Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12

Una nueva agenda

Por Julio M. Villar *

“No hay que temer al miedo” (Frase del discurso del
4 de marzo de 1933,
del presidente de los EE.UU., Franklin Roosevelt).

Las crisis arrasan con los prejuicios, esa porción de la memoria que guarda el horror de escenas del pasado que, con el afán de no reproducirlas en el presente, bloquean la razón, ciegan la imaginación y vuelven inamovible el destino.
En 1933, cuando el presidente Roosevelt pronunció su discurso inaugural diciéndoles a los norteamericanos que lo único que no tenían que tener era miedo al miedo, rompió tradiciones caras al pensamiento conservador –que como ahora, dejaban librada la sociedad a la voluntad del mercado– creando el New Deal o “nuevo trato”, cuya centralidad fue la participación activa del Estado en el desarrollo económico, acompañado de equidad social. Ninguna crisis es igual a otra y el pasado no siempre explica el presente. La Argentina de hoy se asemeja a la depresión del 30 por el nivel de desempleo y la inestabilidad social que estos ocasionan, y se distancia por la ausencia de ideas nuevas.
El primer principio esperanzador es reinstalar en la sociedad la idea de progreso y equidad, como fundamento de un bien común. Sobre ella, los partidos, la política, las instituciones y la república, los hombres públicos y los ciudadanos pueden elegir distintos caminos para alcanzarla, de acuerdo con sus convicciones. Pero sin ella, queda vacía la democracia y tiene poco que ofrecer para mejorar la vida de los argentinos de a pie.
Si los prejuicios son lo primero que arrasan los vientos de la crisis, la Argentina puede acometer una nueva agenda de debate que incluya la convertibilidad, los marcos regulatorios de las empresas de servicios públicos privatizadas, la regulación de la circulación de capitales, el seguro de desempleo, la renegociación de la deuda externa o cualquier tema que haga a la búsqueda de su bienestar, de un futuro para todos, sin por ello volver al pasado o alejarse del capitalismo, como sostienen algunas plumas de turno.
El cartabón del pensamiento liberal guarda, desde principio de siglo, algunas fórmulas censuradas por los conservadores locales, reacios a la equidad y a la ley. Sin abandonar el acento que los liberales de los siglos XVIII y XIX, Smith, Jefferson, Mill y Spencer, ponían en la libertad individual, el presidente Roosevelt recurrió a la corriente moderna del liberalismo que se inició en Inglaterra con la obra de L. T. Hobhouse. Desarrollo y Finalidad, publicado en 1913, fue el disparador de un sistema de ideas que conjugaban la planificación del Estado y la acción política en la construcción del mercado.
La participación del Estado no era una novedad en la política estadounidense: entre 1865 y 1875, con ayuda del gobierno, la línea férrea duplicó su extensión hasta alcanzar 120.000 millas. Quince años más tarde, la Corte intervino en la regulación del sistema y desde 1880 hasta principios de siglo la mayor parte de las resoluciones fallaron contra las compañías. Y no hubo escrito alguno que acusara a la Corte de cercenar las libertades de mercado que tanto asustan en estas pampas.
Es más, el silbido de la máquina de vapor, el titilar de la llama de gas y la potencia, silenciosa y lumínica, de la electricidad dispararon nuevas tensiones entre conservadores y reformadores. Mientras los primeros dejaban librado al mercado el desarrollo e impacto social de la innovación tecnológica, los segundos bregaban por la participación del Estado en la regulación y desarrollo de las nuevas actividades. Las claves de cómo encausar el mundo moderno para los liberales vanguardistas –Henry Adams, James Russell Lowell, E. L. Godkin y Charles Eliot Norton– no encerraban rechazo al “dejar hacer al mercado”, por el contrario reclamaban suregulación para garantizar su extensión, su calidad y la justicia de un buen servicio. Aseguraban que, para lograrlo, se requería la extensión de la administración estatal y un funcionariato idóneo, estable y correctamente reclutado. Sabían que la tecnología y el mercado por sí mismos no generan sociedad: una clave para la Argentina de hoy, reacia a volver judiciable algunas prácticas del mercado y poco dispuesta a cambiar leyes de juego que acaban con el juego.
El siciliano Leonardo Sciascia decía que las decisiones no adoptadas en los momentos oportunos sólo servían para análisis posteriores a los hechos. En su obra, El Caso Moro censuraba a la DC (Democracia Cristiana) por no haber negociado la vida de Aldo Moro, uno de sus principales dirigentes secuestrados por las Brigadas Rojas. Los dirigentes alegaban que la DC no podía violar las leyes negociando con subversivos.
Sciascia sostenía que se debían adaptar al principio de necesidad extrema en que se encontraba Moro: secuestrado, privado de ejercer sus derechos y amenazado de muerte. Privó la tozudez. Sobre el cadáver de Moro se levantaron lamentos sobre lo que se podía haber hecho. Sciascia las llamó “las razones del después”.

* Rector Universidad Nacional de Quilmes.

PRINCIPAL