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“TANGO, VALS, TANGO”, UNA GRAN PUESTA DE ANA MARIA STEKELMAN
Los fueyes también saben bailar

El Teatro Alvear, renovado, está presentando un espectáculo que impresiona: intelecto, pasión y paciencia en tres cuadros que generan una entusiasta adhesión del público.

Por Silvina Szperling

Es comprensible que el día de su estreno en el Festival de Avignon en 1999, el espíritu de los presentes en el Patio de Honor del Palacio de los Papas se haya visto movilizado por esta catarata de movimiento, energía y hondura que es Tango, Vals, Tango. Sin dudas la obra summa de Ana María Stekelman lograría conmover hasta al bronce, merced a su acertada combinación de intelecto, pasión y paciencia. Paciencia que se denota en el detallismo acabado de su precisión, en el amoroso tratamiento de sus texturas y colores, en la comunicación de los miembros de un elenco conformado por diez bailarines y diez bandoneones. Intelecto ejercido en las varias operaciones numéricas de esta tríada que comienza haciendo pie en el tango y una infinidad de registros aliados a él (que incluyen variadas formas de violencia), abre a un folklore más amable como es el del vals (criollo y de los otros) y culmina recalando en el tango y sus fueyes, que le prestan su aire a la danza para que el tango siga siendo pasión innombrable, sentimiento que se baila.
Con el concurso de Edgardo Rudnitzky y su arte para combinar a Vivaldi con Contursi, a Strauss con Mores, a Piazzolla con Piazzolla, Stekelman plantea un viaje ritual por el imaginario porteño. Bocinazos y portazos en dos por cuatro prestan marco a dos parejas de tango, voces aguardentosas dan soporte a una relación de sumisión de la mujer al macho, tiros y ametralladoras cortan el aire generando ora parálisis, ora explosión de movimiento. Lejos de clichés expresionistas que codifican los sentimientos, los bailarines de Stekelman le ponen garra a un estilo de movimiento tan apolíneo que da miedo. Cómo un brazo estirado, una pierna bien colocada, una espalda plantada en su lugar, o la noción de unísono a un nivel poco frecuente, pueden provocar en el espectador sensaciones tan intensas. La piel se eriza.
En el segundo movimiento, Vals, la coreógrafa dispara imágenes más amables. El vestuario de Jorge Ferrari abandona momentáneamente el color negro para ingresar en los tonos pasteles que evocan lo campero, lo cortesano, el encuentro. Figuras grupales como la cadena o la fila construyen momentos de cierta epifanía. El punto más alto de este segmento es la alternancia de un cantor en castellano y una cantante francesa para un valsecito que va relatando visiones encontradas de la relación de pareja. Otro momento destacable es el trabajo de marionetas que ejerce un hombre sobre una mujer.
Con una coordinación cartesiana se prepara la transición hacia el nuevo Tango. Sillas y hombres de negro van y vienen por la escena, al son de “acordes” de aire por los parlantes. Cuando termina la pieza, diez oscuros personajes están sentados frente al público, conformando una nueva platea sobre el escenario. A partir de allí, los bandoneones sonarán, en solos, dúos o grupos, sumando una nueva dimensión a la que elcuerpo de baile no es indiferente. Tampoco el público. El clima de juego y la temperatura suben proporcionalmente, mientras las parejas se entregan a las figuras tangueras (incluyendo dúos de hombres o mujeres). Aquí los bailarines también gozan de momentos solistas abstractos, en una especie de repentismo estudiado, a ver a quién le toca salir al ruedo. Difícil destacar intérpretes en un elenco tan parejo, pero, sin dudas, la pareja de Nora Robles y Pedro Calveyra se erige con su simbiosis explosiva, así como las performances de Martín Rodríguez, Marcelo Carte, Darío Farías, Cristina Cortés y María Marta Colussi.
Así las cosas, un público que llena de distintos idiomas la platea del remozado Alvear (en una reforma que le conviene mucho a la danza) se ha encontrado, tal vez sorpresivamente, con un tipo de turismo cultural que, sin renegar de las propias raíces, toma de la academia todo lo que le sirva para expresar y, al mismo tiempo, entretener. No es poca cosa.

PUNTOS

 


 

“LA DELFINA, UNA PASION”, DE DANIEL MARCOVE
Dos mujeres en conflicto permanente

Por Hilda Cabrera

Cuando aparece la Delfina que protagoniza Virginia Lago, el jadeo inunda la pequeña sala. No queda espacio para otra cosa sino esas exhalaciones cortantes y reiteradas, atender a los saltos y caídas de la actriz, a su revoleo de piernas y ropa, y al movimiento de brazos y manos que parecen destinadas a agitar banderas y ponchos y a arrojar no se sabe qué. Huyendo de una batalla en la que su amante, el caudillo entrerriano Pancho Ramírez, cayó baleado por la milicia aliada al santafecino Estanislao López, esta Delfina desesperada busca refugio. Golpea los muros de una casa y pide piedad. Lo que no sabe es que allí vive Norberta Calvento, la novia abandonada por Ramírez. Esta secuencia tipo “sin aliento” agota no sólo a la actriz. La escena se percibe como un exceso. También otras que por su torpeza melodramática restan tensión y fantasía.
No puede decirse sin embargo que la puesta de Marcove ni las actuaciones carezcan de imaginación y entrega. Lago se esfuerza: agiliza su cuerpo, habla con acento portugués y canta con ajustada voz los poemas que introdujo la autora (Terra, de Olga Savary, y Retrato, de Cecilia Meirelles, poetas brasileñas). Imprime a su Delfina fuertes mutaciones físicas y anímicas. Su heroína salvaje se torna misteriosa cuando, entre gestos de “iluminada”, habla de brebajes y fases de la Luna. Sorprende, incluso, cuando una especie de placidez interior inunda su rostro.
En el polo opuesto, Ana María Casó cumple su rol de Norberta con sobriedad. El abandono de Ramírez la dejó detenida en el tiempo, desarraigada de un entorno que no puede controlar. En su universo, Delfina es la disonancia: su adversaria, pero también la que se atreve a desafiar tabúes. Gabriel Rovito es el impetuoso Marcos, hermano de Norberta, y la destacable Stella Matute, la criada que relata y compone subdiálogos. Su trabajo en esta puesta va más allá del texto destinado por la autora Susana Poujol, distinguida con el zPremio Municipal 1998 por Delfina...
Existen autores que han escrito de modo sorprendente sobre el mundo femenino, como García Lorca, Tennessee Williams y Henrik Ibsen, diferentes pero con un punto en común: poner en primer plano el ansia femenina de libertad. Asunto que está presente en esta estampa de un pasado histórico (la acción se ubica en Entre Ríos, entre 1821 y 1839). Quizá por eso predomine el blanco, símbolo de pudor y ensoñaciones. Aquí es el traje de novia nunca estrenado de Norberta, el lienzo que rodea al bebé y la mortaja que se aprieta al cuerpo. Color que se impone a la manera de juego con el tiempo y con el discurso onírico que circula en el texto.

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