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Un neoyorquino

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Yoko Ono no vino a la inauguración de su muestra Impressions –una pieza hecha de pedazos de cerámica que el público asistente tiene que unir hasta conseguir una obra de arte o algo así– porque según explicó en una conferencia de prensa vía telefónica: “Es muy difícil conseguir un vuelo internacional y mi hijo y yo tenemos que estar juntos”. Igual faltazo se sintió en el recién concluido Festival de Cine de San Sebastián donde todos los “internacionales” prefirieron quedarse bajo la cama y bajo llave. Tal vez por eso la entrada de Woody Allen a la sala del Hotel Arts es aplaudida como si se tratara de la de un héroe. Barcelona ama desde siempre a Woody Allen y ahora lo ama todavía más y le agradece su valentía al venir y él, tartamudo, fiel a sí mismo como sólo pueden serlo los más auténticos: “Lo que ustedes no entienden es que yo siempre tengo pánico a viajar en avión; el hecho de que puedan aparecer unos terroristas suicidas no me cambia en nada el asunto. Así que para qué iba a suspender mi viaje”.

DOS Woody Allen ha llegado a Barcelona para promocionar el film La maldición del escorpión de jade, un ligero y divertido vaudeville serie negra con la hipnosis como gag recurrente donde interpreta –con una irrecuperable Manhattan de los años 40 de telón de fondo– al tan torpe como infalible investigador de seguros C. C. Briggs empeñado en la solución de unos robos misteriosos mientras rubias fatales como Charlize Theron caen a sus pies y rubias ejecutivas como Helen Hunt le hacen la vida imposible. Un divertimento como los que viene haciendo últimamente. Algo agradecible. Pero a Woody Allen –se lo advirtió explícitamente al traductor– le interesa hablar sobre Manhattan allí y ahora y del estado de las cosas. Mientras los conductores de talk-shows caen en el patrioterismo bobo (Jay Leno) o se preguntan desesperados cuándo volverá a ser lícito hacer chistes con Bush (Conan O’Brien), Woody Allen afirma que “todo es lícito a la hora del humor. El humor es don y patrimonio del hombre y cuanto antes aparezcan chistes sobre lo ocurrido, mejor. El humor cicatriza y cura. Eso sí, espero que se trate de chistes con cierta elegancia y que no hieran innecesariamente las susceptibilidades de la gente. Los chistes son lo que nos diferencia de las bestias y, si hay chistes sobre Auschwitz, ¿por qué no va a haber chistes sobre el World Trade Center?”.

TRES “Lo más negativo de esto –fuera de las muertes y el horror, claro– es que yo creo que Estados Unidos había alcanzado un punto muy interesante luego de la incertidumbre de las últimas elecciones. Había probado ser un país muy polarizado, con ganas de modificar ciertas cosas, preso de incertidumbres. Y, ahora, otra vez, estamos todos indiscriminadamente unidos detrás de un objetivo que puede ser bueno en esencia, pero al que no se le permite la lectura de matices... A ver qué pasa, cómo sigue. Debo decir que, claro, yo no voté a Bush y no es el tipo de persona que me cae simpática, pero hasta ahora creo que ha venido llevando la situación relativamente bien. Yo temí que enseguida íbamos a salir todos cabalgando como cowboys disparando sus pistolas al aire, pero por el momento ha demostrado tener cierta prudencia y buenos reflejos”, agrega Woody Allen.

CUATRO La próxima película de Woody Allen –ya está terminada– se llama Hollywood Ending y narra las tribulaciones de un director de cine (él) para poder filmar una película en Manhattan. “Es de lo que más me gusta que he hecho hasta ahora”, confiesa. Y otra vez, claro, el tema de la ciudad herida. “Manhattan sobrevivirá. Manhattan siempre se las va a arreglar para resistir cualquier ataque. Me duele, sí, ver a mis amigos y conciudadanos encerrados en sus casas, sin salir, sin disfrutar de esa ciudad que ahora tiene dos torres menos, pero que sigue siendo y seguirá siendo Manhattan.”

CINCO Woody Allen comienza a despedirse después de soportar con entereza los flashes, las preguntas medio tontas, las preguntas tontas del todo como ésa de si él es supersticioso. Woody Allen –además de un genial neoyorquino que, como suele ocurrir, no nació en Manhattan– es un comediante. Y responde a lo que venga: “No soy supersticioso y mi único rasgo de ese tipo es cortar, siempre, la banana que desayuno en siete pedazos. ¿Por qué? Bueno, una vez hace mucho pero mucho tiempo, corté por primera vez una banana en siete pedazos. Y nada verdaderamente malo me ha ocurrido desde entonces”. Y sonríe, se despide y parte rumbo a otro avión, el mismo terror de costumbre, a la misma Manhattan de siempre.

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