Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
Príncipes
Por Juan Gelman

Frank Harris no lo fue de los mendigos. Vestía sombrero de copa, camisa cuello palomita, corbata con alfiler de perla, traje derecho tres botones y zapatos lustradísimos, una imagen que contrasta subidamente con la de su amigo Oscar Wilde en la foto que lo muestra en San Pedro, después de salir de la prisión, enfundado en un abrigo corto de tela basta con un sobrecuello de terciopelo que parece despojo de su antigua elegancia. En cambio, los contemporáneos consideraron a Harris príncipe de los sinvergüenzas, fanfarrón y embustero, propalador de falacias no creíbles especialmente en Oscar Wilde: vida y confesiones. Desde la primera edición del libro –privada, Nueva York, 1918– casi todos los biógrafos del infortunado irlandés coinciden en dos cosas: que la propia es la única versión auténtica de la vida del perseguido autor de “La balada de la cárcel de Reading” y que la de Harris es un elenco descosido y alevoso de mentiras.
Robert Sherard, que conoció a Wilde en París y fue su amigo hasta el final, cometió la primera y más voluminosa biografía del poeta, narrador y dramaturgo. Pero su pacata devoción perruna le negó el entendimiento de la homosexualidad de Wilde y debe haberle resultado intolerable que Harris abordara el tema con total franqueza. Lo atacó ferozmente en Oscar Wilde Twice Defended (1934) y otra vez en Bernard Shaw, Frank Harris and Oscar Wilde (1937). Como otros, Sherard parece aceptar la veracidad de las imputaciones contra Harris, sobre todo las de lord Douglas, quien fue amante de Wilde, lo arrastró a la ruina y lo difamó después de muerto. Claro que hay en juego algo más: la no admisión de la homosexualidad de Wilde enmascara el rechazo a la homosexualidad en general, un fenómeno que ha cruzado los límites del viejo milenio en compañía de otras ofuscaciones.
Curiosamente, el libro de Harris recibió esta opinión inesperada y entusiasta de Bernard Shaw: “Es el mejor retrato literario del Wilde que existió”. Y no lo dijo precisamente por amor a Harris, a quien describió como alguien que “no es de primera, ni de segunda, ni de décima, es apenas su propio y terrible y único yo”. La mordacidad de Shaw no le impedía elogiar una obra que, contra el peligro hagiográfico, se acercaba al biografiado con inteligente comprensión, aunque sin velos, y que de algún modo concordaba con las críticas que él mismo había formulado a Wilde en vida. Tampoco Robert Ross, el amigo más íntimo de Wilde, su albacea literario y guardián de su reputación, descalificaba a Harris: “Me da mucho gusto –le escribió– saber que la Vida ha interesado en Norteamérica. Desde luego, no estoy de acuerdo con todo lo que usted dice, ni con todas sus apreciaciones y críticas en torno a ciertos incidentes, pero no sugeriría que usted cambiara algo del texto”.
No cabe duda de que Harris incurre en exageraciones y protagonismos reiterados en el libro, pero la publicación de las cartas de Wilde en 1962 y las extensas investigaciones posteriores corroboran a menudo hechos que se estimaban invenciones del biógrafo. Ejemplo: Harris cuenta que a fines de 1898 invitó a Wilde, recién liberado, a recuperarse en la Riviera francesa y que le dio dinero –relato que nadie creía– para pagar sus cuentas antes de partir, viajar y establecerse en Napoule. Dos meses después Wilde le escribe: “Espero que no piense que he olvidado el dinero que usted tan gentilmente me proporcionó en París, pero que gasté liquidando la factura del hotel y otras pendientes”. Semanas antes le había escrito a Ross quejándose de Harris y solicitando ayuda económica. No era la primera vez que Wilde, enfrentado a la miseria, manipulaba a Ross o lo intentaba. Empieza otra carta pidiéndole dinero porque el dueño del hotel donde se alojaba en el suburbio parisino de Nogent estaba a punto de vender su ropa para cobrarse la cuenta impaga, y la termina admitiendo: “Pido disculpas por mi excusa. Olvidé que ya había usadoNogent. Lo cual muestra el colapso total de mi imaginación y más bien me aflige”.
Ese colapso había comenzado años atrás, durante el proceso que Wilde entabló contra el padre de lord Douglas, el boxístico marqués de Queensberry, por difamación. El marqués fue absuelto y Wilde, procesado a su vez, conoció su primera estadía en una cárcel. Libre bajo caución, no escuchaba a los amigos que lo instaban a refugiarse en Francia: apático, “parecía –testimonia Harris– clavado a la silla y bebía sin cesar vino del Rin con soda, sin pronunciar una palabra”. Harris alquiló un yate para cruzar el canal de la Mancha y ponerlo a salvo, pero Wilde se negó. “La atracción del castigo lo llevaba como lleva la luz a la gaviota cegada a estrellarse contra el faro”, describió León Lemonnier. Es cierto que lady Constanza, la mamá de Oscar, le había dicho que “un Wilde no huye”. No huyó. Tal vez empezaba a creer en la necesidad de una expiación.
El 25 de mayo de 1895 un triste juez condenó a Wilde a dos años de trabajos forzados. Al día siguiente, cuarenta ingleses de calidad celebraron la “victoria” con un banquete en honor del marqués de Queensberry. Los acreedores de Wilde ya habían saqueado su casa y robado libros, muebles y manuscritos. Fue declarado escritor prohibido y bajaron a sus obras teatrales de cartel. En la prisión, el recluso C.3.3, en que se había convertido, visitaba con frecuencia la idea de suicidarse.
La muerte no puso fin al odio irracional y británico que persiguió a Oscar Wilde encarnizadamente. Su ingenio principesco lo había previsto ya con nítida ironía: “Temo que las personas calificadas de buenas hacen mucho daño en este mundo. Indudablemente, el mayor daño que hacen es dar una importancia tan extraordinaria a las cosas malas”.



REP

 

PRINCIPAL