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ROBERT COX, DIRECTOR DEL �BUENOS AIRES HERALD� DURANTE LOS AÑOS DE PLOMO
�Las notas del �Herald� salvaron vidas humanas�

 

Cuando nadie se atrevía a publicar información sobre secuestros y derechos humanos, Robert Cox lo hizo en el diario que dirigía. Fue el único, y por eso el director fue detenido, humillado y amenazado hasta que en 1979 abandonó el país. Fue testigo en el juicio a los ex comandantes. �Traté de saber realmente lo que pasaba y, cuando lo supe, me horrorizó� explicó, recordando los primeros meses de la dictadura militar. Estuvo de visita en Argentina para presentar el libro �Salvados del Infierno�, que escribió su esposa Maud sobre esa época.

Por Luis Bruschtein

–¿Cómo fue su llegada a este país?
–Llegué a la Argentina en 1959 contratado por el Buenos Aires Herald, me casé con Maud en el ‘61 y me quedé aquí trabajando. El Herald era increíble. No publicaba noticias sobre Argentina a pesar de que se escribía y publicaba aquí. Sólo había una columna, “La voz de la Argentina”, que era una selección de editoriales de otros diarios. El editor no quería problemas, se hablaba de la familia real británica y cosas así. Yo llegué a los 26 años, nos habían contratado con un amigo, Barry James, como redactores. Se trataba de un diario muy chiquito y teníamos que hacer un poco de todo. A la segunda semana, un domingo faltó el editor y tuve que sacar el diario. Era magnífico, porque de repente estaba haciendo sociales, deportes, diagramación. Pero aquí pasaban cosas interesantes. Así que decidimos dar información local. Investigamos el caso Penjerek y descubrimos que era todo inventado por un periodista de La Razón. Hablé con el juez, que estaba loco por la presión de la prensa, y nos lo reconoció. Escribimos eso. Para los chinos es una maldición tener una vida interesante. Yo tuve una vida interesante. Cubrimos los 32 golpes militares contra Frondizi y todo lo que pasó en el país, hasta que llegó el Proceso y las cosas se pudieron muy duras.
–En ese momento ya era director del diario...
–Llegué a director en 1968. Casi inmediatamente el diario cambió de dueño. Pensé que perdía mi trabajo, pero quisieron que me quedara. Eran los dueños de un diario en Charleston, Carolina del Sur, donde vivo. No querían el Herald para hacer plata, invertían las ganancias, que no eran muchas, para mejorar el diario. Siempre tuvimos lectores muy leales y creo que cuando cambiamos, aumentó la circulación, tenía una tirada de más o menos veinte mil ejemplares. Yo llegué con Barry James, que ahora está en el Herald Tribune en París, y antes fue director de United Press. El Herald formó periodistas que están en todas partes del mundo y han tenido mucho éxito.
–¿Cuál es su actividad actual como periodista?
–Estoy trabajando en el Daily News and Courier, de Charleston, soy subdirector, hago editoriales internacionales, fui a cubrir la guerra en El Salvador y en Nicaragua. Es el diario más viejo del sur. Los dueños tienen una cadena de televisión y otros diarios. El Herald es el único que tienen en el extranjero.
–¿Cuando llegó la dictadura usted pensó que iban a cerrar el diario?
–No necesariamente, pero era un riesgo y antes también, durante el gobierno de Isabel. En esa época entraron al diario con ametralladoras y pistolas. Habíamos hecho un edificio nuevo cerca de la Aduana. El primer piso estaba abierto, en construcción. Cuando llegaron, todo el mundo siguió trabajando. Teníamos un crítico de música que se llamaba Fred Murray que había escapado de la Alemania nazi. Siguió escribiendo con los tipos armados dando vueltas. Lo increparon: “¡Qué hace usted!” y con su acento alemán les contestó: “Escribo de música”. No podían controlar absolutamente nada. El que comandaba el operativo, vestido como detective de Scotland Yard, estaba sorprendido: “Nos dijeron que acá había un nido de terroristas”, decía. Buscaban a nuestro redactor Andrew Graham Yooll y les dije que no había ningún problema, que lo iba a llamar. “No haga eso -me dijo–, lo pondrá sobre aviso”. Llamé a Andrew y vino con su esposa. Yo insistí en acompañarlo, nos metieron en esos famosos Falcon verdes sin patentes y nos llevaron a Coordinación Federal, que después se llamó Superintendencia de Seguridad Federal. Yo estaba esperando mientras interrogaban a Andrew y escuché los gritos que venían de abajo, que obviamente eran de gente bajo tortura, con la radio a todo volumen. Era 1975, con López Rega. Fueron muchos episodios de ese tipo.
