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Por Juan Gelman

“Me resulta difícil entender la importancia que se le da a la palabra búsqueda... la cosa es encontrar”, declaraba Picasso a la revista The Arts en 1923. Luego adelgazó la frase y la volvió jactancia: “Yo no busco, encuentro”. Es cierto que el artista malagueño, considerado el más importante y completo desde Miguel Angel, encontró y mucho. Merced a su búsqueda. Lo reconoció en sus años últimos: “Al final, nadie puede ver nada, excepto a sí mismo. Gracias a la búsqueda interminable de la realidad uno termina en la oscuridad más negra. Hay tantas realidades que al tratar de abarcarlas todas uno acaba en las tinieblas”. Cuando se fue en 1973, a los 92 de edad, dejó más de 20 mil pinturas, esculturas, dibujos, grabados, cerámicas, obra de una creación continua a lo largo de 75 años.
Practicó o inventó diversos estilos en direcciones contrarias, siempre insatisfecho. Absorbió influencias igualmente diversas –Toulouse-Lautrec, Van Gogh, Ingres, Maurice Denis, Isidro Nonell y Montuorio, Cézanne, el surrealismo, el arte africano, el neoclasicismo–, pero en todos los casos las llevó a extremos absolutamente personales, como si la incitación de la obra ajena lo hubiera movido a escrutar su más allá posible. Transformó en picassos telas maestras del pasado. Hacia 1944 ya había “transpintado” –o “transcreado”, para usar el concepto que Haroldo de Campos aplica a sus traducciones de poesía– cuadros de Nicolás Poussin, El Greco y Gustavo Courbet. En 1955 produjo 15 variantes de “Mujeres de Argel”, el óleo de Eugenio Delacroix, y 44 de “Las Meninas” de Diego Velázquez en cinco meses de 1957. Con 27 pinturas y 138 dibujos indagó el “Déjeuner sur l’herbe” de Manet. “Argonauta insaciable”, lo llamó Rafael Alberti.
Picasso viajó ida y vuelta del papel y la tela al barro y el metal, abandonando sucesivamente hallazgos cargados de promesas que otros artistas hubieran explorado la vida entera. Cada vez trabajó en contra de lo que había logrado: “Si se sabe de antemano lo que se va a hacer, ¿qué hay de bueno en eso? Es mejor ocuparse de otra cosa”. Como Cesare Pavese ante la hoja en blanco, Picasso procuraba ante la materia una virginidad liberada del lastre de lo ya sabido, ese peso con el que la imaginación creadora tropieza y se fatiga. Pero supo confiar a Françoise Gilot, madre de dos de sus hijos, que la pintura “no es una operación estética. Es una especie de magia destinada a intermediar entre este mundo hostil y extraño y nosotros, una manera de tomar el poder dando forma a nuestros terrores y a nuestros deseos”. Su visión de la toma del poder difería con mucho de la sustentada por el partido comunista francés, al que se afilió al concluir la II Guerra Mundial.
De los 85 a los 90 de edad, Picasso diseñó centenares de dibujos, aguafuertes y grabados de frescura impensable en un anciano, reinventando escenas mitológicas, circenses, báquicas, amorosas, con mosqueteros a la española, alcahuetas, persecuciones nocturnas, secuestros y hasta un papa Julio II observando los retozos de Rafael y su amante romana. Ciertos críticos de arte a la manera de Karen Kleinfelder (“The artist, his model, her image, his gaze -. Picasso’s pursuit of the model”) han querido descubrir en esa prolífica actividad “un sistema abierto, constante, que posterga continuamente su clausura”, una práctica que sólo representa “el acto de su propia representación”. Es decir, Picasso habría insistido entonces en su arte para no perder la mano o para probarse a sí mismo que aún estaba vivo. Suena a opinión reductora.
Otros críticos ignoran lo que el gran artista no se cansó de repetir: “Hay que matar al arte moderno, eso significa que uno se tiene que suicidar”; “una obra de arte válida es capaz de vivir siempre en el presente”; “todo lo que hice fue hecho para el presente y con la esperanza de que permanezca siempre en el presente”. Eso viene a ser la eternidad.Como dijera ese enorme poeta brasileño que se llamó Drummond de Andrade: “Estoy aburrido de ser moderno,/ ahora quiero ser eterno”.
No falta quien afirma que el conjunto de la obra de Picasso propone una ontología de la desesperanza. Quién sabe. En todo caso, es una búsqueda intensísima de un centro que en el arte no existe. A sabiendas de que no existe.

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