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el Kiosco de Página/12

Mirar un mapa
Por Rodrigo Fresán

UNO De todas las costumbres del hombre, una de las más fascinantes es la de mirar un mapa. ¿Qué miramos cuando miramos un mapa? Para empezar, una abstracción a escala de algo real y que –a no ser que seamos millonarios dispuestos a pagarles millones de dólares a los rusos– difícilmente veremos durante nuestras vidas y que no tenemos certeza alguna de que contemplaremos después de muertos, porque siempre está la posibilidad de que nos toque el Infierno, o que el Paraíso tenga vista al Purgatorio.

DOS En la escuela, creo, nos obligan a calcar mapas de la realidad una y otra vez para que así, piensan, no nos extraviemos en los mapas de nuestra imaginación. Miramos muchos mapas durante nuestra infancia –buscando dónde queda exactamente la Malasia de Sandokán o la Patagonia de Verne– pero, con los años, vamos perdiendo la costumbre de abrir y de entrar en los Atlas y de preguntarnos por qué le habrán puesto ese color a ese país, ¿uh? Ahora son los mapas los que nos patean la puerta y vienen a abrirnos los ojos a nosotros, tan ocupados en mirarnos el ombligo. Esos mapas que aparecen en blanco y negro en páginas de diarios y que nos informan sobre “escaladas de violencia”, o sobre “tragedias ecológicas” o sobre “condiciones climáticas”. Flechitas, iconos, cifras, infografías. Mapas de lugares donde hay muertes, porque ya no quedan mapas misteriosos que te ofezcan la vital posibilidad aventurera de descubrir algo desconocido. Mapas trazados a partir de la implacable pupila de los satélites espías que nos calcan al detalle. Mapas que saben mucho más de lo que sabemos nosotros por más que –como los modernos mapas del genoma– describan esa tierra no del todo firme y esos océanos íntimos en los que nadamos hasta ahogarnos o, con suerte, ir a esa isla desierta con capacidad limitada para una palmera, un mensaje, una botella, un náufrago.

TRES Retratos de personas mirando mapas: Julio César, Napoleón, Adolf Hitler, Darth Vader... Hay algo de conquistador en todo aquel que mira un mapa y hay algo de conquistador también en la primera vez que miramos el mapa de la Isla del Tesoro (trazado por Stevenson a partir del contorno de un estanque en una plaza frente a su casa en Edimburgo) o de la Tierra Media (porque Tolkien necesitaba todo un mundo donde poner el idioma que venía inventando desde los ocho años). Hubo un tiempo –basta con hojear esos libros nuevos que recolectan papeles antiguos– en que todos los mapas estaban imbuidos de las posibilidades de la literatura porque, sí, todo se encontraba peligrosamente cerca y felizmente al lado de las mejores ficciones. Mapas de tierras planas, de cielos desbordantes de dioses, de mares habitados por monstruos. Se trazaban mapas como se narraban leyendas. Era fácil perderse con sólo salir a dar una vuelta y la gente rara vez salía de los pueblos en los que había nacido a no ser que partiera en busca de fortuna o de desgracias, siempre, con un mapa para perderse y encontrarse doblado en ese bolsillo que siempre limita con el corazón.

CUATRO Stevenson y Tolkien y tantos otros –en épocas en que todos los mapas comenzaban a ser ya verdaderos, confiables, útiles–, optaron por el refugio de mapas propios, de lugares que no existían pero que, todavía hoy, a mí me siguen pareciendo más legítimos y dignos de ser que esos absurdos kilómetros de arena que se disputan los israelíes y palestinos o esas montañas de roca muerta que arden aquí y allá cada vez que a alguien se le ocurre que es hora de salir a probar los bombarderos. Con el progreso hemos ganado mucho mejores mapas pero cada vez los respetamosmenos. Pensamos que ahí están, que ya no cambian más. Y entonces los damos por hechos, dejamos de mirarlos y no nos damos cuenta de que hay una sola e imperial América velando por la suerte buena o mala de sus colonias; que Europa no deja de asustarse de sí misma; que Africa es una tierra desolada; que para algunos paranoicos China vuelve a ser un Peligro Amarillo (por más que en mi mapa aparezca de color verde); que la Tierra se mueve, se rasca y que nosotros somos las pulgas o, ugh, los mocos en ese pañuelo que alguien dijo –con soberbia de cartógrafo ciego– es apenas un pañuelo.
Mirar un mapa desde afuera es mirarlo todo y, al mismo tiempo, mirarse a uno ahí adentro. Y uno siempre es diferente, único, cambiante.
Hay mapas para todo menos, por suerte, para mirarse mirando un mapa.

 

REP

 

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