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Curiosidades
Libros que pican

En el subsuelo de la galería Bond Street, la librería El Rayo Rojo se especializa en algunos rubros para fanáticos. El erotismo más revulsivo, el más provocador, es uno de ellos.

Por Sandra Russo

La Bond Street tiene una larga tradición, como lo confirma el taxista al que le digo “Avenida Santa Fe y... no me acuerdo”. “Cómo no voy a saber dónde queda. Cuando era joven iba a comprar ahí los discos de rock and roll que no se conseguían en ninguna parte. Y ahora, el otro día, llevé a mi hijo a tatuarse, ¿a usted le parece?”. Una vez allí, la flora y fauna de un par de tribus porteñas se pasea por los pasillos oscuros. En el subsuelo de ese reino de tatuadores y diseño tosco, entre locales que venden zapatos con plataformas imposibles y accesorios de piercing para cualquier lugar del cuerpo, está El Rayo Rojo, una librería conocida por ser especialista en tres o cuatro rubros que no son populares pero concitan tanto interés en sus adeptos que son capaces de ir a buscar sus perlas a cualquier parte, incluso aquí. Entre ediciones únicas de ocultismo, “arte bruto” o historieta alternativa, una de las especialidades del El Rayo... es el erotismo, pero no cualquier clase de erotismo sino el más provocador, el más morboso, el más revulsivo.
Eduardo Orenstein es el dueño de la librería, y se le nota que eso no es una casualidad. Desde hace mucho es un consumidor de este tipo de libros, un fragmento del mercado editorial muy poco frecuentado, y hace diez años decidió importarlos y venderlos en este pequeño local que está instalado aquí desde antes de que la Galería se convirtiera en una pasarela de chicos no mayores de veinte años con aspecto de malos. “El erotismo siempre me interesó. Debe haber algo infantil en mi manera de disfrutarlo: me gusta lo que inquieta, lo que provoca, lo flu me aburre. Aquí no hay cosas light, porque a mí lo light no me interesa”, dice. Para empezar, Orenstein se niega a separar erotismo de pornografía. “Nada que tenga que ver con el sexo nos ofende. Nada”, asegura, tajante, acaso teniendo en mente esos ejemplares con fotos a veces escalofriantes al lado de las cuales los desnudos de Helmut Newton parecen un álbum de recuerdos de la Familia Ingalls.
Manuales con instrucciones de ataduras para sadomasoquistas, enciclopedias de prácticas sexuales atípicas, libros para colorear vaginas o libros sobre las diferentes variantes del fetichismo, libros que sólo muestran genitales o que incluyen en sus imágenes gente mayor o gente obesa, libros con fotos de caras masculinas en el exacto momento del orgasmo, manuales de autoerotismo o polémicos manuales de educación sexual para niños que incluyen información sobre homosexualidad o masturbación. Bien: es posible que nada de eso ofenda a nadie, pero se hace necesaria la pregunta sobre el límite: ¿Ante qué detenerse? Orenstein dice que quiere ser claro: “El consentimiento es el límite, pero dejando a salvo lo del consentimiento, cada uno hace de su culo un florero”. El público que consume este tipo de materiales no es, como se puede sospechar desde el principio, el que espontáneamente circula por la Bond Street. “Viene de todo y muchos no vienen”, se queja el dueño. El Rayo... está en la Bond Street desde antes de que los jóvenes dark, punk y grunge la coparan. Fue una idea de Jorge Pistocchi, el primer director de El Expreso Imaginario, la de convertir esa galería en un circuito alternativo. Pero la idea fracasó, y ahora la librería ha quedado rodeada de menores de edad. “Los jóvenes no consumen erotismo. Los jóvenes intelectualizan menos y practican más”, sentencia Orenstein. “El erotismo se empieza a consumir cuando se llega a cierta madurez. Es como la comida. Cuando sos joven comés cuando tenés hambre, y te saciás con dos hamburguesas con papas fritas. El placer de un sabor, de un olor, el secreto de una cocción es algo que se descubre después de determinada edad. Con el erotismo pasa lo mismo. Y además, esto se junta con otro tema: los argentinos, incluso aquellos que pueden descubrirles a estos materiales el valor que tienen, no son consumidores de estos productos: miran los libros, pero no los compran”. Esto lo pudo comprobar Orenstein en la Feria del Libro o en la muestra ErotizArte, en la que montó un megastand en el que en un momento, relata, llegó a haber hojeando sus libros 75 personas. “Pensé que me salvaba, pero no vendimos nada.”
¿Tendrá que ver esto con que el librero satisface, con sus compras por catálogo, más sus gustos personales que la demanda del público? “No”, dice él. “Esto tiene que ver con la caída de la calidad de vida en general, y con hábitos y costumbres que hacen que, por ejemplo, las parejas con chicos pierdan completamente su privacidad dentro de sus casas. Mucha gente se queda con ganas de tener un libro de éstos porque en su casa no tiene un lugar al que sus hijos no accedan. No tienen biblioteca propia: ¿van a guardar sus libros de erotismo en el mismo lugar que la colección del Billiken?”

