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Rutas
Por Juan Gelman

¿De qué habla Bush cuando, en nombre de la lucha contra el Mal, bombardea Afganistán? ¿Por el bien de quiénes? Tanto la familia Bush como el vicepresidente Richard Cheney están vinculados –con no poca intimidad– a la industria petrolera estadounidense. Cheney, que curiosamente -.o no– goza de mayor seguridad que el propio presidente, detenta la mayoría accionaria de Halliburton, Inc., conglomerado (como se dice ahora) que dirigió de 1995 al 2000. Y ocurre que la subsidiaria más poderosa del conglomerado es el gigante petrolero y de la construcción Brown & Root. Que, a su vez, por intermedio de compañías asociadas y/o inversiones conjuntas, puede instalar plataformas petroleras marinas, perforar pozos, construir y operar oleoductos. Cabe preguntarse qué tienen que ver los negocios personales del señor Cheney con la voluntad de la Casa Blanca de derribar al régimen talibán.
La Oficina de Información sobre Energía del gobierno de Estados Unidos publicó en diciembre del 2000 un boletín en que señalaba: “La importancia de Afganistán desde el punto de vista energético deriva de su posición geográfica como ruta de tránsito posible para las exportaciones de petróleo y gas natural de Asia Central hasta el Mar Arábigo”. Esa posibilidad entraña la ya propuesta construcción de oleoductos y gasoductos que atraviesen territorio afgano y que, en relación con el Golfo Pérsico, acorten distancias para abastecer a Japón y otros mercados del sudeste asiático. Los energéticos provendrían de la cuenca del Mar Caspio –tal vez la tercera reserva de petróleo más grande del mundo, que además cuenta con enormes depósitos de gas natural–, pero no sólo: se estima que el desierto de Karakum en el vecino Turkmenistán cobija la tercera reserva en importancia de gas natural del planeta, y mucho, muchísimo petróleo. Esa riqueza subterránea ha llamado desde luego la atención del hoy vicepresidente de EE.UU., quien en 1988, en calidad de ejecutivo mayor de Halliburton, Inc., manifestó ante otros magnates petroleros: “No recuerdo una época en que hayamos presenciado el surgimiento de una región que tan repentinamente se convirtiera en estratégicamente importante como la región del Caspio”.
El petróleo y el gas de la región abastecen hoy a los mercados europeos. Pero, como afirma Robert Todor, vicepresidente de la empresa Unolocal .cabeza de un consorcio internacional que proyecta construir el oleoducto de Asia central con pasaje por territorio afgano–, Europa occidental es un mercado difícil y muy competitivo. La instalación de ese oleoducto es fundamental para la estrategia estadounidense de controlar los recursos energéticos de todo el Medio Oriente, y para los monopolios del ramo abre la perspectiva de colocar petróleo en mercados en expansión que dejarían beneficios muy superiores a los que se arañan en Europa. Esto tiene indispensables connotaciones militares, como Michael Klare, autor de Resource Wars, aclaró perfectamente en una entrevista reciente a Radio Europa Libre: “Nosotros (Estados Unidos) estimamos que el petróleo es un tema de seguridad y debemos protegerlo con todos los medios necesarios, sin tomar en cuenta otras consideraciones, otros valores”. Por ejemplo, los civiles afganos que todavía se atreven a morir cuando EE.UU. y Gran Bretaña bombardean, esas “bajas ridículas” que dijera el Pentágono.
Washington necesita un gobierno afgano dócil y aun sumiso para que el tal oleoducto sea, y también el aniquilamiento de todo aquel por cuya cabeza pudiera pasar la peregrina idea de dinamitarlo. Para ello necesita una fuerte presencia militar en la región. El Departamento de Estado condena por rutina el terrorismo islámico en Chechenia, por donde pasa el oleoducto más importante de Rusia, pero los beneficiarios potenciales de ese terrorismo son los monopolios petroleros anglo-estadounidenses, empeñados en arrebatarle a Rusia el control de la región del Caspio. Ese control permitiría alimentar los flujos financieros de Wall Street. Esprobable además que se asista al reordenamiento de las rutas del narcotráfico en Asia, cuya historia está muy relacionada con las operaciones encubiertas de la CIA en la región.
En julio del 2000 el mullah Omar prohibió por razones religiosas el cultivo de la amapola del opio en Afganistán, que fue virtualmente erradicado en las zonas bajo dominio talibán. El propio Colin Powell reconoció ese hecho al autorizar en mayo de este año el envío a Kabul de 43 millones de dólares para atenuar la pérdida de ingresos de los campesinos afganos. Curiosamente –o no–, ese cultivo se extendió rápidamente en la limítrofe ex república soviética de Uzbekistán, el primer país que aceptó el despliegue de fuerzas militares de EE.UU. que operan contra Afganistán. Curiosamente –o no–, desde hace más de un año compañías de propiedad de la CIA o contratadas por la CIA como Southern Air, Evergreen y otras están sentando reales en Tashkent, la ahora moderna capital uzbeka. Es notorio que la Compañía contrabandeó heroína en los ‘60 y ‘70 para financiar operaciones clandestinas en Laos, Camboya, Vietnam y Tailandia. Lo mismo ocurrió en el caso Irán-contras. Que la CIA llegue a dominar el narcotráfico en la región no carece de importancia para el capital financiero. Se calcula que unos 300 mil millones de dólares –algo así como el 60% del producto del narcotráfico mundial, en efectivo y lavadito– confluyen cada año en Wall Street. El Plan Colombia se incluiría cómodamente en este rubro.
¿De qué habla Bush cuando, en nombre de la lucha contra el Mal, bombardea Afganistán? ¿Por el bien de quiénes?

 

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