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Armas, libios y espías

La prehistoria política del
ahora detenido Carlos Menem incluye un viaje a Libia en 1982 para lograr apoyo en la �lucha contra el imperialismo británico�. En su delegación estaban Herminio Iglesias y el vendedor de armas Horacio Calderón, que testificó ante el juez Urso que EE.UU. se oponía a que se vendieran armas a Croacia y terminó de hundir a la defensa menemista. Un relato que incluye un levante fallido al borde de la pileta, rezongos ante la ley seca en Trípoli y un reportaje �nacional y popular� a los amigos del
Movimiento Todos por la Patria.

Reportaje: Menem dijo que �los cipayos de siempre quieren hacer recaer los males del país en el sector público, con la pretensión de achicar al Estado�.

Por Miguel Bonasso

Horacio Calderón, el vendedor de armas cuyo testimonio ante el juez Jorge Urso ayudó en estos días a enterrar a Carlos Menem, participó junto con el ex mandatario preso de una cumbre en Libia, que los servicios occidentales calificaron como “congreso internacional del terrorismo”. El cónclave tuvo lugar en Trípoli a comienzos de junio de 1982, una semana antes de que el general Leopoldo Galtieri se rindiera ante los británicos. Menem, Calderón, un ex senador justicialista cuyo nombre se ha borrado de los testimonios y el inefable Herminio Iglesias, convivieron durante días y noches en el mismo hotel frente al Mediterráneo con compatriotas que provenían de Nicaragua y de otra matriz ideológica, como el abogado Manuel Gaggero, que llevó al congreso el saludo del ex jefe militar del ERP, Enrique Gorriarán Merlo. Gaggero, que relató los pormenores funambulescos de aquellas jornadas a Página/12, recuerda las conversaciones en los cuartos del “Al Kebir”, los paseos al Castillo y a la Medina, las quejas por la ley seca imperante en Libia, el descubrimiento de imponentes supermercados y hasta los lances amorosos que Menem intentó –por señas– con una atractiva francesa. Y evoca con una sonrisa ese instante mágico, irrepetible, en que el carismático coronel Muammar El Ghadafi cerró el congreso con la propuesta de bombardear Nueva York, Londres y París, y todos aplaudieron la moción: incluyendo a Menem, Herminio y Calderón, a quien los servicios norteamericanos acaban de usar en la causa de las armas para desmoronar el argumento de que hubo venta a Croacia con guiño estadounidense.

Menem quería “un millón de muertos”

La primera vez que este cronista escuchó la historia fue en la simpática casa con jardín y “Pelopincho” que el abogado Manuel Gaggero habitaba con su mujer Cecilia y sus hijos en la tórrida Managua. Manuel, que había dirigido el diario El Mundo en los setenta, provenía del peronismo cookista, pero había recalado finalmente en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), que conducía la guerrilla del ERP. Cuando los “perros” se dividieron en el exilio a fines de los setenta, “el Pelado” Gorriarán y varios de sus seguidores decidieron sumarse a la Revolución Sandinista. Gaggero fue uno de ellos.
En 1982, cuando viajó al congreso de Libia, se desempeñaba como asesor del ministro de Justicia y militaba con Gorriarán en la creación de una fuerza nueva, con “erpios” y no erpios, que habían bautizado provisoriamente como Movimiento Revolucionario General San Martín y algún tiempo después se convertiría en el Movimiento Todos por la Patria (MTP). Gorriarán, por su parte, tenía un alto grado en el Ejército Popular Sandinista, alcanzado por su participación en la guerra contra Anastasio Somoza en el Frente Sur y la posterior ejecución del dictador en Asunción del Paraguay. Era –secretamente– uno de los cuadros principales del Ministerio del Interior sandinista, que conducía el comandante Tomás Borge. Quien, a su vez, había establecido una estrecha relación personal con el líder libio Muammar El Ghadafi. Por eso, cuando “el Guía de la Revolución” convocó a la reunión de Trípoli, Gaggero fue enviado como representante especial del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Este cronista lo vio en Managua a su regreso de Libia y se regocijó con el relato de su encuentro con Carlos Menem, el ex gobernador de gigantescas patillas que apoyaba a los militares en la aventura de Malvinas y que una noche cálida y húmeda, obligadamente despojada de alcohol y mujeres, había sentenciado en el balcón–terraza del hotel: “En la Argentina hacen falta un millón de muertos”.
Un veterano periodista (ex PC) que nos acompañaba en aquella tarde nicaragüense preguntó sin dar crédito: “¿Estás seguro de que dijo un millón?”. “Segurísimo”, repuso Gaggero. “No, digo, porque ese guarismo loincluye. Si hubiera dicho menos, por ahí zafaba, pero en un millón entra sobrado.”
Gaggero se rió, pero le otorgó un cierto crédito combativo al riojano que parecía radicalizado por su experiencia en las cárceles de la dictadura. Recordaba, con simpatía, que en los sesenta era uno de los escasos dirigentes justicialistas que visitaban al “Bebe” John William Cooke en su departamento de la calle Santa Fe. El relato que Gaggero hizo aquella tarde en Managua lo refrendó hace pocas horas ante Página/12, incorporando detalles fundamentales como la presencia de Horacio Calderón que lo vinculan con la increíble actualidad del Menem–preso.

