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LA PELICULA CHINA GANO EL PREMIO DEL FESTIVAL
“Platform” fue la mejor

La obra de Jia Zhang-ke fue la esperada ganadora del Festival de Cine Independiente. El turco Nuri Bilge Cyelan fue votado como mejor director, la japonesa Yuko Nakamura como mejor actriz y los tres uruguayos de �25 watts� como mejores actores.

La extraordinaria obra de Jia Zhang-ke fue la merecida ganadora del premio a la mejor película.

Por Luciano Monteagudo

En un fallo que puede considerarse indiscutible, la producción china Platform –tal como anticipó ayer Página/12– obtuvo el premio a la mejor película de la tercera edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. El jurado presidido por el crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum e integrado por la ensayista argentina Beatriz Sarlo, el realizador francés Emmanuel Finkiel, la actriz italiana Steffania Rocca, el cineasta coreano Chang-Dong Lee y el director del Festival de Rotterdam, Simon Field, pareció actuar en sincronía con la mayoría de la crítica acreditada al festival, que unánimemente señaló los méritos no sólo del extraordinario film de Jia Zhang-ke –que da cuenta de los impresionantes cambios sociales producidos en China en los últimos veinte años– sino también de los demás films premiados.
El jurado eligió al realizador turco Nuri Bilge Cyelan como mejor director por su film Nubes de mayo, una rigurosa reflexión sobre el cine mismo, que se estrenará comercialmente en Buenos Aires el próximo jueves. Por su parte, el premio a la mejor actriz fue para la japonesa Yuko Nakamura, por Hotaru, un trabajo de una hondura y un nivel de riesgo muy especiales. En este sentido, el jurado prefirió optar por el camino más estricto, en detrimento del one-woman-show de la protagonista de Stand By, la francesa Dominique Blanc, quizá la candidata más obvia para ese premio. En el mismo sentido, el jurado desechó los manierismos de Eric Bana, el monopólico protagonista de Chopper, para otorgarle el premio al mejor actor a los tres intérpretes de 25 watts, la película uruguaya de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, como una forma de señalar también la presencia de este film, proveniente de un país casi sin producción cinematográfica.
En reemplazo del premio al mejor guión, entregado en las dos ediciones anteriores del festival, el jurado de este año decidió crear un Premio Especial, que fue a parar, justicieramente, a The Mad Songs of Fernanda Hussein, del estadounidense John Gianvito, “una película que abre las puertas a poderosas posibilidades de hacer cine”, según el considerando. Este premio tiene además el valor de llamar la atención sobre un film ferozmente independiente en su primera salida internacional fuera de los Estados Unidos, en lo que puede considerarse un auténtico descubrimiento del Festival de Buenos Aires. Finalmente, otro acierto del jurado fue el de haber evitado la tentación de caer en la demagogia de premiar un film argentino por el sólo hecho de ser local.
Por fuera del jurado oficial, la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci) decidió premiar al film uruguayo 25 watts y otorgar una mención especial al argentino La fe del volcán, de Ana Poliak, por “la manera de explorar el trauma de la historia contemporánea en un contexto poético y profundamente personal”.
Un premio de particular importancia fue el instituido este año por el Festival de Buenos Aires en colaboración con Italia Cinema, la agencia para la promoción del cine italiano en el exterior. Gracias a este acuerdo un largometraje y un corto argentinos se presentarán en la próxima edición de la Mostra de Venecia –una de las tres más importantes del calendario cinematográfico internacional, junto con Cannes y Berlín– y en esta oportunidad fueron elegidos El descanso, el film escrito y dirigido a seis manos por Rodrigo Moreno, Andrés Tambornino y Ulises Rosell, y el corto Violeta, de Nicolás Alvarez.

 


 

