Por Horacio Bernades
En la secuencia de títulos
de Goya en Burdeos (aquí rebautizada Goya, luces y sombras de un
genio) las vísceras de una res se convierten, mediante el proceso
de truca conocido como morphing, en el rostro del pintor. Símbolo,
efecto o efectismo, resulta imposible discernirlo a esa altura, ya que
la película apenas está comenzando y resulta imposible integrar
el encadenado a algún sistema de sentido. Al final de la película,
esa imagen habrá quedado tan sola como al comienzo, posible emblema
de lo que ocurre con el film en su conjunto. El Goya de Carlos Saura,
uno de los proyectos más ambiciosos de su vasta obra, termina pareciéndose
demasiado al acto de hojear un lujosísimo libroobjeto, esos
cuya principal utilidad es adornar mesitas ratonas.
Autor del guión, Saura decide no narrar linealmente la biografía
de don Francisco de Goya y Lucientes (17461828), haciéndolo
en cambio mediante una sucesión de raccontos que siguen los caprichos
de la memoria del artista, ya viejo y exiliado. Liberal convencido, Goya
había buscado refugio en Burdeos, Francia, como modo de expresar
su rechazo por la España de Fernando VII. Sordo desde hace largo
rato, el autor de Los fusilamientos tiene más de ochenta
años, sufre de fiebre y jaquecas y no ignora que su fin está
cerca. Su pequeña hija Rosarito será la depositaria de sus
recuerdos y relatos, funcionando a la vez como alter ego del espectador.
El realizador de Cría cuervos y Bodas de sangre recurre a Francisco
Rabal para encarnar al Goya anciano, y ya se sabe que el gran Paco es
de esos actores que por sola presencia dignifican cualquier película.
No sucede lo mismo con el pétreo José Coronado, encargado
de dar vida al Goya de edad mediana. Pero no es ese el mayor problema
de la película.
La estructura elegida tiende a lo episódico, y hubiera requerido,
para que de ella se desprendiera algún sentido, un punto de vista
que permitiera amalgamar los fragmentos dispersos. Saura parece no tenerlo:
se conforma con ilustrar momentos de la vida de Goya y acompañando
las imágenes, de por sí ostentosas, con los epigramas y
lecciones que don Francisco endilga a su hija, comprensiblemente fastidiada.
En relación con la obra del artista, Saura se comporta como expositor,
proyectando y sobreimprimiendo cuadros. Las trucas son tantas y están
tan en primer plano que, más que un film, este Goya parecería
una instalación o parque temático, por donde al espectador
no le queda más remedio que pasearse. La puesta en movimiento de
algunos de esos cuadros, como ocurre con la famosa serie Los desastres
de la guerra (y que cuenta con participación del grupo teatral
La Fura dels Baus) no hace más que reforzar esa sensación.
Con la complicidad del director de arte PierreLouis Thévenet,
Saura llena su puesta en escena de tableros móviles y pantallas
traslúcidas, como había hecho ya en Flamenco y Tango. Ese
aparato escénico funciona a su vez como laboratorio de pruebas
para que Vittorio Storaro (quien, antes de entregarse a la ampulosidad,
supo ser el director de fotografía deUltimo tango en París,
Apocalypse Now! y Novecento) experimente con tonos sobresaturados y cambios
de color e iluminación dentro del mismo plano, en lo que termina
resultando traición al artista al que se quiere homenajear. Si
algo evoca el término goyesco, no es en absoluto (como parecería
desprenderse del film) alguna forma de lujo, regodeo técnico u
ostentación cromática, sino esa batalla entintada
en sobrio y ominoso blanco y negro entre las luces de la razón
y las sombras del oscurantismo, que el título local del film evoca
con propiedad. Puestos a diseñar un objeto de lujo, Saura y los
suyos parecen haberlo olvidado.
PUNTOS
DULCE
NOVIEMBRE, UN FILM SIN GRACIA DE PAT OCONNOR
Keanu Reeves habla demasiado
Por Martín
Pérez
Pasear perros gratis, preparar
comida vegetariana y usar un viejo televisor como maceta. Esa es la clase
de cosas que le gusta hacer a la loquísima Sara. Y no sólo
eso. También está habituada a tener un vecino de pelo corto
que por las noches se transforma en una vecina de vestido largo, detesta
los teléfonos celulares y además considera a la ropa apenas
como algo que sirve para cubrir la desnudez del cuerpo. Ah, y hay algo
más: cada mes suele invitar a un hombre a vivir con ella en su
casa. Un lapso que es, según cuenta, lo suficientemente largo
como para que sea significativo, pero también lo suficientemente
corto como para que no se transforme en un problema.
Esta hippie de los nuevos tiempos encontrará su yuppie del mes
de noviembre en Nelson, un creativo publicitario recalcitrante, absorbido
por su trabajo de tal modo que es incapaz de relacionarse con la gente.
Y Sara se considera el remedio para tales males. Ella suele recuperar
casos como el de Nelson con su tratamiento: un mes sin trabajo, con él
dedicado a ella y ella dedicada a él. Con Charlize Theron como
Sara y Keanu Reeves como Nelson, Dulce noviembre es una extraña
película. En primer lugar, porque la clave para una buena película
romántica es una pareja que tenga química. No es el caso
de TheronReeves, salvo por el hecho de que ambos recitan sus líneas
con una muy poco convincente voz grave. Algo que en el caso de Keanu termina
de condenar al film. Se dice de él que sus films son buenos cuando
casi no habla. Y aquí Reeves debe pasar de la indiferencia al enamoramiento
terminal, y eso requiere que hable ¡ay! demasiado.
Pero esto no es lo peor de Dulce..., cuya intriga romántica termina
funcionando apenas como carnada para su golpe bajo final. Remake de un
film de 1968, la historia de la hippie y el empresario tal vez fuese curiosa
por entonces, pero hoy resulta difícil considerar sorprendente
una conducta que incluya una dieta vegetariana, el desprecio de los dictados
de la moda, la amistad con vecinos que se visten de mujer e incluso la
decisión de tener un amante cada mes. Salvo para los realizadores
del film, que sólo pueden explicar que su protagonista se dedique
felizmente a tales menesteres porque se sabe condenada. Porque si no...
¿Quién querría vivir semejante vida? ¿Eh?
PUNTOS
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