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JUAN FORN Y “PURAS MENTIRAS”, SU NUEVA NOVELA
La verdadera historia de Z, el tipo que se fugó

La cuarta novela del escritor y editor del suplemento �Radar� de Página/12 gira en torno de un personaje que emprende una huida. En el camino se detiene en Pampa del Mar, un imaginario pueblo costero en donde todos, de una u otra manera, parecen estar escapando de algo también.

�Pampa del Mar es el mundo onettiano visto con los ojos de Díaz Grey�, dice Forn sobre el pueblo.

Por María Moreno

“Che, ¿cuánto te costó sacar ese bíceps para la foto de solapa?”, fue lo primero que le dijeron a Juan Forn cuando vieron un ejemplar de Puras mentiras. Pero el bíceps, jura él, lo tenía de antes, incluso cuando escribía una novela tan poco asociable a bíceps como Frivolidad. “Se creen que nado por eso”, dice, pero enseguida se pone serio, o será que Puras mentiras lo dejó agotado. “Me pasa siempre cuando termino un libro: nunca hago algo que todo el mundo recomienda, que es ya tener algo empezado. Después de Frivolidad mi vida era un caos y en medio de ese caos empecé un cuento sobre un tipo que escapa de la ciudad y termina en un pueblo en medio de la nada, de esos donde la calle principal es la ruta. Se baja del auto, está parado ahí –¿te acordás de los semáforos que colgaban de cables?–, oye el clac-clac de cuando la luz cambia de color, no hay un alma por la calle y él no tiene idea para dónde ir. Yo no tenía idea de quién era ese tipo, lo único que sabía era que la ciudad lo expulsaba y que ni el camino sabía contenerlo.”
Puras mentiras –desde el viernes pasado en las librerías, primer paso previo a las reediciones que Alfaguara hará de sus anteriores novelas a partir de octubre– nació como una sucesión de cuentos hasta que el hilván mostró que era una novela en pedazos: la historia de Z, o Zabalita, o Zabala, un tipo que pierde a su mujer –mejor dicho a su ex mujer–, enciende el motor de su auto y se fuga. No hacia otra vida sino a Pampa del Mar, un lugar que parece hecho de relatos. El del hotelero Alcides, un ex luchador de catch que se acostó con una hermana que creía perdida; el de Nieves, una nena de 13 años que se inventa una madre; el de Alexis Méndez, un caribeño, ex guionista de telenovelas y amante de un cura; el de BamBam Hernández Howard, que abandonó su matrimonio en un aeropuerto.
–Traté de escribir lo que le pasa a un tipo fisurado porque la mujer que lo dejó se muere. Empecé usando cosas autobiográficas, pero cuando leí lo que tenía dije: “Esto es una melaza, no tiene nada que ver con lo que yo quiero literariamente”. El libro se me empezó a estructurar cuando vi que la historia de ese tipo con su hermana era la historia de Alcides. Cuando entendí eso, también entendí que en esos pueblos de playa pasa algo similar a cuando los europeos llegaron a América y trajeron la gripe. El porteño que se quiere ir, lleva a Buenos Aires a cuestas. Arrastra el bardo de la ciudad, la roña de la ciudad, la neura de la ciudad, al pueblo chico. Me gustó la idea de inventar un pueblo donde todos llegan de otro lugar, huyendo del pasado o del futuro, arrastrando su karma. Estaba, reconozco, en un momento de crisis existencial donde sentía que el uso que le estaba dando a la ironía en mi literatura era facilismo, una manera de esquivar el bulto a las cosas. Porque me parece que la ironía de mi generación, en lugar de conservar filo, terminó convirtiéndose en un almohadón muy fácil para recostarse en plan pasota. Con la vuelta de la democracia, la ironía se empezó a usar como un arma de salón, una seña de identidad para separar a los psicobolches de los posmodernos...
–¿Nunca funcionó de manera crítica?
–Creo que durante la dictadura era una forma de resistencia. Al menos a mí me hizo abrir los ojos mucho más que cualquier otra cosa. A los veinte años, cuando me fui a Europa en un avión de carga y desemboqué en una comuna de exiliados en Sitges, el discurso que ellos tenían en privado podía ser de un humor negrísimo pero en público había como una impostación sufriente. La ironía crítica aparecía casi clandestinamente. Era la misma que aparecía en la revista Humor, que a mí me pegó mucho más que Teatro Abierto, por ejemplo. Como todo lo que pasaba en el Parakultural.
–En el mito de la generación del 83 se dice que se utilizaba la parodia.