–¿Ustedes cambiaron el estilo de trabajo a partir de eso? –No. Lo más gracioso fue un famoso columnista de humor que firmaba con sus iniciales, B.T. Escribió una columna al día siguiente diciendo “¿Por qué la próxima vez no mandan los tanques?”. Tuvimos que hacer eso durante el Proceso, usar un tipo de humor, quizás macabro, pero humor al fin.
–¿El día del golpe también tuvieron visitas como ésa?
–No, porque yo creo que antes del golpe, el diario era bien visto por los militares. En la primera página publicábamos las víctimas de la violencia de cada día. Escribimos no sé cuántos artículos sobre la Triple A, los famosos Falcon sin patentes. Una vez publicamos un chiste que decía “Pasé por la Casa de Gobierno y solamente vi seis Falcon verde sin patentes, están progresando porque anteayer había diez”. El día del golpe nos llamaron para decirnos que estaba prohibido publicar sobre asaltos, acciones guerrilleras o cuerpos hallados en la calle. Descubrimos que la violencia seguía igual y peor. Y la gente empezó a llegar al diario para denunciar cosas. Teníamos también nuestras fuentes y las agencias extranjeras. Cuando fue la matanza de los sacerdotes palotinos, en el exterior se publicó correctamente que había sido un grupo de la extrema derecha, pero acá todos los diarios decían que había sido el terrorismo, los Montoneros. Cuando la gente llegaba a la redacción para hacer una denuncia, yo les pedía que presentaran un hábeas corpus. Los militares prohibían que se publicaran noticias sobre secuestros o cadáveres, sin confirmación oficial. Nosotros tomábamos los hábeas corpus como la confirmación.
–¿Usted, como director, estaba siempre en la redacción?
–Trabajaba también para el Washington Post, el New York Times y la BBC de Londres. O sea que además era cronista. Mucha gente llegaba al diario, hasta quince personas por día. Un día llegó un anuncio fúnebre, pedido por una pareja de ancianos ingleses. Eran amigos de los padres de Andrew. Ellos le dijeron que no sabían qué poner porque no entendían qué había pasado. Fuimos a verlos a General Pacheco. Nos contaron que su yerno era jefe de laboratorio en Squibb, en Zárate, un hombre de 35, 36 años. Estudiaba en la universidad por la noche, su casa siempre estaba llena de estudiantes y los militares pensaron que estaba en Montoneros. Llegaron a la noche, preguntaron algunas cosas y el yerno se fue con ellos. Un día después unas monjas lo encontraron medio muerto no muy lejos de Zárate y lo llevaron a una clínica donde murió a raíz de las torturas. Al funeral, en Zárate, fueron muchas personas. Pasó un automóvil desde donde arrojaron volantes que decían que los Montoneros lo habían matado por traidor.
–¿El Herald publicó lo que había pasado?
–Los familiares no quisieron que lo publicáramos porque tenían miedo por otra hija. Hice dos notas para el Post poco después del golpe. En una decía que no era verdad que había libertad de expresión en la Argentina porque los diarios habían llegado a un acuerdo con los militares para no publicar determinada información. Algunos medios hablaban de una revolución “aterciopelada” y yo decía que no era así. La otra nota fue sobre el caso de Zárate, sin usar nombres. Walter Klein colaboraba en el Herald desde el tiempo de Illia. Me llamó para decirme cómo había escrito esas notas en el Washington Post con mi nombre, que era peligroso. Hubo muchas cosas como ésas, pero decidimos seguir esa línea de trabajo dentro de nuestras posibilidades.
–¿Ustedes tenían reuniones en la redacción para discutir estas cuestiones?
