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UN TESTIGO CUENTA COMO UNA MUJER BOLIVIANA FUE ARROJADA DEL TREN
Relato de un viaje a la xenofobia

En un escrache a TMR, apareció
el testigo que presenció los insultos racistas en un tren que terminaron con una empujón, y una mujer y su bebé muertos. Dijo que la empresa intentó sobornarlo. TMR lo niega y dice que la mujer no viajaba en el tren.

Rodeado de bolivianos, Julio César Giménez contó por primera vez en público su versión.

Por Cristian Alarcón

“¡Fascistas asesinos! ¡Fascistas asesinos!”, gritaba ayer un centenar de ciudadanos bolivianos, en un escrache a Trenes Metropolitanos, sobre una de las esquinas de la estación Constitución. Acusaban a la empresa TMR de ocultar el crimen de Marcelina Meneses y su bebé. En la protesta estaba el único testigo de la causa, el hombre que asegura que la mujer fue empujada del tren en movimiento por un obrero después de que varios pasajeros la agredieron con insultos xenófobos. “La empresa envió a dos personas a ofrecerme dinero para que cambiara mi declaración. Usaron el mismo argumento que otro usó ese día en el tren: que los bolivianos les sacan el trabajo a los argentinos”, contó Julio César Giménez, empleado de una cooperativa, contactado por la familia de Marcelina a través de los carteles que pegaron en las estaciones del ramal Roca, para pedir que quienes habían visto lo que pasó el 10 de enero declararan ante la Justicia. Consultada por Página/12, la empresa TMR desmintió a Giménez: negó el presunto soborno y aseguró que Meneses murió al ser rozada por el tren cuando caminaba con su hijo junto a las vías del Roca, entre las estaciones de Avellaneda y Gerli.
Lo cierto es que si Froilán Torres y su hermana Reyna, el marido y la cuñada de Marcelina, no hubieran hecho esos volantes con su foto, en los que pedían a los testigos que hablaran, nunca hubiera habido un escrache, y quizás nunca la noticia de un posible asesinato xenófobo hubiera sido conocida. Pero los hermanos Torres, a partir de la desconfianza que impone su propia condición de migrantes en este país, buscaron obsesivamente y por su cuenta a alguno de los pasajeros que la mañana del 10 de enero estaban en el vagón al que la mujer subió con su hijo Josua, de diez meses. Tenían un turno con un médico del hospital Finochietto de Avellaneda. “Alguno tenía que haber visto –dice Froilán–. Y aunque los de la empresa sacaban los carteles y me dijeron que no tenía permiso, los pegamos igual en los árboles”.
Julio Giménez, un hombre campechano, de 42 años, trabajador de una cooperativa de empleados legislativos, y a cargo de una asociación civil que coordina un comedor para chicos pobres y una biblioteca en Ezpeleta, dice que ya había decidido declarar. “Lo hablé mucho con mi señora, que es hija de bolivianos, y cuando vi el teléfono que dejaron los llamé”. Lo que Giménez contó cambió el curso de las cosas.
Según su relato, Marcelina subió alrededor de las 9.05 en la estación de Espeleta. Ella quedó parada, con el bebé en la espalda, y cargada de bolsos, a metros de la puerta que da al espacio que hay entre vagones. Cuando se acercaban a la estación Avellaneda, antes de la curva que pasa frente al estadio de Independiente, ella se acomodó para enfilar a la salida y en ese movimiento rozó, con los bolsos, el hombro de un pasajero de unos 65 años, de saco marrón, que le gritó: “¡Boliviana de mierda! ¡No mirás cuando caminás!”. La mujer calló. Giménez intervino: “Che, tengan más cuidado, es una señora con un bebé”. Y terció un segundo pasajero: “Qué defendés vos, si estos bolivianos son los que nos vienen a quitar trabajo. Igual que los paraguayos y los peruanos”. Giménez siguió discutiendo. “Pará la mano hermano, que eso es lo que venden los políticos. Somos todos latinoamericanos”, opinó. Y le gritaron: “¿Vos qué sos? ¿Antipatria?”.
Siempre según Giménez, desde el fondo apareció un guardia. Se había formado la fila para bajar. El uniformado avanzó hasta que escuchó que la discusión y los insultos xenófobos. “¡Uh! ¡Otra vez estos bolivianos haciendo quilombo! ¡Me tienen podrido. ¡Yo me las tomo!”, dijo. “Fue una cosa de segundos. Se había sumado otra gente. Hubo más insultos y escucho que uno que estaba de ropa de Grafa le dice a un compañero: “¡Uy, Daniel, la puta que te parió, la empujaste!”. El testigo asegura que entonces el tren se detuvo. El regresó caminando cien metros hacia el lugar en el que quedaron el cuerpo de Meneses y de Josua. “La empresa y la policía tomó intervención en el acto. Los que llegaron media hora larga después fueronlos bomberos. Yo le dije a un policía de la Federal que había visto lo que pasó pero él me echó detrás de la valla”, asegura.
Esto último no es un dato aislado. Desde el comienzo, la empresa TMR sostuvo que Meneses fue atropellada cuando caminaba. Y consultado por Página/12, el fiscal Andrés Devoto, que investiga el supuesto homicidio, aseguró que en la causa las actuaciones policiales indican que el cuerpo no fue hallado enseguida, como sostiene Giménez. Pero el testigo asegura que fue justamente la visión de los cuerpos de Marcelina y Josua lo que lo dejó perplejo: “Todavía ese día le dije a un pasajero, mirá hermano, la mano todavía se le mueve”.
Según el testigo, dos días después de la denuncia en la comisaría 1ª de Avellaneda, de la misma seccional lo llamaron para preguntarle cómo llegar a su casa. Al día siguiente lo visitaron dos hombres que se identificaron como de TMR. “A vos te haría falta un autito”, dice que le dijeron. “Veo que tenés un asociación civil, vos sabés que Ferrocarriles hace donaciones...”, fue otra de las sugerencias. “Vos sabés que TMR da trabajo a mucha gente. En cambio los bolivianos le quitan el trabajo a los argentinos, a vos, a tu viejo, a todos”, habría sido el último argumento.