–Para mí, la ironía es más lineal. La parodia es una ostentación de tu saber y, al mismo tiempo, una manera de cubrirte el culo porque no te animás a hacer una cosa en serio: a los que hacen parodia yo los veo medio como cobardes. La ironía es algo mucho más serio, desde los epigramas de Oscar Wilde para acá. Lo que no me animaba a ver en el libro era si la mina que había dejado a Z había muerto o no. Me guardé ese interrogante hasta el final. Un día me di cuenta de que estaba muerta y que este monólogo que había escrito yo tratando de escaparme de la ironía era la base sobre la cual empezaba a construir un relato: la historia de la mina de Z y de Z, cuando todavía eran jóvenes y creían que iban a tener suerte toda la vida.
–Z, el personaje que huye, tiene un vínculo muy fuerte con Nieves, la adolescente. ¿Cómo evitó transformarla en una historia erótica?
–Después de Lolita, ¿qué iba a hacer? A mí siempre me fascinó la nena en El perfecto asesino. Pero me pareció que era muy gentil. Después, en una novela del japonés Haruki Murakami, me topé con un personaje muy lateral, que aparece 50 páginas en una novela de 400, donde un cuarentón tiene que cuidar a una chica de trece que no habla nunca, hasta que empieza a hablar y es escalofriante. Entonces pensé que, si me iba a meter con una historia así, tenía que hacer un anti-Lolita. Ahí se me ocurrió la idea de que este tipo, que desde que murió la mujer no cogió nunca, tenga un garche tremendo en una escalera con una desconocida. Es como si cogiera con Nieves por interpósita persona. Porque después, cuando él vuelve al cuarto del hotel donde están, o cuando se ven en la playa, basta que ella lo roce para que Z –y el lector– sientan que algo grosso pasó entre ellos.
–El libro está hecho como una polifonía: de fugas y de voces.
–Eso tiene que ver con la manera con que construyen su vida todos esos tipos que han desembocado en el pueblo playero éste. La fuga es sencillamente la puesta en acto de esa fantasía de vida paralela que se hacen ellos: es más fácil fabular sobre el propio pasado sin testigos de ese pasado. Cuando se van a otro lugar lo hacen menos para dejar atrás el lugar de donde venían que para buscar un auditorio nuevo.
–¿El periodismo fue algo de eso?
–No lo había pensado... Pero sí: salí huyendo del mundo editorial.
–Esta novela se gesta en el espacio periodístico, donde existe el mito de lo “real”.
–Eso es lo que se dice, ¿no? Pero hacer periodismo cultural, en la práctica, es otra cosa. Me acuerdo que, cuando empezó a salir Radar, una de las primeras críticas que le hicieron era que en pleno cholulismo menemista se hiciera un cultural que era como un Caras de las artes. Y yo decía: sí, es un suplemento de personajes, pero qué lástima que lo vean como un defecto. Para mí, hacer un cultural es entrar todo el tiempo en el terreno de los mitos: construir un relato a partir de una persona o un hecho. La fuga tal vez fue salir de trabajar aislado a la promiscuidad que es el trabajo periodístico, que te obliga a estar con todas las pantallas de la cabeza prendidas, como cuando vas abriendo ventanas en tu computadora hasta que la máquina se tilda si no cerrás algunas. Pero siempre me gustó meterme en camisas de once varas: en mis laburos y en mis libros. Armarme una jaula y descular la manera de salir.
Un tipo fornido
En los tiempos en que la gestalt de Juan Forn parecía producto de un diseñador barcelonés –ese saco de franela mostaza comprado en Londres, ese corte quirúrgico de pelo tan alejado del de la izquierda exquisita guevarista, ese acentito de nene bien– era más fácil imaginarlo leyendo a Bret Easton Ellis que a Norman Mailer. Para colmo, como editor de la Biblioteca del Sur de Planeta, acercaba a la literatura los procedimientos del marketing antes de que eso se volviera moneda corriente, un efecto escandaloso en el mismo momento en que proliferaba el discurso de los derechos humanos y los libros de investigación. Detrás de la mitología ostentada por –o adjudicada a– Forn había otras: la de un vigor narrativo a la norteamericana de la década del cincuenta –campera negra, bourbon y road-movie– que, sin llegar a recomendar poner una escuela de toreo o cazar tigres en Nairobi, promovía el gusto por las historias sólidas narradas con rigor artesanal y un culto por el cuerpo material de la prosa muy poco posmoderno.
–Su gusto por el oficio no es de la generación de la ironía.
–¿Cuánto hace que no hay libros contados en voces rotativas? Están todos en primera o en tercera persona. Cada vez se usan menos las voces en la construcción de una novela, y ni hablar de la construcción de personajes a partir de su voz, que es un recurso completamente setentista. Pampa del Mar es una especie de Santa María playero, el mundo onettiano visto con los ojos de Díaz Grey. El otro día leía el texto de García Márquez contando los años en que hizo Cien años de soledad y la verdad es que a mí me gusta escribir con esa clase de prosa: tan pulida que no se note el laburo. Me han dicho que eso es un defecto, que sobrecorrijo. Y, de hecho, en un momento empecé a corregir para ensuciar, para hacer pelocontrapelo. Para que el texto no fuera como un palo enjabonado, que hace que te resbales por las frases y no tengas de dónde agarrarte.