–Sí, pero desafortunadamente Andrew tuvo que salir del país. Yo ni pensaba que su vida ni la mía estuvieran en peligro. Maud se dio cuenta tres meses después del golpe, con la masacre de los palotinos. Fui a la iglesia, vi el desastre que habían hecho. El Día de la Independencia de Estados Unidos fui a la embajada norteamericana y estaba Videla, me acerqué y le dije que tenía que parar eso, pensando que era un hombre religioso. Me sonrió nada más. Después fuimos a la misa por los palotinos. Maud se quedó fuera y un policía de uniforme se acercó a ella, que lepreguntó qué había pasado. “Y, señora, fueron ellos”, le dijo el policía. “Estábamos acá y nos hicieron ir y cuando pasa eso, es porque vienen ellos”. La gente lloraba en la iglesia y pensaban que habían sido los Montoneros. Era muy difícil escribir la nota. Un lector enojadísimo escribió diciendo que dábamos la impresión de que habían sido las fuerzas de seguridad, que “son las que cuidan de nosotros”. Poco después que se fue Andrew, supimos por contactos, que habían sindicado a su esposa como guerrillera, lo cual no tenía sentido, era una ridiculez. Me reunía a veces con Timerman. Un día me di cuenta de que estaba preocupado, a su estilo me dijo: “¿Bob, donde te parece que van a tirar mi cuerpo?”. Teníamos amenazas y seguimientos. La SIDE nos mandaba cartas con membretes de Montoneros, diciendo algo así como “los Montoneros queremos agradecerle su gran lucha por los derechos humanos y nos acordaremos de usted cuando triunfemos”. Hubo tantas, tantas amenazas que al final uno se acostumbraba. Cuando se llevaron a Timerman hicimos una gran campaña en su favor. Estuvo desaparecido bastantes días, pero por la fuerte campaña que hubo afuera y en la que nosotros participamos aquí, fue legalizado.
–Faltaba poco para que se lo llevaran a usted...
–Cuando vinieron, yo preparaba un número sobre el cumpleaños de la reina de Holanda. Los hice esperar mientras terminaba, llamé a Maud, para avisarle. Me asomé por la ventana y vi un Falcon y un Peugeot con techo corredizo, con el chofer que parecía un bandido mexicano con bandoleras cruzadas. Entraron a Coordinación Federal por un subsuelo y apenas llegué vi una gran cruz svástica en la pared. Me pusieron en una celda, sin ropa, una especie de tubo. Fue una experiencia muy fuerte. Yo no sabía, pero cuando me detuvieron hubo una fuerte presión internacional. Yo tenía mis contactos. Tex Harris, que era un tipo fantástico, un diplomático de los Estados Unidos que había sido enviado por Jimmy Carter y Patricia Derian, se movió muchísimo.
–¿Cuál fue el detonante de su detención, o fue la suma de lo que venían publicando en el Herald?
–Creo que fue por la suma de todo, ellos estaban buscando el momento. La excusa fue que publicamos una conferencia de prensa de Firmenich en Roma. Me procesaron por una ley que prohibía mencionar a las organizaciones ilegales. Al mismo tiempo Videla no estaba en el país. No se puede decir que había un sector moderado, pero sí había muchas pugnas entre Massera, Videla, Menéndez y entre los que me llevaron había marinos. Estuve en celdas distintas y pasé el tiempo leyendo las inscripciones en las paredes. Todavía me conmueve recordarlas, fue muy impresionante.
—¿Qué decían?
–Con excepción de una que era del ERP, las demás eran religiosas: “Dios mío sácame de aquí...” y así.
–¿Lo interrogaron sobre lo que lo acusaban?
–Me hacían preguntas ridículas, querían saber cuál era la línea del diario y yo les decía que era “liberal”, pero liberal europeo, de centro. Después me llevaron al Sheraton, que era donde estaban los presos vips. Allí estuve poco. Fue muy útil, como entrar a la bestia, también escuchaba gritos de la gente que torturaban. Estuve tres días. Me sacaron bajo proceso, mi suegro tuvo que poner sus bonos Nueve de Julio como fianza y salí. Pero la presión seguía.
–¿Pudo volver al diario?
–Sí y escribí sobre la detención. Lo único que no puse fue lo de la svástica. Pero estaba furioso, pedí una entrevista con el capitán Carpintero que era el secretario de prensa. Le dije que el presidente Videla tenía que ir con un tarro de pintura para borrar él mismo la svástica.
–¿La presión por parte de los militares continuó?
–Yo siempre pensaba que con los Montoneros íbamos a sufrir mucho, pero después pensé que con los militares era peor. Nos habían avisado que tuviéramos cuidado cuando íbamos a nuestra quinta. En efecto tuvimos unaccidente en el camino, nos habían aflojado una rueda. Suerte que íbamos despacio porque la ruta estaba atestada. La rueda se salió sola, la vimos pasar por la ventanilla. Y yo tomaba todas las precauciones que podía. Otra vez le hicieron un simulacro de secuestro a Maud. Se le cruzaron dos autos con hombres dando gritos y armados al salir de la casa. Maud se les acercó y les habló como si nada y siguió caminando. Pasó una pareja junto a ella y la mujer le preguntó al hombre: “¿Che, decime, a quién querían chupar ahora?”.