Trípoli era una fiesta, sin alcohol

Gaggero viajó a Trípoli acompañado por su esposa Cecilia, que es profesora de inglés y francés, y le resultaba indispensable para establecer un diálogo con las distintas delegaciones. Poco después de llegar y ser alojados en un confortable hotel frente al Mediterráneo, que Gaggero recuerda –sin precisión– como el conocido “Al Kebir”, las autoridades partidarias locales les informaron que había otros argentinos. Había, según ellos, una “delegación que acababa de llegar de la Argentina”. Pronto se los toparon en el lobby del hotel y en la gigantesca carpa donde se llevaban a cabo las deliberaciones. El ex militante del ERP recuerda claramente que estaban Carlos Menem, Herminio Iglesias, “un senador del PJ petiso y con cara de mafioso”, y Horacio Calderón, a quien Cecilia, la mujer de Manuel, conocía de chica. Ambos –Horacio y Cecilia– eran hijos de marinos y habían frecuentado en su temprana juventud los ámbitos sociales de la Armada, como el Centro Naval.
“¿Qué hace este ‘service’ acá?”, le dijo Cecilia a Manuel cuando estuvieron a solas en la habitación. Estaba persuadida de que el tipo trabajaba para el Servicio de Informaciones Navales (SIN). Ignoraba algunos datos de su currículum: a comienzos de los setenta, Calderón se presentaba como “nacionalista católico”, seguidor del general Eduardo Lonardi (primer jefe de la llamada “Revolución Libertadora”) y había participado como fiscal en un “proceso al general Aramburu”, que se había realizado en la revista Extra de Bernardo Neustadt apenas un mes antes de que los Montoneros secuestraran al militar. Posteriormente se había enrolado en el extremo derecho del Movimiento Peronista, cerca del Brujo José López Rega, que –casualmente– había hecho el famoso negocio del petróleo en Libia. Otras fuentes lo ubicaban cerca de la medieval revista Cabildo, una de las publicaciones más rabiosas del fascismo criollo. Los libios parecían estimar a Calderón, pero éste podía muy bien ser un “filtro” de la CIA. Por las dudas lo trataron con gran cortesía, para que no sospechara que desconfiaban de él.
También hubo que convivir con Herminio Iglesias, que en los setenta había disparado con munición gruesa contra la izquierda peronista, pero parecía convertido al antiimperialismo. El trato más fácil, en realidad, fue con Carlos Menem. El Turco, que se aburría soberanamente, iba todas las mañanas a la piscina del hotel para intentar “levantarse a una francesa, esposa de un ingeniero destacado en Trípoli”, y quería que Cecilia le hiciera de intérprete. No lo consiguió y, según Gaggero, “no pudo levantarla por señas”.
Gaggero –“Manolo” para sus amigos– estaba impresionado por lo que veía en Libia, uno de los cinco países del norte de Africa, que aventajaba lejos a todos los otros en materia de desarrollo y equidad social. Ghadafi podía parecerle pintoresco a los occidentales, pero distribuía con gran racionalidad los recursos petroleros que sumaban más de 12 mil millones de dólares para una población de apenas 2 millones. Su “Libro verde” -pensaba Manolo– no era simple retórica y la Jamahiriya (literalmente, la “república de las masas”) había incorporado a la modernidad al viejopueblo magrebí aplastado por el colonialismo italiano. El dinero no estaba recluido tras los muros de los poderosos, como en Arabia Saudita, se lo veía en las calles. Incluso en esos supermercados poblados de toda clase de mercancías que a Manolo, procedente de la carenciada Nicaragua, le parecían “de las mil y una noches”.
Los argentinos, divididos por la historia, pero unidos por la lengua y las costumbres, andaban casi siempre juntos, en el cotidiano peregrinar entre el hotel y el palacio de convenciones, que era en realidad una gigantesca carpa blanca, evocadora de esas tiendas beduinas en las que Ghadafi solía recluirse placenteramente en homenaje a sus ancestros.

