la educación de los médicos cumple una función importante en esta situación...
–Los médicos este tema no lo ven. Pero aunque estuviera en los planes de estudio, si no se corrige en la sociedad, serviría de poco. Le voy a contar una anécdota. Cuando me estoy por ir de la universidad, en noviembre del ‘75, amenazado por la Triple A y expulsado, en la última clase tenía una multitud frente a mí. Cuando terminé, dije: “Aquí estoy disponible a las críticas que ustedes crean convenientes”. Casi todos fueron elogios. Hasta que un pibe por allá arriba me dice: “Usted ha sido un gran profesor mío, pero me voy con un enorme déficit porque no me ha enseñado a manejar el nomenclador nacional”, que es el listado de las enfermedades por el cual los médicos saben cómo facturar. O sea que para él el negocio estaba por encima de lo que le había enseñado. Lo miré fijo, se me nubló la vista, tuve la sensación de que me desmayaba, de bronca, de fastidio, entonces le dije: “Por qué no te vas a la puta madre que te parió”, y me di vuelta y la clase entera se levantó, se puso en pie y me aplaudió. Me lo llevé, como diría Perón, como la música más maravillosa que han escuchado mis oídos.

¿POR QUE FLOREAL FERRARA?

Por L. B.

El que no paga, se muere

El neoliberalismo reinstaló una discusión sobre la naturaleza de la salud. Se trata, al igual que con la información, de dilucidar si son simples mercancías, si constituyen un bien público o si son una mezcla de ambas cosas. El hiperachicamiento permanente del Estado así como la crisis de las obras sociales y su inminente desaparición parecen concluir que la salud es una mercancía a la que sólo tendrán acceso aquellos que estén en condiciones de comprarla.
Floreal Ferrara escribió en colaboración Medicina de la comunidad, en 1965-67, un libro que se convirtió en texto de estudio en las facultades argentinas y latinoamericanas. Después escribió Teoría social y salud, tres tomos de Teoría política y salud, Teoría de la corrupción y salud y está en imprenta Teoría crítica y salud. Son textos opuestos a “Invertir en salud” y “El Estado en la época de la transición”, los dos textos donde el Banco Mundial diseña las nuevas políticas de salud. Conoció a Ramón Carrillo, el ministro de Salud del peronismo que consolidó el hospital público. En 1973 fue ministro de Salud en la provincia de Buenos Aires, convocado por el gobernador Oscar Bidegain, vinculado a Montoneros. Y en 1985, ya como militante de la Renovación Peronista, fue ministro de Salud del gobernador Antonio Cafiero. En ambos casos debió abandonar el cargo por la fuerte reacción de algunos laboratorios, de muchos de sus colegas que veían afectados sus privilegios corporativos y por la reacción conservadora.

 

 

 

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