–¿Y cuándo decidió salir del país?
–Un día me avisaron que habían puesto una bomba a Walter Klein. Fuimos a la casa de Klein; la familia había sobrevivido. Nos quedamos unas horas en el hospital. Después hablé por teléfono a casa y mi hijo David me advirtió que no fuera porque me habían ido a buscar. Fui a la residencia del embajador británico y decidí aceptar una invitación para ir a Washington a hablar sobre la violencia en el Woodrow Wilson Center. Pasé esa noche en la residencia y al día siguiente me llevaron, custodiado por diplomáticos, al aeropuerto. Mi mujer y los chicos salieron de la casa gracias a un amigo que los sacó acostados en el asiento de atrás del coche y se quedaron tres días en la casa de una amiga. En Nueva York el embajador Aja Espil me dijo que volviera porque “necesitamos personas como usted porque estamos luchando por la democracia”. Cuando volví, mi esposa ya estaba muy asustada. Un día llegó una carta para mi hijo de once años. Peter la abrió y era una carta donde se hacían pasar por Montoneros. Tenía información muy íntima, familiar, aunque sólo mencionaba a nuestros amigos judíos de la embajada. Fui otra vez con Harguindeguy y me dijo que sus hijos tenían centenares de ellas.
–¿Usted sabía que los militares eran responsables de las cartas y las amenazas y a pesar de todo los iba a ver?
–Yo tenía que hacer un poco de teatro con los militares, lo que me importaba era tratar de salvar a la gente. Iba con listas de personas y les decía que no ponía nada en el diario si esas personas aparecían. Tuvimos mucha suerte porque algunas de esas personas se salvaron. Como una mujer española que había sido secuestrada con su esposo y sus hijos cuando estaba la misión de la OEA. Publicamos el secuestro y legalizaron a la mujer y a los niños, aunque el marido no apareció. También aparecieron otros chicos, como los Grisona.
–¿A usted no le preocupaba la posibilidad de que lo mataran?
–Yo estaba ciego a pesar del contacto de todos los días con mucha gente. Muchos de nosotros, incluyendo a Marshall Meyer y Emilio Mignone, pensábamos que los desaparecidos estaban vivos. Había rumores: que estaban cerca de Paraguay, en la Patagonia, en Campo de Mayo y tratábamos de que salieran con vida. Fui a Washington otra vez porque me ofrecieron una especie de beca en el Woodrow Wilson. Allí me invitaron a un programa de televisión con Jacobo Timerman y después nos habló por teléfono un pastor de la iglesia bautista, que era un agente del batallón 601 al que habían mandado para mejorar la imagen de los militares. Me dijo que sabía qué estaba haciendo el batallón 601 y que la idea conmigo era secuestrarme, matarme, matar algunos presos montoneros y arreglar el escenario como si me estuvieran secuestrando y que todos habíamos muerto cuando las fuerzas de seguridad habían tratado de impedirlo. Trataba de volver pero era imposible. Máximo Gainza Paz nos contó que Suárez Mason brindó porque me habían podido echar. Una hora después de que nos fuimos, llamaron a mi suegro para decirle que nunca nos volvería a ver.
–¿Usted tiene una formación religiosa?
–No más que otros.
–Se lo preguntaba para entender qué convicción lo sostenía, qué lo determinó a sobrellevar todo y arriesgarse tanto.
–Tuve miedo al principio, pero después me di cuenta de que finalmente me iban a matar. Y cuando llegué a esa conclusión estuve más tranquilo. Cuando me llevaron preso, por supuesto tuve miedo, pero estaba de algunamanera más dispuesto. Tuve mucha experiencia. Todos sabían que podían venir a hablar en cualquier momento conmigo y discutir sobre lo que se podía hacer. Descubrí, por ejemplo, que si podía encontrar alguna relación con un país extranjero, eso podía funcionar a favor de las víctimas. Pero uno no puede poner en riesgo la vida de una persona sin su consentimiento y muchas veces, los familiares no estaban convencidos de que se publicara la suerte de sus hijos porque tenían esperanzas de que estuvieran con vida y temían que de esa manera los ponían más en peligro. Yo siempre les decía que la experiencia demostraba lo contrario.
–¿Usted se sentía comprometido con esas personas que lo iban a ver?
–Lo que yo trataba de hacer era salvar vidas. Fui a funerales, traté de saber realmente lo que pasaba y, cuando lo supe, me horrorizó.

