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OPINION

¿Gasto o reforma?

Por Franco Castiglioni*

Por ahora sólo sabemos que se trataría de una consulta popular para forzar a los legisladores a cortar el “gasto político”. Dentro de esta categoría de gasto se están mezclando problemas distintos. Por un lado están las legítimas demandas de terminar con la corrupción, el soborno, la devolución de favores, la ocupación del aparato estatal por parte de las corrientes políticas internas de las fuerzas tradicionales y no tanto. Por otro lado, la apelación al plebiscito en plena ejecución del ajuste sobre los más débiles, más allá de la justificación, muy poco democrática, de “apretar” a los legisladores para que apuren la reforma política, nos parece esencialmente dirigida a legitimar los recortes en curso y los que vendrían del gasto público tout court: el razonamiento que reportan los mensajeros oficiales extiende a “lo político” toda intervención del Estado, algo tan obvio y real como sospechoso precisamente por el explícito autodesprecio de quienes emiten con firmeza sentencias que los condenan sin más. ¿Pero es la reforma política que encarnaba este gobierno en diciembre de 1999 la tosca equiparación actual con gasto político? No lo es. En 2000 se diseñaron diversos proyectos de ley que fueron presentados en octubre pasado al Presidente. Desde entonces, previa eliminación del paquete, de los controles judiciales previstos para ofrecer mayores garantías para su estricto cumplimiento, el Gobierno depositó aquellas iniciativas nada menos que en el Senado. ¿Ausencia de voluntad política del Ejecutivo de hacer avanzar la reforma en el Parlamento? Así nos parece, no sólo porque el Senado no gozaba de buena salud para ser la Cámara iniciadora de una “reforma de la transparencia”, sino porque durante ese mismo período en el Senado se han aprobado desde la delegación de poderes y el déficit cero, trabajando de domingo, como justamente protestan. La reforma propuesta –es decir aquella reforma institucional dirigida a modificar el comportamiento de los actores políticos argentinos–, aunque parcialmente, se dirigía al centro del déficit político-institucional de nuestra democracia: el financiamiento de las campañas electorales. Se proponían topes al aporte público y privado, y limitaciones de tiempo considerables respecto al pasado. En otras palabras, reducir la demanda de dinero para reducir la búsqueda de financiamiento por parte de los partidos. Era una reforma parcial. La situación se agravó notablemente en el año que siguió a su presentación. La Comisión de Investigación sobre el Lavado de Dinero ha echado suficiente luz sobre la relación perversa entre empresas, bancos, mafias y política como para, ni siquiera con topes, admitir el financiamiento de grupos privados, sencillamente porque “no hay almuerzo que no se pague”. El sistema institucional argentino es demasiado vulnerable. El eje de la reforma, si se quiere hacerla profundamente, debe limitar la boca de expendio más cara de las campañas: televisión y radio. Como se hace en Chile y en Inglaterra, entre otros países, la propaganda televisiva deberá ser acotada a pocas semanas previas a las elecciones y asignada igualitariamente por el Estado en franjas electorales a todos los partidos, sean grandes o pequeños. El Gobierno cuenta con crédito suficiente para pautar las deudas de los canales de aire por publicidad de los programas de los partidos. El costo de la política se reducirá en forma exponencial. Y así la dependencia partidaria de los lobbies que son los que colonizan al Estado y lo degradan al nivel que padecemos actualmente. Por último, como reforma presupone austeridad pública y autonomía de los privados, también debe ser lo suficientemente seria y responsable como para que el debate sobre la reforma electoral no sea la impudicia de Sí o No a la lista sábana.
* Politólogo.


 

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