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Palabras
Por Rafael A. Bielsa

En mitad de la noche, un niño se para sobre la barca y grita: “¡Aquí está!”. Todos se despiertan, y exclaman: “¡El Rex! ¡Es el Rex!”. El enorme transatlántico hace sonar su sirena, como el aullido de un planeta jovial. Un hombre vestido de paisano vocea: “¡Viva el Rex, lo mejor que el régimen construyó!” El mar de polietileno negro, idéntico al que el mismo Fellini usara en Casanova, arroja reflejos de azogue. Otro hombre declara: “Como representante del Podestá, les deseo un buen viaje. ¡Viva la Italia!”. Y el ciego inolvidable de Amarcord, con sus dos cornucopias de pelo cosidas a los temporales y el acordeón sobre los muslos, se levanta los anteojos negros, e implora: “¿Cómo es? ¡¿Cómo es?! ¡Cómo es!”. Las palabras familiares de quienes lo rodean, como pinceladas, como fulgores, como actos de caridad, le permiten ver pasar al Rex por delante de sus ojos neutros.
En una primera aproximación, el lenguaje aparece como un conjunto de palabras, que son unidades simples de significado. Sin embargo, ya Aristóteles había notado que hay términos que no designan ningún objeto, pero que aun así son esenciales para la comunicación: palabras como “no”, como “y”, como “aun”. Esto llevó a cuestionar la noción de palabra como expresión verbal de conceptos mentales, y a buscar la unidad de significado en nociones más amplias y menos precisas: oraciones, enunciados, proposiciones, etcétera.
El 23 de marzo de 2001, en la Bolsa de Comercio corrió como un reguero de pólvora la proposición que daba cuenta de la posible renuncia del Presidente de la Nación, posteriormente desmentida por “disparatada” y “absurda”. El mismo día, sectores del gobierno pusieron en duda el lapso del apoyo al ministro Cavallo. Allegados de éste declararon que la Argentina podía terminar como Rusia si no se le daban facultades extraordinarias al titular del Palacio de Hacienda. Dirigentes gremiales consideraron que si los legisladores votaban dichos poderes incurrirían en el delito de traición a la patria, por atentar contra la división de poderes. Las palabras de quienes nos rodean, como tajos, como piras, como actos de disgregación, forman una espesura detrás de la que es difícil ver con claridad. Hombres con esmoquin blanco y mujeres vestidas de seda, sigilosos bajo la luz mortecina, cuchichean en los pisos más altos de los rascacielos. Todos los teléfonos suenan a la vez, señales electrónicas se abren paso por el espacio y el tiempo con impedimentos de ancho de banda, en los suburbios se imparte Teología de la Desesperación.
Las palabras como unidades sonoras o gráficas, tienen ciertas funciones lógico-lingüísticas, y otras en un proceso efectivo de comunicación.
Promediando abril, protagonizando un acto mediático en tiempo real, el ex presidente Menem aconsejó a los tenedores de pesos que los cambiaran por dólares lo más rápido posible, dado que a su juicio la incorporación del euro a la convertibilidad era una maniobra tendiente a la devaluación. El ministro de Economía Domingo Cavallo negó pretender desestabilizar al Mercosur, dado que lo único que había comentado era que el arancel externo común estaba muy perforado y que todos los países habían tenido que pedir muchas excepciones y waivers. Los peatones se asoman al tráfico sobre la quisquillosa estructura del dibujo de las calles, miles de hombres y mujeres se apresuran en dirección a las bocas del subte, los difusores de riego mascullan en las plazas mensajes que los transeúntes malinterpretan, y en cada esquina las palabras –por el tono de la voz– son tomadas como una oferta de amor o una declaración de guerra.
Como la palabra es una cosa en el lenguaje y otra en la comunicación lingüística, aparece el concepto de acto de habla. Los análisis lógicos y gramaticales debieron ser completados con análisis de los usos del lenguaje como discurso. En algunas actividades ello ha permitido establecer distinciones útiles: una cosa es –por ejemplo– laconsistencia lógica de un orden jurídico expresado en palabras, y otra la eficacia comunicativa de la promulgación de esas normas.
El martes 10 de julio el presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, declaró que en la Argentina había riesgo institucional, alimentado por una parálisis en las decisiones políticas y por la posibilidad de que el ex presidente Carlos Menem pudiera resurgir como salvador de la patria si se produjese una ruptura de las instituciones. El ex juez de la Corte Suprema de Justicia Héctor Masnatta propuso que alguno de los actuales senadores por La Rioja renunciase, que la Legislatura provincial designara a Menem en su reemplazo, con lo que éste quedaría sometido a la jurisdicción excluyente del Senado en cuanto a su elección, derechos y títulos. “¿Por qué esperar a octubre?”, se preguntó. El constitucionalista Jorge Vanossi escribió dos días después que para poner las cosas en su quicio, el país necesita un presidente que presida y ejerza su liderazgo con todos los atributos que una constitución, felizmente presidencialista, le otorga. Un jefe de Gabinete que coordine a los ministros con el presidente y al presidente con los ministros. Un ministro del Interior que haga política y ponga orden. El jueves 12 de julio los mercados se histerizaron, las familias se agobiaron, los políticos se encresparon como olas de polietileno. Las palabras habían actuado en la conciencia de todos, y la colisión de sus diferentes significados agrietaba al país.
En la película Fitzcarraldo, dirigida por Werner Herzog, Klaus Kinski decide que debe remontar un brazo de río que corre paralelamente a aquél que está navegando; sólo los separa una montaña. Monta entonces aparejos, poleas, roldanas, y centenares de indios amazónicos comienzan a elevar el barco sobre la ladera frondosa. Fitzcarraldo habla una lengua, y los amazonios otra.
Sin embargo, el barco llega al otro lado del cerro, invicto y pujante. Las palabras eran diferentes; lo colectivo era el sueño.



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