�Yo solamente soy un entretenedor de feria�

Por Horacio Bernades

“Creo que estamos hundidos en una gran pila de mierda, que cae y cae desde el cosmos”, dice el húngaro Béla Tarr, que en sus películas despliega hasta el último detalle los trazos de esa incómoda sospecha. “Pero el arte no sería tal si no aspirara a elevar la realidad a cierto nivel de poesía. Eso no es algo sencillo, porque un cineasta trabaja con lo real, y requiere un esfuerzo enorme transmutar la realidad en el artificio que podemos llamar poesía”, dice Tarr a Página/12 en el Hoyts Abasto. El encuentro comienza más tarde de lo previsto, pues previamente Tarr debió satisfacer los requerimientos del público, arremolinado y ansioso a su alrededor, tras la proyección de uno de sus films. “Me siento muy comprendido, es como si estuviera en casa”, confiesa, feliz, este raro cineasta que hace películas oscuras pero exhibe una luminosa sonrisa.
Desconocido en Argentina hasta hace unos días, a Béla Tarr, nacido en la ciudad de Pécs en 1955, le bastó con dos films y unas pocas proyecciones para convertirse en el personaje más admirado del Festival, donde se programaron su descomunal Sátántangó, de más de siete horas, y la más “normal” Werckmeister Harmonies, que dura sólo dos y media. Considerado un maestro del cine contemporáneo, Tarr, cuya gentileza y humor desmienten su fama de intratable, parece haber sumado al público porteño a su séquito de incondicionales. Se descuenta que hoy, cuando Sátántangó se proyecte por última vez (a las 14.45, en la sala 12 del Hoyts), la sala volverá a cargarse de una electricidad que ya recorrió proyecciones anteriores.
“No me considero un pesimista, sino alguien que ve las cosas tal como son”, señala este hombre delgado, de barba con canas y pelo atado con colita. Resistente a todo exceso interpretativo, Tarr sostiene que, en el momento de filmar, no le preocupa ninguna cuestión metafísica ni filosófica, sino apenas los detalles más concretos: dónde debe pararse un actor, cómo debe moverse la cámara, qué debe aparecer en cuadro y cuándo. “En mi adolescencia quise estudiar filosofía. Pero a los 16 años dirigí mi primera película, y a partir de ese momento me dediqué a esto. Ahora soy un cineasta, y el cine es, como ya dijeron en su momento los hermanos Lumière, sólo un espectáculo de feria. Eso es lo que soy: un entretenedor de feria.” Frente a unas películas que están entre las más densas del cine contemporáneo, eso es lo último que pensaría un espectador.
Los dos films que presenta el Bafici están basados en sendas novelas de su colaborador y amigo Laszlo Krasznahorkai, con quien trabaja desde los ‘80. “En Sátántangó intenté ser absolutamente fiel a la novela, que me fascinó desde que la leí, antes incluso de su publicación. Quise filmarla en 1985, pero todavía eran tiempos de régimen socialista en mi país, y no fue posible hacerlo. Entonces le pedí a Krasznahorkai que escribiera un guión a partir de una idea que tenía sobre una muchacha ultrajada. Eso se convirtió en Damnation, que filmé en 1987 y fue nuestra primera colaboración. Tras la caída del régimen socialista pudimos ponernos a trabajar en Sátántangó. Empezamos en 1991 y terminamos tres años después. En 1996 nos abocamos a Werckmeister Harmonies, basada también en una novela de Laszlo, pero esa sí, me permití cambiarla a mi antojo. Werckmeister... se estrenó a fines del año pasado.”
Filmadas en un blanco y negro ominoso aunque lleno de matices (“de ninguna manera las hubiera filmado en color”), tanto Sátántangó como Werckmeister... narran sendos apocalipsis. Considerada uno de los films clave de la década del 90, Sátántangó (traducible, con reservas, como “tango satánico”) está ordenada, como la novela original, en doce capítulos. “Es como el tango a la europea, que se baila dando seis pasos adelante y seis para atrás.” Ese movimiento de flujo y reflujo hace que la historia, narrada desde el punto de vista de un amplio coro de personajes, vaya y venga, retomando episodios y volviendo a arrancar desde allí. A los 435 minutos de proyección, se descubre que la figura que la preside es la de un gigantesco círculo, que se cierra en el mismo punto en que se había abierto siete horas y pico antes. “No es una alegoría”, se defiende Béla Tarr. “Es un relato concreto, sobre hechos concretos, en un lugar concreto de la llanura húngara, protagonizado por gente concreta.”
Sin embargo, tanto Sátántangó como Werckmeister... están cargadas de alusiones, que en ambos casos admiten una lectura política y metafísica. Iniciada dos años después de la caída del Muro, la primera narra la disolución de una comunidad campesina, que ve sus campos anegados y se lanza detrás de una utopía que se revelará como engaño: la constitución de una granja colectiva. Envuelto en una red de conspiraciones internas, el pueblo parece aguardar la llegada de algo o de alguien, que en algún caso tiene forma de amenaza y en otro, de salvación.
Werckmeister... comienza con la llegada de un circo a una aldea. Como principal atracción hay una ballena embalsamada y también un fenómeno de feria que se hace llamar El Príncipe, habla en idioma eslavo y predica el caos. Que sobrevendrá en la forma de una revuelta irracional, canalizada contra los pacientes de un hospital. Filmado en un plano secuencia de diez minutos, el ataque al hospital trasluce una maestría definitiva. Mientras los pobladores destruyen todo, un grupo de restauradores del orden intenta aplastarlos. Sólo el gigantesco ojo ciego de la ballena parecería encerrar una última esperanza, mientras la muerte y la locura se extienden por el lugar. “Bueno, sí, puede ser que la visión de mis films sea pesimista”, reconoce Tarr con cierta incomodidad. “Pero el hecho de hacer películas es una forma de tener esperanza, y eso es lo que intento comunicar. Creo que mostrar cómo son las cosas es lo único que puede ayudar a cambiarlas. Igual, ya no pretendo cambiar nada.”

 

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