¿Por que robert Cox?

Por L.B.

Uno que estuvo el primer día

Su esposa Maud dice que Robert Cox tiene dos cualidades: “Que no le interesa la gran vida”, o sea la fama y el bronce; y que tiene una gran curiosidad periodística. Cuando se enteró que había familiares de desaparecidos en Plaza de Mayo, se puso ropa sport y se fue a la Plaza y fue uno de los pocos periodistas que vio el nacimiento de las Madres de Plaza de Mayo. Otra vez, apenas se había instalado la dictadura, le dijeron que el crematorio de la Chacarita funcionaba inusualmente durante toda la noche. Esa noche se instaló frente al cementerio para confirmar una información espantosa que apuntaba al destino de muchos prisioneros.
Cox podría ser el personaje de una novela de Graham Greene, es un hombre sencillo, discreto, sin gestos ampulosos, que no promete más de lo que puede. Pero cuando muchos próceres inflamados de valentía se hicieron los burros durante la dictadura, Cox fue uno de los pocos a quienes se podía recurrir aunque no se pensara como él. De hecho, cuando los demás medios silenciaban la realidad, las notas publicadas en el Herald, mientras fue su director, salvaron vidas y permitieron la recuperación de niños que habían desaparecido.
Es cierto que Cox era un blanco difícil para la dictadura por su nacionalidad británica y sus relaciones periodísticas y diplomáticas, lo cual no le evitó ser detenido y humillado, así como las amenazas a él y a su familia en forma permanente. Pero también es cierto que aprovechó esa circunstancia para cumplir su misión profesional, que en un momento pasó a ser más humanitaria que periodística.
Cuando se le pregunta por qué se arriesgó tanto no tiene una respuesta contundente. Más bien pone cara de que era lo más natural, lo que correspondía, que no veía otra opción, o de “no me hagan hacer discursos”. En el fondo, esa idea de que su actitud era lo más natural porque era periodista, encierra una concepción ética que suele escasear en la profesión, pero que la puede hacer tan noble.

 

 

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