 


 

EL ESCRACHE DE LA COMUNIDAD BOLIVIANA A TMR
“Víctimas del odio racial”

Por C.A.

Las velas se van encendiendo de a poco sobre las manos de las mujeres y los hombres que ocupan, como si fuera un anfiteatro, las escalinatas grises de la estación Constitución. Unas cien personas han logrado ocupar toda la esquina de Brasil y Hornos. Y por sobre los bocinazos de los colectivos prepoteándose entre sí en el regreso de las siete de la tarde, suenan esos gritos llenos de eses remarcadas: “¡Asesinos! ¡Asesinos!”. “¡Recordamos aún las torturas de las que fuimos objeto en Escobar!”, lanza una mujer. “El guardia de ese tren dijo que no se metía porque estaba cansado de los quilombos de los bolivianos. ¡Sí, quilombos les vamos a hacer, quilombo por la exigencia de justicia y por la lucha por nuestros derechos!”, advierte. “Ama sua. Ama llullu. Ama kella”, dispara un chico, traduciendo la trilogía quechua aymara: “No seas mentiroso, no seas flojo, no seas ladrón”.
Las banderas de la comunidad boliviana cruzan el pecho de las mujeres. “¡No somos extranjeros! ¡No somos extranjeros!”, dicen. Guido Torres habla en nombre del Movimiento Boliviano por los Derechos Humanos: “También debemos decir aquí que nosotros además somos trabajadores, que hay explotación y reducción a servidumbre de nuestros compatriotas y que exigimos que nuestras mujeres y nuestros niños puedan salir a la calle sin ser violentados y agredidos”. Otro hombre, de una de las asociaciones de la comunidad, intenta seguir en lo que se ha convertido en un foro. Pero lo interrumpe, sacando una profunda voz de un pequeño cuerpo, una mujer al grito de “¡Hablemos las mujeres que somos las más discriminadas!”. Y enseguida: “¡El Inadi está dibujado!”, en una de las críticas a los organismos oficiales.
“Tampoco olvidemos la discriminación que impulsan los periodistas radiales”, grita un joven. Tienen su propia forma de protestar: parecen organizados para tomar la palabra, para multiplicar voces, pero sale de esa manera por el relevo que se impone en el momento. Y entre la marcha del silencio y el escrache por el reclamo de justicia han elegido el escrache. Algunos escriben leyendas en pequeñas cartulinas. “No a los fascistas xenófobos.” “¡Víctimas de odio racial!” Una de las mujeres lee la adhesión de la Liga Judía por los Derechos Humanos. Un hombre se acerca a Reyna Torres y le entrega una carta del Centro Simon Wiesenthal. Están presentes la diputada Lía Méndez, del Partido Humanista, y adhirieron algunos partidos de izquierda. Un chico de rastas, Jorge, de 18 años, es casi el único argentino que respondió a la convocatoria. Froilán Torres, el marido de Marcelina Meneses, es muy tímido y deja que hable su hermana. Este cronista le pregunta si han recibido amenazas. “Sólo esos llamados por teléfono, cinco seguidos, y cortan. El último, justo hoy, a las dos de la tarde.”

 

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