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De Maradona a la Ekonomik kris

Por Marcelo Justo
Desde Londres

“¿Argentino? Maradona.” En el Lejano Oriente me acostumbré a esta equivalencia. Ni San Martín ni Perón, ni Borges ni Evita, ni el tango ni los desaparecidos. Argentina era Maradona. En China, en Corea del Sur, en Tailandia, el alado pie izquierdo de Diego me rescataba del anonimato y de la difusa clasificación de occidental-perteneciente-a-tribu-desconocida. Pensé que me pasaría lo mismo en Turunc, un idílico pueblo de gallinas y patos en las calles, ubicado en una bahía de la costa sudoeste de Turquía. Nada de eso. La primera reacción era: “¿Argentino? Ekonomik kris”. La segunda, una explicación sonriente, en rudimentario inglés: “Argentina en crisis, Turquía en crisis”.
En las dos semanas que pasé de vacaciones en Turunc, la “Ekonomik kris” fue el vaso comunicante con Argentina. Seguía la realidad nacional del déficit cero desde un chat-bar cerca del hotel donde estaba alojado, entre los llamados a plegaria que llegaban cinco veces por día de la única mezquita del pueblo, convertido con toda certeza en el único lector que tenía Página/12 en el sudoeste de Turquía. La realidad turca, más inmediata, me resultaba mucho más difícil de atisbar. Asomaba la cabeza en impresiones cotidianas, en conversaciones tarzanescas con comerciantes y mozos, en fogonazos de la televisión y la prensa.
Un descubrimiento fortuito en ese jeroglífico que eran para mí los titulares de los diarios despejaron un día el laberinto. Las tres letras que brillaban en medio de palabras indescifrables eran parte de un dialecto internacional, reconocible en todo el planeta y cargado de inmediatas asociaciones: IMF (la sigla del FMI en inglés). Con la satisfacción de un antropólogo que identifica en la civilización extraña rasgos de la propia, reconocí la cara sonriente de Stanley Fischer, a punto de dejar su puesto de vicedirector del Fondo Monetario Internacional, fotografiado a su arribo en el aeropuerto de la capital turca, Ankara. Esa misma noche descubrí el Turkish News, un periódico en habla inglesa que me permitió seguir más en detalle la presencia del Fondo en Turquía.
La puesta en escena de la visita –las fotos, las declaraciones previas a la reunión, las conferencias de prensa posteriores– hacía pensar en una obra de teatro que está de gira todo el año por las urbes del planeta. Como en los retablos medievales, los personajes eran más funciones que individualidades –el ministro de economía, el importante funcionario, el visitante extranjero– que hacían avanzar con sus roles invariables un engranaje narrativo perfectamente previsible. Las escenas estaban pobladas de caras felices como si en vez de un drama se estuviera ante una obra irresistiblemente cómica. A las sonrientes imágenes del aeropuerto (el gobierno turco recibía a un viejo amigo), seguían los sonrientes momentos previos a la reunión entre el visitante y el gobierno (la alegría de sentarse a charlar de tantos temas comunes) y la nirvánica satisfacción que parecía producirle a Fisher el resultado de los encuentros.
Los parlamentos del protagonista extranjero acentuaban esa sensación de parodia y farsa, de obra repetida con profesional automatismo en todo el planeta. En el primer acto Fisher afirmaba que “comprendía y apreciaba los enormes esfuerzos que está haciendo Turquía” (y Argentina, Ecuador, Malasia, Tailandia, Rusia, etcétera). En el segundo aseguraba que el gobierno y el congreso estaban cumpliendo “con los compromisos adoptados en el último programa económico” (las metas del primer, segundo, tercer o cuarto trimestre). En el tercer y último acto sentenciaba que el programa pactado contaba con la plena confianza y respaldo del organismo multilateral porque era la “vía para la recuperación” nacional.
El entonces vicedirector del FMI no era el único vaso comunicante de la “Ekonomik kris”. Por momentos Turquía parecía un espejo que reflejaba conoscura obstinación el pasado argentino. Un dólar valía más de un millón de liras turcas. La comida típica, el kebab, costaba un millón. Por cinco millones se compraban cuatro vaqueros. Unos diez millones alcanzaban para cuatro remeras, copias perfectas de las Boss o las Ralph Lauren. Hasta el remedio infalible que recomendaba el FMI como cura de todos los males -la privatización– tenía ese sabor añejo de fines de los 80-principios de los 90 argentinos.
La conversación más profunda sobre la “Ekonomik kris” la tuve con un guía turístico turco durante el viaje que hice a Efeso, una antigua ciudad del Asia Menor, de donde era oriundo Heráclito, el filósofo del perpetuo cambio. Se llamaba Huseyin, se parecía al actor norteamericano Robert Duvall y trabajaba para una compañía inglesa que organizaba “paquetes turísticos” a Turquía. Después del inevitable “¿argentino? Ekonomik Kris”, se acordó de “El Turco” (lo dijo en castellano) y apenas se sorprendió de que Carlos Menem estuviera preso. Entre comentarios y bromas sobre el río Kaystros, que inspiró la célebre frase de Heráclito sobre la imposibilidad de bañarse dos veces en el mismo río, me habló de Turquía. “Dicen que hay demasiados empleados públicos. Mucho déficit. Ahora viene el FMI y parece que hay que privatizar todo, que ese es el problema.” Me miró como si me estuviera haciendo una pregunta y, encogiéndose de hombros, con una sonrisa amarga, añadió: “Quizás es una excusa. Para comprarse todo, para llevarse lo que haya”.
En ese momento, Huseyin me pareció el Aleph de la globalización. Los rasgos de la cara podían pertenecer a un suburbio argentino, sus palabras podían pronunciarse en castellano, su actitud de desorientación y escepticismo formaba parte del acervo de muchas naciones que contemplan con fatalismo el orden económico internacional, ese que parece proveernos a todos con idénticas señas de identidad. En argentino o turco, tailandés o ruso, ecuatoriano o nigeriano, la respuesta hoy parece ser la misma: “Crisis económica. FMI”.

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