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Mayo como refugio
Por José Pablo Feinmann

Para algunos, mayo es un refugio al que siempre se puede volver. La Argentina tiene muchos motivos para transitar, hoy, los extremos más hondos del desencanto. El desierto ha crecido, entró en la ciudad y en las almas. El regreso de Perón, Ezeiza, el asesinato de Rucci, la Triple A, Videla y la agobiante, desoladora experiencia de dieciséis años de democracia inféril. Para colmo, el vértigo sucesivo del menemismo del final, el delarruismo del principio y el cavallismo de hoy (verificable en apenas un año y medio) estragó los espíritus y volver de ese punto será difícil. ¿Por qué la Argentina es esto hoy? La sensación es haber protagonizado un error gigantesco. Uno no sabe si se saldrá o no de aquí. Pero éste (que es verdaderamente nuestro riesgo país) no es el tema de estas líneas. El tema es mayo. Mayo –para muchos, todavía– es poner la “utopía” en el pasado. Ahí, dicen, hubo una revolución. Ahí, dicen, hubo un ala izquierda. Ahí, también dicen, tuvimos un jacobinismo revolucionario y hasta un alucinado teórico que proponía confiscar fortunas. De este modo, mayo es lo que fue, lo que debió seguir siendo y lo que debería volver a ser. Habría que recuperar el “espíritu de mayo” para luchar por un país independiente o, al menos, por un país que no sucumba tan alevosamente a la otra revolución, la globalizadora.
Como nunca adherí a este relato, tampoco me queda ese refugio. Mariátegui decía insistentemente que las revoluciones de América latina habían sido sólo políticas. Quería decir que ninguna se propuso tocar la real base económica sino que sólo se proponían romper con España. Es tan evidente, tan claro: sólo la necesidad de armar un relato-refugio impide ver los límites de los revolucionarios de mayo. No eran revolucionarios, eran modernizadores. Con mayo empieza la modernidad argentina, que retrocederá con Rosas y se afianzará luego a sangre y fuego con Mitre, Sarmiento y Roca. Los jóvenes, ardientes y obsedidos jacobinos que fueron Moreno y Castelli estaban dispuestos a todo con tal de romper con España... y entrar en la órbita de Inglaterra y Francia. Este giro geopolítico fue la Revolución de Mayo. Vale utilizar para entendernos el concepto de globalización, tan hegemónico hoy. La “globalización” de España había perimido, no expresaba el progreso. (La modernidad implica siempre una filosofía del progreso. Modernizarse es progresar. Hay un tren de la Historia y hay que subirse a él. No hacerlo es quedarse fuera de la Historia.) Inglaterra, por el contrario, era el nuevo imperio, la nueva hegemonía. Con los capitales ingleses y los libros de la Francia se amasaría la grandeza del país. Lo triste de mayo es que frente a esto, frente a la modernización pro-francesa y pro-británica de los jacobinos de Buenos Aires, no había nada interesante. Estaba Liniers, que era bonapartista y godo, estaban las provincias, que peleaban por artesanías que habrían de ser fatalmente arrasadas por la “burguesía conquistadora”, y luego los caudillos, que no tenían un esquema de superación.
En el pasado –siguiendo a un querido y silenciado historiador, Salvador Ferla, y al gran Alberdi del tomo V de los Escritos Póstumos– incurrí en la vehemencia de buscar la urdimbre entre mayo y lo popular; pero esa urdimbre lo arrojaba a uno en brazos de Saavedra (que nunca entendió nada de nada, sólo un milico más) y de los orilleros porteños, que eran muchos, pero nada más que eso. Y ser muchos no alcanza para hacer una revolución popular. Es necesario, además, saber qué se quiere hacer. Una revolución siempre implica una ideología de sustitución y los únicos que la tenían eran los jacobinos de mayo, que eran intelectuales y precisamente por eso la tenían. Pero esa sustitución sólo era el pasaje de una hegemonía a otra: de la española a la inglesa. Para hacerlo tenían que enfrentar a las provincias, a las mayorías y hasta a los caudillos regionales. Coherentemente, desdeñaron al pueblo. En ese pasado que menciono (hablo de mi ensayo de juventud, llamado por algunos “ensayo setentista”, Filosofía y nación) había logrado una fórmula que aún me interesa: Moreno tenía el plan, pero no tenía el pueblo; Saavedra tenía el pueblo, pero no tenía el plan.
Me apena no poder sino pensar estas cosas sobre mayo, porque sería más llevadero creer que en el pasado hubo un gran despertar y que esta Argentina de hoy es el extravío del gran sueño de una generación revolucionaria, joven, apasionada y genial. Pero no. Hay una línea entre los modernizadores de mayo, los de Caseros y los de hoy. Tienen el plan y dicen que es el único plan. Y el pueblo –siempre– estuvo fuera de él. Hoy es peor. La inclusividad de los modernizadores es más escasa que nunca. Así, el pueblo no sólo está fuera del plan sino fuera de la sociedad, en los márgenes, condenado al estallido o la delincuencia.

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