SECRETER

Desmayos

“Aun las más llorosas, temblorosas, sonrojadas e impecablemente virtuosas heroínas victorianas fueron maliciosas de acuerdo con mi definición. ¿Acaso puedes negar su sagacidad? ¿Puedes negar que su naturalidad era un arte? Ellas rechazaban avances que ansiaban alentar y alentaban avances que parecían rechazar. Ante la más ligera situación embarazosa fingían jaquecas y graciosos desmayos; pretendían sorprenderse ante confesiones cuyos detalles conocían; y no daban nada hasta tener la certeza de recibirlo todo. Su encantadora modestia era parte de la mercadería que ponían en venta, una parte tan valiosa que les ahorraba la necesidad de recurrir a otros ardides. Y ser inocente, no saber nada del mundo, ¿qué podría ser más atractivo?” (Doris Langley Moore,
en La técnica de la seducción. Editorial Vergara.)

 

sobre gustos...

Por Rodrigo Fresán

Buscar y encontrar algo

Pocos placeres más placenteros que encontrar algo. Placer bicéfalo y doble, además. Porque es igualmente placentero encontrar algo que se estaba buscando como encontrar algo de cuya existencia no se sabía, que no figuraba en nuestra lista de deseos. Encontrar algo que se ha buscado largo tiempo produce una suerte de orgasmo más largo todavía. Pasa, por ejemplo –voy a citar un ejemplo personal–, cuando revolviendo en una pila de libros viejos a precio ridículo en una librería de usados descubrimos, incrédulos, esa novela fuera de catálogo que nos faltaba para completar la obra de nuestro autor favorito. La versión inesperada del mismo fenómeno se manifiesta cuando nos compramos un libro de un desconocido, comenzamos a leerlo, comprendemos que ese desconocido es en realidad nuestro amigo íntimo y descubrimos en la solapa que el autor en cuestión ha firmado casi treinta libros más que ahí están, esperándonos, listos para que los busquemos y los encontremos. Todas las buenas ficciones, todos los más ancestrales mitos, están apoyados en la aventura de la búsqueda y en la recompensa –a veces demasiado parecida a un castigo– del encuentro. Buscamos una buena vida sabiendo que tarde o temprano encontraremos la muerte. O la muerte nos encontrará a nosotros. Por eso lo mejor –lo que corresponde– es no dejar de buscar hasta último momento, porque dejar de buscar es empezar a morirse.
La necesidad de buscar, pienso, es uno de los reflejos más nobles que distinguen al ser humano de una bacteria. De acuerdo, en más de una ocasión buscamos soluciones y encontramos problemas. Pero seamos optimistas. Buscar es bueno porque se trata de un verbo que nos obliga –desde su sola conjugación– a no quedarnos quietos, a luchar por una hipótesis, hacerla crecer a teoría y, después, ponerla en práctica. La búsqueda nos obliga, también, a una contemplación más atenta de lo que nos rodea y, en esa contemplación, descubrir que encontramos otras cosas que no se nos había ocurrido buscar pero que ahí estaban después de todo.
“Todo lo que ocurre, ocurre como tiene que ocurrir, y si tú observas con cuidado encontrarás que siempre es así”, aconsejaba Marco Aurelio. Abrir los ojos, entonces, para que no se nos escape la posibilidad de nada ni de nadie.
“Yo no busco, encuentro”, aseguraba Pablo Picasso con la tan discutible como sabia humildad de quien se sabe genial y por encima de cosas tan intrascendentes como el dónde, cuernos, dejé las llaves, ¿eh?
Pero eso es lo interesante de estos dos verbos –buscar, encontrar– y allí reside su placentera y universal magia encantadora: encontrar la forma de postular la Teoría de la Relatividad produce en principio el mismo efecto extático que encontrar esas llaves.
Sí, todo es relativo.
Incluso el hecho de encontrar a esa persona que no estábamos buscando y que va a cambiarnos la vida mientras sospechamos que, tal vez, era esa persona la que nos estaba buscando a nosotros. Y que, por suerte, nos encontró.

 

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