El congreso de los pesados

Gaggero, que tomaba asiento frente a un cartel que anunciaba “ERP-Argentina”, se sonreía al observar los letreros de sus vecinos: IRA, ETA, Al Fatah y un sinfín de siglas inquietantes. En esos días, el ejército israelí, conducido por el actual primer ministro Ariel Sharon, había invadido el Líbano y desencadenado la atroz masacre de los palestinos en los campamentos de Sabra y Chatila, que generó el repudio internacional y una oleada de indignación en la cumbre de Trípoli. Cecilia, fascinada, vio cómo Horacio Calderón pedía la palabra para requerir que el mundo árabe le enviara tanques soviéticos a Yasser Arafat para resistir la invasión israelí. Menem y Herminio Iglesias cabeceaban afirmativamente. Ellos estaban allí para solicitar apoyo para la Argentina en su pelea con “el colonialismo británico”. Y se enteraron del ofrecimiento personal de Ghadafi de enviar varios aviones con armas que fue cortésmente rechazado por el general Galtieri, que no quería llegar a mayores. Gaggero leyó un mensaje de Gorriarán que concluía citando la consigna recién acuñada por las Madres de Plaza de Mayo: “Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también”.
Vieron al “Guía de la Revolución” varias veces, con su túnica blanca, rodeado por esas chicas veinteañeras que conformaban la Guardia Femenina y encendían las fantasías del harén en los poco imaginativos medios occidentales. Suponían con razón que estaban bien entrenadas para cuidar al Líder y hasta hubo algún chiste suburbano sobre las posibilidades de resultar castrado en caso de tirarse un lance como los que Carlitos se tiraba, por señas, con la francesa de la pileta.
Todo llega y también llegó la clausura, donde Ghadafi propuso bombardear Nueva York, Londres y París. La concurrencia aplaudió fervorosamente de pie. Manolo miró en su derredor y no pudo creer lo que estaba viendo: Calderón, Iglesias, Menem y el senador con cara de mafioso aplaudían frenéticamente con los ojos arrasados de lágrimas. Esa noche, alguien logró que los libios se apiadaran de los argentinos y les enviaran a la habitación una botella de whisky, bebida severamente prohibida por las leyes musulmanas de Libia. Brindaron y quedaron en verse.
Cuando Gaggero regresó del exilio, integró un equipo de abogados en el que figuraba el ultramenemista César Arias, y Carlos Menem por su parte no hizo nada para ocultar sus buenas relaciones con el Movimiento Todos por la Patria. En agosto de 1985, cuando era gobernador de La Rioja por segunda vez, recibió a Gaggero y a Carlos Alberto Burgos y les concedió una larga entrevista para Entre Todos, órgano oficial del MTP. (Cuatro años más tarde, “Quito” Burgos participaría en el asalto al cuartel de La Tablada y sería asesinado, post–rendición, por los militares que recuperaron la unidad.)
En la entrevista, publicada en el número 10 de Entre Todos, el futuro presidente deslizaría afirmaciones muy curiosas. Hablando de la deuda externa diría textualmente: “Los cipayos de siempre quieren hacer recaer los males del país en el sector público, con la pretensión de achicar al Estado. Hacerlo, en un país en vías de desarrollo, es entregar a laNación”. Y más adelante: “Perón, que hablaba de continentalismo, no quiso firmar el tratado de Bretton Woods. Dijo textualmente: ‘No quiero plata dulce para la Argentina. Me voy a cortar las manos antes de firmar un empréstito’. Después del golpe, la dupla trágica de Rojas–Aramburu firmó el tratado de Bretton Woods, con él entramos al Fondo Monetario Internacional y ahí están los resultados”. En el extenso reportaje también reivindicó el juicio a los comandantes del Proceso, porque “no hay paz sin justicia” y comprometió su apoyo al padre Antonio Puigjané (del MTP) para investigar in situ el asesinato del obispo riojano monseñor Enrique Angelelli, perpetrado por la dictadura militar.
Después cambió de parecer, como se sabe.

El espía Calderón

No fue el único. El pasado martes de junio, Horacio Calderón se presentó ante el juez federal Jorge Urso y el fiscal Carlos Stornelli para testificar en la causa de las armas que amenazaba llevarse por delante a su antiguo contertulio de Trípoli. Curiosamente, Calderón no negó sus nexos con Ghadafi, e incluso mostró al magistrado y al fiscal una foto donde se lo puede ver con el Guía de la Revolución. Una forma de decir “yo le vendo fierros a todo el mundo”.
Ante los medios se presentó como ex funcionario de Defensa y como “empresario en la venta de armamento”, representante de la firma norteamericana Interpan Limited. Una representación que sería difícil asumir sin aceitados contactos con la inteligencia civil y militar norteamericana. Lo que parece corroborado por la índole de su declaración. Porque el antiguo “lonardista”, amigo del coronel nacionalista Francisco Guevara, aportó documentación según la cual Washington se habría opuesto a la venta de armas en los Balcanes. Veinticuatro horas antes, un vocero del Departamento de Estado había salido a cruzar enérgicamente a Menem por haber insinuado, en el programa de Nico Repetto, que Washington le había hecho un guiño para venderle armas a Croacia. Por otra vía, el testimonio de Calderón (muy valorado en el juzgado de Urso) venía a decir lo mismo. Eso que nadie cree: que 6500 toneladas de armas pasaron frente a las narices de los norteamericanos y no se dieron cuenta.
Indudablemente, el “facho” que Cecilia Gaggero veía como “service”, sí lo era efectivamente. Sólo que no espiaba para el mono sino para el dueño del circo.

 

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