–¿Maestros?
–Además de Abelardo Castillo, Salinger fue como una presencia tutelar durante mis veinte. Hasta pensé en algún momento peregrinar hasta su guarida y pedirle que me dejara estar ahí aunque fuera como jardinero o lavándole la ropa, con tal de aprender de él. Antes, cuando vivía en París, lo seguía a Cortázar por la calle (nunca me animé a encararlo). Siempre me acerqué a la gente de la que pudiera aprender algo, como buen autodidacta. Y con los libros que iba leyendo era lo mismo. Como si fuera una tabla rasa, y cada libro que leía era una fichita, entones pensaba: Tristram Shandy ya está, Tolstoi ya está; ahora me falta todo lo del medio. Muy pronto en mi vida me di cuenta de que, para aprender el oficio, la mejor manera era leyendo por las mías. Creo que salí de la campana de cristal cuando hice la colimba. Me negué a que me dieran acomodo y fui a parar a un lugar de mierda donde pasaron cosas bastante horribles: se chuparon a un tipo en un regimiento porque era hermano de un militante del ERP, y a otro le dieron un baile en el que perdió un ojo, sin embargo no le daban la baja, así que trató de cortarse las venas pero lo salvaron. Le dieron la trasfusión y lo dejaron encerrado en un calabozo donde también me pusieron a mí, que me había forzado un ataque de asma para zafar, y a este tipo que estaba pirucho no le daban la baja ni aunque se hubiera intentado suicidar mientras que a mí, por ese ataque de asma, me la dieron en 48 horas. Ahí se me empezó a abrir la cabeza. Pensé: hay otro mundo y yo quiero vivir en ese mundo.
–¿Hace un culto de la experiencia?
–No me interesa la torre de marfil. Será un problema de clase o de hijo sobreprotegido. Eso de mostrar que soy varoncito, que me la aguanto. Yo lo que quería era salir de esa burbuja que es la clase media alta argentina. Me gustaba el rock, pero tocaba la guitarra como el orto. Quería jugar al fútbol profesional pero no daba el nivel ni ahí. Después uno reconstruye su historia: en mi caso parece que siempre quise escribir porque de chico me la pasaba leyendo revistitas mexicanas.
En el diario de notas de Puras mentiras, Juan Forn anota cosas como ésta: “En el camino, Z debe encontrarse con: Una anoréxica (con la que aprende a comer), un chico down (con el que aprende a hablar), un bañero (con el que aprende el cuerpo), alguien con sida, un científico en un observatorio, un congreso de escritores, una cosecha de la manzana, un hombre llamado Elderian”. O frases que parecen escapadas de otro cuaderno, el del diario íntimo (“Lo que querés es enamorarte y después no supiste qué hacer con eso”). También una secuela de su período exultante de editor bajo la forma de una pregunta, luego de la anotación de la palabra “vacío”: “¿Será porque no estoy todavía del todo adentro en el nuevo libro? ¿Será porque Planeta es, pero todavía no es una etapa terminada, y eso me tiene entre dos sillas (Gurdjieff)?”
–¿El trabajo de editor conspiró para la tarea de escritor?
–El lado bueno es que cuando un autor entrega el libro es el momento donde está por un lado más inseguro, y por el otro más urgido: es ahí donde hace correcciones providenciales que cambian el texto. Para mí, como editor, laburar en la cocina, ver esa clase de correcciones, fue el equivalente de un taller literario hiperconcentrado.
–Se dice que, como editor, no diferenciaba entre corregir y hacer lo que haría como autor, ¿fue así?
–Mejor no meneemos ese tema, ya tuve suficientes problemas. Yo tiendo a pensar que sí diferencio pero me dicen que no. Una vez Elvio Gandolfo me preguntó: “¿Estás escribiendo? Ojalá estés escribiendo porque así le dejás de romper las pelotas a todos los demás. Metete en tu propia prosa y dejate de joder”. Elvira Orphé llegó a pedir mi cabeza en Emecé cuando yo tenía 23 años. Encima, a mí me gusta muchísimo el ensayo de escritores pero no leo teoría. Por eso durante muchísimo tiempo me daba vergüenza hablar en público o escribir sobre literatura. Cuando empecé a trabajar con escritores yo no sabía qué era una parentética. Hasta el día de hoy no sé lo que es metonimia ¿Qué es metonimia? Yo hablaba como un mecánico: “Che, esto hace ruido ¿por qué no tocás acá?”

 

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